"Máquina de escribir" de Héctor Iván González, Coordinador de “La Escritura poliédrica. Ensayos sobre Daniel Sada”, Becario del Fonca en el Género de Novela. Esta es su publicación de crítica, creación y reseñas.

martes, 4 de agosto de 2015

¿Literatura y Cuerpo?

Desde hace algún tiempo he presenciado el comentario sobre las poéticas “del cuerpo” como una suerte de remedio a lo que varios académicos consideran el acto creativo como algo proveniente del frío intelecto. A manera de una especie de receta numerosos autores han intentado apuntalar estas poéticas del cuerpo, he oído el sinsentido “escribir desde el cuerpo”, que no quiere decir otra cosa que “dejémonos de entelequias”; sin embargo, considero que esta misma postura –como todo a priori– es artificial, pues busca que una conducta o un acto creativo se genere a partir de un precepto y no como un acto de naturalidad o de necesidad artística. El primer problema que veo respecto a estas posturas es, como en casi todas las posturas “anti” (en este caso se trata de un “anti-mente” o “anti-cerebro”) es que pierde de vista que el cuerpo responde a los estímulos de la imaginación y no sólo a sus apetitos viscerales. Por otro lado, busca obviar figuras que han formado parte de las culturas clásica y humanística que nunca se han contrapuesto al cuerpo, sino que, muy por el contrario, lo han sabido explorar junto con sus placeres, estos en un sentido físico y también intelectual. Si se prepondera el cuerpo por encima de la mente se está cometiendo una pifia elemental, la mente produce anhelos, apetitos, deseos y, sobre todo, dimensiona placeres. Por supuesto, al hablar de que la escritura debe venir del cuerpo se está tratando de dar un tiro de gracia a los análisis sesudos que suplantan la realidad con teorías inoportunas o insuficientes. No obstante, saltar de uno a otro extremo del binomio cuerpo-mente no servirá de nada pues se seguiría teniendo al exceso como único fiel en la balanza.
            Al igual que pasa en la poesía, el cuerpo es parte de una idealización, finca la materialización del placer, pero éste siempre es acondicionado por un deseo que se anuncia como una promesa o como un posibilidad. En muchos sentidos, el deseo se posesiona del cuerpo y hace de este un mejor campo de batalla de las pasiones. Por ejemplo, si vemos esta estrofa de la II parte del poema “Recinto” de Carlos Pellicer podemos notar la ausencia de un cuerpo que sea blanco de las acariciadoras palabras que el poeta erige:
Pero en la noche
la puerta se echa encima de sí misma
y se cierra tan ciega y claramente,
que nos sentimos ya, tú y yo, en campo abierto
escogiendo caricias como joyas
ocultas en las noches con jardines
puestos en las rodillas de los montes,
pero solos tú y yo.

Es en esta medida que la palabra vivifica todo lo que es mera posibilidad, puro deseo, no hay un cuerpo de aire levísimo que sienta, todo es voz, todo es ausencia.
En uno de sus libros más importantes, ¿Qué es la literatura?, Jean-Paul Sartre hablaba de la necesidad de entrar d’emblée (de forma inmediata) en la literatura, tratando precisamente de evitar cualquier proceso o trámite que pudiera entorpecer la ductilidad de la conciencia creativa para la letra impresa. Debido a esto Sartre se vio en la necesidad de cuestionar la idea bastante arraigada de una posible “imagen poética”, es decir, una imagen que tomara posesión en la mente o en la imaginación del lector. Por aquel entonces, la fenomenología se había encargado, obra de E. Husserl, de la forma en que la conciencia acumulaba datos, recuerdos o imágenes. Una de las tareas a las que se vio dedicado Sartre –en varias obras antecedentes como La imaginación o El imaginario– fue a reflexionar en cómo era que se suscitaba esta imagen mental, mas, no sólo llevó la investigación para determinar estos asuntos, sino que llegó a la noción de que “no hay imagen mental”. Es decir, no hay un fenómeno que se dé en la conciencia, en primer lugar porque la conciencia no tiene interioridad ni es un lugar donde se posesionen los fenómenos. En segundo, esta imagen no es algo que se dé en la conciencia, sino que es la conciencia misma en ejecución. La conciencia es una nada –así lo definía desde su libro El ser y la nada– que anonada los objetos para poder aprenderlos. La nada de la conciencia en ese sentido es una cuestión transfenoménica, ya que no es independiente de la realidad ni puede diferenciarse de ésta.
            De tal suerte que esta conciencia no parte de un origen específico, por lo cual, en voz de Sartre, “está de más en el mundo”, sin embargo es inextricable del cuerpo de todo el ser. A la luz de esta idea el cuerpo posee a la conciencia tanto como la conciencia posee al cuerpo.
            En nuestro recorrido hemos visto que la conciencia está presente en el cuerpo, y siempre lo estará en la medida que uno tenga la conciencia de la unidad que forman. La relación que mantienen ambos aspectos evita un engaño que mermará la conciencia que el hombre tiene de sí mismo. Sugiero ver un caso donde el cuerpo no ha sido el principal elemento en la existencia de algún sujeto. El escritor argentino Jorge Luis Borges (1899-1986) por cuestiones hereditarias perdió la vista en la edad madura hacia el año 1955. Su “Poema de los dones”, del poemario El Hacedor, reivindica su estado de lucidez pese a pese, y nos permite cuestionar la trascendencia de “ese cuerpo desde el cual hay que escribir”:  
Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez los libros y la noche.

Los libros mencionados es una clara alusión a la dirección de la Biblioteca Nacional de Argentina cuya dirección otorgaron al fabulista argentino a los cincuenta años. Su memoria le permitió dejar en claro qué era y dónde acababa su ser y su conciencia. Asimismo, su ceguera no fue impedimento para que el humor y la elegancia hicieran presencia en su vida.
            El caso de Borges quizá sea el más representativo de la no-escritura del cuerpo, pero no por esto es menos lúcida, menos apasionante o menos completa. Podemos ver, tal como señalaba Sartre en su teoría de la conciencia que crea y siente la imagen a la vez, que la voz poética es ese cuerpo y esa voz que recorre la sombra:
De hambre y de sed (narra una historia griega)
muere un rey entre fuentes y jardines;
yo fatigo sin rumbo los confines
de esa alta y honda biblioteca ciega.

La palabra, una vez más, nos exhibe su poder evocativo (“invocativo”, diría Pura López Colomé) para dejarnos esa sensación de “fatigar sin rumbo los confines”, a la manera de que una imaginación entra en estado de combustión. Borges no sólo era esta suerte de negación constante del cuerpo, sino también su más claro escrutador: ciego, tartamudo, muy breve de estatura (hace algunos años se llevó a cabo una exhibición en la Ciudad de México de sus efectos personales por la cual podemos decir que escasamente mediría más de 1.50 m) y era casi célibe. No obstante, la forma en que contenía el cuerpo en su propio ser es equiparable a un aforismo de alguien que vivía de su faena física, el torero Juan Belmonte, frente a unos jóvenes maletillas, sentenció la frase: “Torea como si no tuvieras cuerpo”. Podemos parafrasear y decir, Borges escribía como si sólo tuviera cuerpo, porque en su imaginación había unos ojos débiles que leían y unas piernas enclenques que fatigaban la biblioteca de Babel.
Al errar por las lentas galerías
suelo sentir con vago horror sagrado
que soy el otro, el muerto, que habrá dado
los mismos pasos en los mismos días.

Y es el momento en que intercala la figura de otro poeta que recorre desde la ceguera los confines de una biblioteca; ya no se trata de Borges, sino de Paul Groussac, el excepcional prosista francés, con quien Jorge Luis comparaba a Reyes. De tal manera que, en el transcurso –como un tren que va sobre un puente a toda velocidad– la mente de Jorge Luis Borges se ha transformado en Paul Groussac, que es el otro, no uno mismo, pero sobre todo: no el mismo. En ese traslado, Borges rinde un homenaje a un acto de malabarismo.
Groussac o Borges, miro este querido
mundo que se deforma y que se apaga
en una pálida ceniza vaga
que se parece al sueño y al olvido.


Entonces, Borges no sólo rehúye el encuentro con sí mismo, sino que abdica del yo, del cuerpo y de cualquier tipo de sujeción para ir hacia su maestro de antaño. En una de las primeras páginas de L’espace littéraire, Maurice Blanchot hablaba de que el ego del escritor debe “être congé” (ser despedido) para encontrarse al escribir con lo que no es él mismo. Borges se despide a sí mismo para dejar de ser él y devenir Groussac:
¿Cuál de los dos escribe este poema
 de un yo plural y de una sola sombra?
¿Qué importa la palabra que me nombra
si es indiviso y uno el anatema?


Nos dice en una estrofa previa, dejando claro que uno se encuentra, al final y al cabo, con los demás hombres en una suerte de lago Estigia. “¿Qué importa la palabra que me nombra?”, (Borges-Groussac) “si es indiviso” (‘universal’) y uno (‘igual’) el anatema (la ceguera). Esta es la forma en que el poema niega el cuerpo y la sujeción a ese mismo, pues descascara otro espacio, el imaginativo donde uno se desplaza y vuelve a ver aun siendo ciego. Durante muchos años Borges, de forma por demás auténtica, citaba humorísticamente a John Milton, otro gran poeta ciego, quien dijo en su momento: “Al fin de todo, qué importa no ver la superficie coloreada de las cosas”.
* Este ensayo apareció en la revista “Parteaguas” del Instituto de Cultura de Aguascalientes.

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