Aún en el tiempo actual,
en que la sobrepoblación de escrituras y editoriales al vapor obliga a la
exigencia, los libros son una felicidad. Su capacidad para asombrarnos no
disminuye, ni aún en el panorama actual, galopante entre noticias que nos
confirman la posibilidad de atestiguar más allá de la podredumbre. Es un
espectáculo que no termina. En medio ese concierto de libros —algunos
necesarios, otros fortuitos debido a la circunstancia— un volumen de ensayos,
robado a la fuga de las horas e igualmente escamoteado a las aparentes
exigencias del “lector”, encarna la mejor ocasión para confirmar que la
literatura es un territorio libre, abierto a la exploración y posterior
conquista, no obstante las muecas de los perpetuos Torquemadas del Ingenio.
Encuentro que Héctor Iván
González (Ciudad de México, 1980) es un lector para quien un signo ortográfico
en la página podría hacer la diferencia para sugerir el sentido de una lectura;
de ese tamaño su precisión y entrega al ejercicio lector —ya un mérito en sí
mismo. Que las páginas de Menos constante que el viento (Abismos, Casa Editorial, 2015) sean la prueba de mi
descargo, si bien apenas es necesario ocultar el entusiasmo que provoca el
libro. Aquí el binomio de la crítica y el ensayo deriva en una búsqueda
individual y apenas hay mayor satisfacción que hallar cómo la lectura abre
camino para lograr un observatorio personal. La meta de cualquier autor.
Estamos ante un libro de
aciertos y fidelidades y, a un tiempo, una primera exposición de cartas credenciales.
Es un movimiento en el tablero de un ajedrez que inaugura el juego de una
conversación que busca habitar un terreno presentido. El autor confía en sus
intuiciones —no hay otro modo de hacerlo— y el resultado es una invitación a la
lectura de algunos libros imprescindibles. Las referencias brotan de las
páginas y en ninguna figura la pedantería del crítico indigesto. Tampoco el
guiño para el entendido: la literatura es una puerta que no puede quedar
cerrada ni aún entreabierta —quizá esta sea la tarea del crítico. Otear es un
verbo para el ensayista, que jamás persigue la última palabra y, con una
facilidad que asombra, salta de un libro a otro maravillado por un
descubrimiento más reciente. Porque quien ignora las felicidades de la lectura
no intuye la riqueza de sentidos para decorar el tránsito de la vida, cada vez
más cansino. Más allá de eso, subsiste la epifanía de nutrir la experiencia con
anécdotas vividas o imaginadas. El autor medita sobre la literatura sin los
andamiajes que obstaculizan la celebración de la palabra.
El libro acierta en su
paseo por algunos hitos de la literatura francesa, tan cerca de la mexicana
debido a factores múltiples. Inútil detenerse en los beneficios de la movilidad
entre lenguas —George Steiner ha sido preclaro al respecto. Sin embargo,
subrayo la aproximación a Genet y Baudelaire, a Michon y a Zola; igualmente la
visita a Octavio Paz y la lectura de la literatura argentina reciente. La
curiosidad y las filiaciones más íntimas orientan la brújula de esta ensayística,
que se construye con cada título que se frecuenta. Sólo un miope irremediable
no alcanza a detectar las lecciones en el acto más fallido. Subsisten los
aciertos incluso en los libros de individuos detestables. Ahora bien, es
difícil hallar a quien haya escrito sin el trato frecuente con la lectura. Se
han dado casos, si bien siempre excepcionales. No es difícil detectar este tipo
de libros. Juan Goytisolo los diferencia con dos tipologías: (i) texto
literario y (ii) producto editorial. La falta de lecturas los orilla a la
irrenunciable simpleza y al desparpajo sin intención, a utilizar el lenguaje
sin apenas prevenciones, en la idea de que el chistorete y los desplantes de
ópera bufa muestran dominio de una lengua, y puede ser lo contrario.
Escribir sobre los
hallazgos que se realizan a partir de la lectura, implica avanzar en la
edificación de una obra personal. Es un ejercicio para detectar en qué fisura
se insertará la obra que se trama. Siempre hay espacio aunque no sólo es
presentarse y gritar “ya llegué”. Se persigue la posibilidad de palpar una
literatura. O dos o diez. Si no, ¿para qué leer?
(Texto aparecido en “Asidero”, columna de Luis Bugarini en nexos.com http://asidero.nexos.com.mx/?p=2860)
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