Crítico por partida doble (lector, escritor), Héctor Iván González nos
presenta un volumen de ensayos (a la sazón, primer libro) donde esa
“conversación” se conduce hacia otros lares de la palabra y del constante
volver a sus viejos puertos, es decir, sus autores queridos por leídos, y
viceversa.
Menos constante que el viento se compone por veinte
ensayos, resultantes de coloquios, encuentros y persistencia lectora, que, como
en el verso de William Shakespeare que da nombre al libro, […] “se ha dejado conducir por sus proclividades y que, eso sí, ha tratado de
hacerlo con la mayor seriedad posible y con el rigor que es preciso imponerse
al tratar estos temas; siempre evitando dejarse llevar por los efímeros gustos
de su época o las imposiciones externas”.
Al revisar el índice del libro, varios de los autores referidos y
estudiados por Héctor Iván González son de sobra conocidos, lo que suscitaría
sospecha de nuestra parte, sin embargo, la incursión en cartografías
previamente trazadas siempre se vuelve proteica mirada, como ésta sobre Octavio
Paz, sobre el cual […] “es necesario precisar que […] no es el mejor ni el más importante, pero sí el más
trascendente; ha sido crucial para las generaciones de poetas y de ensayistas
que lo sucedieron, quienes pueden seguir su camino hasta convertirse en simples
epígonos, o aquellos que se pelean con él y lo confrontan hasta acentuar sus
excesos, lo iluso sería tratar de ignorar lo que hizo”.
Para la generación de González (que también es la mía, de cierta manera),
no basta con creer la primacía de la figura paciana, sino más bien se busca
justipreciarla, reconocerle aciertos y fallas, en aras de acercarse más al
autor: “Derruir certezas también es un trabajo de la crítica.
Quizá lo mejor que le hubiese sucedido a Paz hubiera sido empezar por el final
y por ahí seguirse”. (El subrayado es mío.)
Otros autores dignos de mención en Menos constante que el viento son Fernando del Paso,
Nellie Campobello y Francisco Hernández, a quienes el autor dedica líneas
acertadas, generosas e inteligentes; pondera su lugar dentro de la
literatura mexicana, así también las innovaciones que hacen única su obra,
donde quiera que se dé su lectura. Incluso, para el ensayo sobre Del Paso, se
permite cierto guiño anecdótico: “Fue en una cantina donde
me orillaron a plantearme la escritura de este ensayo, si hubiese sido en una
tasca de Madrid diría que “me tiraron de la lengua” al punto de casi no poder
resistir más. En medio de una discusión de cantina a la manera de las
discusiones que se suscitan en Palinuro de México […] me vi en la necesidad […] de poner por escrito qué representa una obra como la de Fernando del Paso
en nuestros días”.
Para el ensayo sobre Campobello, Héctor Iván González ejerce una mirada
periscópica por una escritora y hacia una obra digna no sólo de leerse, sino de
estudiarse sin ceñirse a los dictados del momento. Desde el inicio de su ensayo
ya sabemos a qué atenernos: “Al escuchar el nombre de
Nellie Campobello surge una evocación involuntaria. Muchos no saben a dónde los
llevará, algunos la siguen, otros se detienen y piden alguna referencia, pero
todos tienen una reminiscencia, por vaga que ésta sea”.
En este punto, es deber del crítico dar luces sobre obras que han padecido
el pecado de la omisión; con Campobello, como con Elena Garro y otras autoras,
la omisión no es voluntaria, mucho menos involuntaria, sino injusta. Pero
cuando aparece un buen crítico para resarcirle su justo lugar, todavía contamos
con algo de esperanza. (Ojalá el centenario de alguna de ellas, como me decía
una joven narradora, no se vuelva “moneda de chocolate”.)
Además de los escritores antes referidos, el autor dedica líneas y
generosos párrafos a otros que su curiosidad lectora y persistencia crítica no
debe pasar por alto, o, por el contrario, de tan ensalzados en pedestal, digno
es ponerlos a nivel de suelo. William Faulkner, Pierre Michon, Émile Zola y su J’accuse, Dante y Baudelaire (quienes, me imagino, ejercen una
fuerza descomunal sobre el autor), aparecen en este libro a guisa de ejercicio de admiración (Cioran dixit). No cabe duda que al leerlos y someterlos al ojo
clínico de la crítica, los hace menos lejanos, más nuestros. Incluso, con el
siempre presente Alfonso Reyes –y La crítica en la edad
ateniense– al describirlo a él, describe a todos los críticos,
quienes ejercen […] “los mejores y más claros
atributos de los que goza la crítica moderna: observación detenida del
fenómeno, ejecución de un esfuerzo expreso de crear un entendimiento con la
obra, persistencia de un diálogo total y un acercamiento que pueda presentar
sus principios y la congruencia con sus resultados”.
Otro punto a favor dentro de Menos constante que el
viento, son las “pequeñas historias” de algunas literaturas, como la argentina de
los años recientes (con Alejandro Hosne como uno de sus representantes más
sonados), o la genealogía poética del siglo XIX al XX y parte de los dosmiles. Aunque esa tarea no sea del todo nueva, la manera de
hacerlo sí lo es, con un estilo sencillo pero acertado en sus afirmaciones; por
otro lado, entre filias y fobias, digno es resaltar el ensayo sobre Manuel
Vázquez Montalbán, escrito más con el corazón que con el hígado –“los temas
nacen del hígado”, pontificaba Edmundo O’Gorman–, y no es para menos, pues en
afán de compartir una grata experiencia lectora, nunca estará de más hacerse de
varios libros suyos, o de perdida, releer los que se tengan a la mano.
En suma, Menos constante que el viento es la primera suma crítica de un escritor cuyo compromiso ineludible es
con y para la literatura, y los procesos que de ésta se deriven; franqueza y responsabilidad vueltas conversación más
allá del cuarto, la soledad, consigo mismo. Y en este sentido, todavía queda
mucho por decir acerca de Héctor Iván González, a quien saludo desde aquí, en
espera de la compilación que confirme el buen sino de su primer libro. (Así
sea.)
(Texto publicado en “Flor y Látigo” http://florylatigo.org/?p=3695)
No hay comentarios:
Publicar un comentario