"Máquina de escribir" de Héctor Iván González, Coordinador de “La Escritura poliédrica. Ensayos sobre Daniel Sada”, Becario del Fonca en el Género de Novela. Esta es su publicación de crítica, creación y reseñas.

viernes, 29 de julio de 2016

“El mal perfecto”, sobre “Ningún infierno”, de Alejandro Hosne, Alfaguara Argentina 2016.





(Versión argenta)

Decía Ezra Pound que el escritor debe aspirar al parricidio para sólo así poder hablar de que su identidad se deslinda de las influencias y alcanza la madurez. Como se ha dicho, García Márquez es un peso para las jóvenes generaciones colombianas que no quieren seguir poblando su literatura del (mal llamado) “realismo mágico”. Sin embargo, pocos son los que se quieren deshacer de Borges. A pesar de que su influencia siga viva en los jóvenes, ya empiezan a surgir disidentes. Precisamente el caso de Ningún infierno (2011, reed. Alfaguara 2015), de Alejandro Hosne, es aquél de la obra menos típica de la literatura rioplatense. Con ella ya podemos hablar de parricidio.

El lugar de los hechos es la Argentina, pero no la de las ensoñaciones gardeliana ni borgesiana; no hay gauchos, ni tangos, ni siquiera hay las aterciopeladas notas del bandoneón de Piazzolla; la música es puesta de soslayo al punto que sólo hay breves menciones de Charly García, Fito Páez y una de nuestro Sol, Luis Miguel: “el putazo-quemado-a-lámpara”; se trata de un país que sólo se identifica porque en el poder está Carlos Saúl Menem (Anillaco, 1930) o “el Mandril”, como generosamente le llama el narrador. Debido a que hubo tantos periodos es difícil saber en cuál se encuentra como presidente; simplemente está claro que la nación ya está hundida en un periodo de crisis, que la ciudad se ha vuelto una jungla donde se puede asesinar, violar, explotar y defraudar con la mayor de las impunidades. En suma, es una Argentina que podría ser cualquiera de los países de Latinoamérica en la década de los noventa.

Un joven apenas mayor de los veinte años cuenta la historia que se va sucediendo día a día, donde nunca habla de él sino lo más mínimo, no es la historia de su vida, ni de sus nostalgias las que nos va a relatar. Se trata de la búsqueda de un proyecto personal donde el sexo, la tortura, el castigo y la aniquilación ocupan todos sus esfuerzos. La conciencia que se revela en esta novela es la del mal perfecto, un ser que despiadadamente se ha puesto a cumplir la voluntad nihilista de la destrucción. En la sociedad drásticamente polarizada en la que actúa no toma bando por nadie, y ejecuta tanto a los miserables que se alimentan de la basura lo mismo que a la típica belleza argentina que arranca suspiros al pasar. El personaje de Hosne es una máquina de guerra que finge estar conforme con la realidad que le ha dejado el tiempo, pero que por las noches busca una víctima diferente para ponerle fin a sus días.

Esta conciencia hace algo más que narrar la realidad, retrata la miseria, la cobardía, la medianía de todos aquellos que tienen la suerte de cruzarse en su camino. No es una crítica lo que lleva a cabo, es una diatriba manifiesta que se transforma en actos. Ésta puede ir desde señalizaciones sencillas como: “Sabía que si amagaba con largar la Facu el desnutrido crédito de sus viejos se iría a la mierda, tendría que trabajar como nosotros y eso lo hacía vomitar pesadillas toda la noche”, hasta descripciones más gráficas: “Cualquier engendro como Magdalena requiere de una concha maléfica para ser parido, y doña Julia tenía esa concha y un par de ovarios tan envenenados como para hacer una hija a su semejanza”.

(Versión mexicana)

Salta a la vista que el lenguaje del libro no tenga concesiones con las “buenas maneras”, ni se censure ningún tipo de giro lingüístico prosaico, altisonante o procaz. Las palabrotas reciben justicia en esta obra, sin por esto convertirse en una obra que descuide la calidad literaria. Incluso se podría decir que construye mucho mejor las escenas y administra bien estos recursos que algunas novelas que se jactan de ser desinhibidas, precisamente porque la prosa no agota ni es reiterativa. Puede ser una de las obras más perversas que se haya publicado, pero no raya en lo fácil ni en lo hortera. Hosne ha materializado una voz narrativa jaspeada con imágenes que recuerda al mejor Céline o al más diáfano Genet, y lo logra al introducirnos en un mundo absolutamente sórdido donde el lector más exigente se sentirá a gusto. ¿No radica en este paradójico logro que la literatura de Genet pueda ser tan excedida, tan excesiva y tan extravagante y nos siga pareciendo agradable frecuentarla? Pasa lo mismo con Ningún infierno: a pesar de sus orgías, de sus asesinatos con lujo de crueldad, de sus descripciones violentas y de sus imágenes sicalípticas nunca cae en el regodeo. “La yegua ni esperó a salir del ascensor, se me tiró encima manoteando el órgano y como si jurase sobre una biblia me pidió que se la metiera cuantas veces quisiera y por donde quisiera. Con besos o sin besos, le daba igual”.

Tampoco se trata de una obra que apueste por el solaz sádico per se, detrás de cada escena, de cada capítulo, se va construyendo una trama mayor, un andamiaje que sólo alcanza su cumbre al final. Cualquiera que aprecie la acumulación, la intensificación de las historias, y que no lea sólo de línea en línea, sabrá apreciar que Ningún infierno crece como historia y se va constriñendo cada vez más. Su trama termina por materializar el nudo de una horca que se va cerrando lenta e inexorablemente alrededor de los personajes.

No niega su tiempo, dialoga con él, e incluso se aventura a cuestionar la resistencia patética y resignada que tienen los deudos de los desaparecidos por la dictadura; aquella que infligiera un daño irreversible a la sociedad argentina. La voz hiperconsciente pone el dedo en la llaga —esa terrible herida aún abierta— para dar una lectura histórica del terrorismo de estado que se perpetró contra las personas que —en su legítimo derecho— luchaban contra la barbarie:
Claro que la gran traición a los ingenuos pone-bombas no vino de manos de milicos sino de la gente común, que nunca pudo tolerar la guerrilla porque simbolizaba al civil armado contra el sistema. La imagen de su misma sangre en contra-ataque la humillaba, la sacaba de su sillón de cómplice. Fue entonces cuando se rogó al Estado que despareciera al hermano. De no haber existido esta mayoría silenciosa los milicos no se habrían atrevido a nada, un genocida no da un paso sin consenso. Sin aparato, sin institución, esos cagones no se atreven a tocarle un dedo a nadie. El genocida se hace a fuerza de papeleo y avales, no de satanismo y personalidad.

A su vez, el punto de vista nos recuerda cierta crudeza al hablar de todo lo que pasa. En este mundo el cadáver de un vagabundo puede estar descomponiéndose en la calle sin que nadie repare en él. Desenmascara una situación problemática de nuestras sociedades que radica en las grandes cantidades de indigentes que viven como animales en las mismas aceras por donde todos pasamos. Hay un tanto de Bernhard en la forma llana de relatar las cosas, pero que no carece de ciertos giros orales que explotan el humor negro que arranca la carcajada involuntaria: “Al minuto vi salir a la gorda con tres amigas. Estaba claro el lugar patético que ocupaba la gordita con esas turras, todas flacas, atractivas, sin conmiseración con su amiga discapacitada […] La vaquita, descorazonada, miró la fachada del boliche, más amenazador que nunca, después la avenida, y rumió su destino de cenicienta de pie gordo sin zapato chico”. Y, precisamente, arranca la carcajada porque cualquiera sabe qué papel es asignado a alguien con sobrepeso en un mundo elitista y frívolo como el que crean nuestras sociedades. Hosne descubre los sentimientos ocultos que nos causa alguien con este problema, en lugar de hacer un simple señalamiento admonitorio e hipócrita. Así que no podemos fingir que somos buenos y creemos que todos somos iguales pues no tratamos del mismo modo a una mujer bella que a una que es poco atractiva.

Si hubiera un reparo que se tenga que plantear tendría que ser que el protagonista no tiene matices. Jamás es puesto en peligro, su habilidad para asesinar es insuperable y no se nos permite verlo en una cuestión desfavorable. Es atractivo, un amante tipo película porno, arrojado, y pareciera un Sherlock Holmes más cerca de la versión de cine que de la original. En un momento se nos dice que su forma de mirar es una anticipación de la muerte y a todo aquel que se la inflige experimenta un frío estertor. Quizás así fue pensado el personaje de origen, lo cual no emborrona la habilidad del narrador, sólo digamos que no permite ver completamente al antihéroe.
La ambición de Hosne nos deja ver que está en contra de las convenciones, que no va a ceder un palmo a la policía literaria y que su apuesta también está en los alardes del lunfardo rioplatense: “El pato caminaba despacio, fumando canchero ¡un habano! Increíbles estos tipos, obsesionados por la apariencia aunque nadie los vea. Con que haya un gato sarnoso durmiendo debajo de un auto hacen su número igual, por las dudas, a ver si el gato aprende a hablar y le cuenta al mundo los grossos que son. El narcisismo, que hace quedar como idiota al inteligente y como idiota al idiota, en lo único a lo que se aferraba este tarado”. Es innegable que una parte del personaje tiene una deuda con la trilogía de Ernesto Sábato, el proyecto de lograr un antihéroe que se alimenta de la muerte de lo que más ama y de lo que odia. Sin embargo, Hosne cala aún más profundo por la gran claridad de su montaje narrativo, la profundidad de sus personajes, los cuales se tatúan en la mente del lector de inmediato, quizá porque alrededor nuestro hay ese mismo tipo de espíritus humillados. No me queda duda de que la voz de Hosne logra mejor esa infinita soledad de los personajes que la de Sábato, su confección es más precisa y su composición mucho más compleja; sin por esto escatimar la grandeza del autor de Sobre héroes y tumbas.
Ningún infierno es una obra que trascenderá, y que, por la cantidad de emociones contradictorias y disparatadas que le infligirá al lector, no deberá pasar desapercibida.

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