No
dudo que la literatura cumpla funciones psicológicas y sociales fundamentales.
Para muchos escritores, es el medio a la visibilidad, una manera de llamar la
atención, de figurar o al menos no pasar desapercibidos, un último recurso, el yawp
bárbaro de Whitman. Es a veces, también, la única manera de decir algo, de
sacarlo, como si de verdad pronunciar equivaliera a expulsar, a exorcizar.
Puede ser también la única realización soportable de ciertas fantasías, es
decir soñar despierto. Socialmente, la literatura es una ruta de escape, es
evasión. Si la humanidad mantiene un mínimo de cordura es gracias en parte a
las dosis de delirio inofensivo que permiten los libros, el cine, el teatro. Es
también discurso: las novelas, los poemas, los ensayos modulan creencias,
orientan ideas, regulan emociones. La literatura cumple todas estas funciones,
pero al menos para quienes la estiman, para los que ven en ella no un medio
sino un fin último, por romántico que suene, no para los sociólogos, ni los
antropólogos, ni los politólogos de la literatura, ni siquiera para sus
filósofos, sino para quienes, por ejemplo, la leen y la agradecen en secreto,
la literatura sería muy poca cosa si no fuera ante todo un placer, quizás el
más sutil, el más sofisticado, junto con las demás artes.
Otro
tanto hay que decir de la crítica literaria. Sí: la crítica es para el
individuo que la ejerce un rito de apropiación, una forma de poseer la obra
mediante la observación, el saber, la sensibilidad, el tacto casi, como en el
amor, sello definitivo de una relación personalísima. Es camino de rigor a la
sabiduría. Es a veces arte por derecho propio: creación que incorpora las
piezas recombinadas y resignificadas de un producto previo. La crítica al mismo
tiempo arbitra las relaciones entre autor y sociedad. Para bien o para mal,
marca cauces para el gusto colectivo. Le resuelve a la gente un problema para
el que no tiene tiempo ni, con frecuencia, aptitud: qué leer, cuáles novelas
acometer primero, a qué poeta escuchar. Hallar al menos un crítico en quien
confiar tendría que ser asignatura de cualquier aficionado a los libros. La
crítica verdadera incomoda a los poderes culturales: casas editoriales, canales
de comunicación, autores consagrados, reseñistas notorios. Llama a la rebelión
intelectual y emocional. Sin una crítica viva, justa pero certera, el medio de
las letras no puede gozar de salud. Tampoco, me temo, la sociedad en general.
La crítica, sin duda, es fundamental para quien la practica y para la polis
toda. Sin embargo, para ese mismo género de románticos, esa minoría
aparentemente ociosa, esos perseguidores de quimeras —los mismos, se olvida,
que con sus creaciones distraen a las masas y a los poderosos de las miserias
diarias—, para ellos, si la crítica literaria no es ante todo una
inflamación del entusiasmo, un rebote lúdico, unas horas en el parque o un
paseo, no es nada y de nada vale.
Etimológicamente,
divertirse significa ‘irse por varios lados’. Menos constante que el
viento es un ejercicio de divertimento, justo en este sentido. El autor
toma una senda, la recorre sin premura, llega a un cruce, se desvía, salta a un
camino principal, baja por él, se detiene, se tira bajo una sombra, reemprende
la lenta marcha, regresa sobre sus pasos: en suma, se disemina. Va de un lado a
otro siguiendo su curiosidad, como él mismo ha dicho, y al hacerlo experimenta
el otro matiz del mismo término: se entretiene, se incorpora al torrente lúdico
de la crítica. Lo primero que Héctor Iván González hace en estas páginas es
citar a Montaigne. Lo siguiente, distinguir entre autores exhaustivos y
dispersos mediante una prosa satisfecha y coloquial que remite sin remedio al
ensayista francés y en particular a las meditaciones sobre su propia escritura.
Nada de esto es gratuito. Libro “zigzagueante”, de “amplia frecuencia”, dado al
placer y de título afortunado además, Menos constante que el viento pertenece
al género de pensamiento inaugurado por Montaigne.
No
hay que caer en el error, sin embargo, de confundir el juego con la anarquía,
la diseminación con la dispersión, el antojo con el apetito indiscriminado.
Héctor Iván habla en su prólogo de azar, de sus propias “conductas aleatorias”.
Yo no diría ‘azar’. El gusto y los impulsos pueden conducirnos por lados
inesperados, pero no ciegamente. Buscan su satisfacción, y saben que no podrán
tenerla en cualquier parte. Por eso este libro vuelve, una y otra vez, sobre la
literatura argentina, por eso nunca abandona del todo la mexicana, por eso
recurre siempre que puede al orbe lingüístico y cultural francés. En lo
temporal, domina el siglo XX. Hay asomos a la Grecia clásica, a los albores del
humanismo italiano, a la segunda mitad del XIX. ¿Dónde están los románticos
alemanes o el Renacimiento estadounidense, entre tantísimos otros movimientos
que el autor, en su excursión, decide pasar de largo? Sería absurdo pretender
que lo abarcara todo, pero hay obvias preferencias.
La
distancia focal no es menos cambiante: en el libro de Héctor Iván hay close-ups
que escrutan un solo libro de Paz, que disecan minucias de su expresión
poética; planos medios para seguir muy de cerca el drama de Jean Genet o Alfred
Dreyfus; planos abiertos que sitúan a un autor como Dante en su circunstancia
social; o planos panorámicos, por ejemplo el que comprende a la literatura
latinoamericana. Sin embargo, creo advertir en Héctor Iván cierta debilidad por
el acercamiento, por la toma íntima, afectiva. En cantidad, predominan sin duda
los textos que imponen una mínima distancia crítica. No así en calidad. A la
observación estricta, documental, de la poesía de Paz, a la disección justa y
ordenada de la narrativa argentina, a la revisión histórica y distante de
Dante, se contrapone el encanto ante la narrativa completa de Del Paso, el
elogio a William Faulkner o la entusiasta descripción del trabajo de Michon,
pero sobre todo se contraponen los retratos literarios, menos llamativos tal
vez pero más entrañables, por cálidos, por cordiales, de personas —que ya no personajes—
como Manuel Vázquez Montalbán, como Pura López Colomé, como, de un modo
extraño, Nellie Campobello y Charles Baudelaire.
Es
en este registro, el de la admiración pero también el de las afinidades
electivas, que Héctor Iván González produce su prosa más lograda. No sólo en
términos estrictamente gramaticales. Aquí, como una planta que encuentra al fin
las mejores condiciones ambientales, la escritura de este autor aflora
plenamente. Ya no es escritura de asomos y despuntes, es creación completa. Hay
críticos que consiguen su tono más asertivo, más logrado, en la adversidad, en
el choque, la denuncia. Héctor Iván lo consigue, me parece, en la concordia,
por inverosímil que esto parezca. Menos constante que el viento abre,
sí, con ánimo un tanto beligerante. Remata, sin embargo, con uno reconciliador.
El dejo de incredulidad ante la poesía de Octavio Paz da paso, poco a poco, a
la fe en Baudelaire. Y por alguna razón, por obra de la inspiración o porque la
simpatía demanda canales finos de expresión, encontramos de este lado el
verdadero estilo, la palabra preñada, es decir el lenguaje literario.
Doy
sólo unos ejemplos. De López Colomé dice que se mueve en sentido opuesto al
público, “como si su poesía formara parte, más que de actos multitudinarios, de
pequeñas confesiones que se entonan con mantilla y velo [cuando] rompe el
alba”; se refiere a la luz, “no la simple, sino la que ha sido alterada por el
ventanal de la conciencia”; aclara que en esta obra “siempre es una primera vez
[...], siempre hay un encuentro inaugural, un dejarse ir sin saber si se irá a
volver. [...] se siente que el espíritu o, si se prefiere, la disposición de
Pura leva alas, empieza a elevarse [...]”. De Las flores del mal dice
que es “la más grande e irrefutable respuesta que haya dado el hombre a la
industria. Baudelaire es el primer autor en percibir que hay más de una manera
de morir, pues en su concepción la muerte no era el final sino el salto a algo
distinto; [...] en la industrialización, ve la más rotunda manera de perecer,
de disolverse en la masa sin dejar una sola huella”. Y remata: “Por eso, cuando
Baudelaire regresa de la Dinamarca shakesperiana, escribe un carpe diem a
su bella enamorada, Jeanne Duval, el poema más tierno y más amoroso, el más
real que se haya escrito jamás”, aquel que “desde el segundo círculo de
Infierno envidiará Petrarca por los siglos de los siglos”.
Por
congruencia y por amistad, no debo dejar de decir que a mi parecer algunas
oraciones y párrafos del libro admitirían ciertas modificaciones, ciertos
ajustes de índole estrictamente sintáctica. Tampoco, que de cuando en cuando el
hilo del argumento parecía perderse, como en el primer ensayo, subordinado tal
vez al entusiasmo, al zigzagueo por lo demás positivo del que hablaba al
principio. Hay, por supuesto, opiniones con las que no coincido; de eso se
trata en parte el género ensayístico. Pero reconozco también el notable bagaje
de lecturas del autor, que se asoma tanto aquí como en la conversación; su
espíritu crítico, es decir receptivo pero también polémico, reflexivo,
inquisidor; su talento literario, que es prácticamente una vena poética, y lo
que es tal vez más importante, su amor al oficio. Menos constante que el
viento es un libro en el que alientan estos atributos. Hay páginas, muchas,
en las que los vemos cristalizar. Tal es el fruto del juego, del irse por
varios lados, de una personalidad inquieta, infrecuente, inconstante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario