Desde
hace algún tiempo he presenciado el comentario sobre las poéticas “del cuerpo”
como una suerte de remedio a lo que varios académicos consideran el acto creativo
como algo proveniente del frío intelecto. A manera de una especie de receta
numerosos autores han intentado apuntalar estas poéticas del cuerpo, he oído el
sinsentido “escribir desde el cuerpo”, que no quiere decir otra cosa que
“dejémonos de entelequias”; sin embargo, considero que esta misma postura –como
todo a priori– es artificial, pues
busca que una conducta o un acto creativo se genere a partir de un precepto y
no como un acto de naturalidad o de necesidad artística. El primer problema que
veo respecto a estas posturas es, como en casi todas las posturas “anti” (en
este caso se trata de un “anti-mente” o “anti-cerebro”) es que pierde de vista
que el cuerpo responde a los estímulos de la imaginación y no sólo a sus
apetitos viscerales. Por otro lado, busca obviar figuras que han formado parte
de las culturas clásica y humanística que nunca se han contrapuesto al cuerpo,
sino que, muy por el contrario, lo han sabido explorar junto con sus placeres,
estos en un sentido físico y también intelectual. Si se prepondera el cuerpo
por encima de la mente se está cometiendo una pifia elemental, la mente produce
anhelos, apetitos, deseos y, sobre todo, dimensiona placeres. Por supuesto, al
hablar de que la escritura debe venir del cuerpo se está tratando de dar un
tiro de gracia a los análisis sesudos que suplantan la realidad con teorías
inoportunas o insuficientes. No obstante, saltar de uno a otro extremo del
binomio cuerpo-mente no servirá de nada pues se seguiría teniendo al exceso
como único fiel en la balanza.
Al igual que pasa en la poesía, el cuerpo
es parte de una idealización, finca la materialización del placer, pero éste
siempre es acondicionado por un deseo que se anuncia como una promesa o como un
posibilidad. En muchos sentidos, el deseo se posesiona del cuerpo y hace de
este un mejor campo de batalla de las pasiones. Por ejemplo, si vemos esta
estrofa de la II parte del poema “Recinto” de Carlos Pellicer podemos notar la
ausencia de un cuerpo que sea blanco de las acariciadoras palabras que el poeta
erige:
Pero
en la noche
la
puerta se echa encima de sí misma
y
se cierra tan ciega y claramente,
que
nos sentimos ya, tú y yo, en campo abierto
escogiendo
caricias como joyas
ocultas
en las noches con jardines
puestos
en las rodillas de los montes,
pero
solos tú y yo.
Es
en esta medida que la palabra vivifica todo lo que es mera posibilidad, puro
deseo, no hay un cuerpo de aire levísimo que sienta, todo es voz, todo es
ausencia.
En uno de sus libros más importantes, ¿Qué es la literatura?, Jean-Paul Sartre hablaba de la necesidad de
entrar d’emblée (de forma inmediata)
en la literatura, tratando precisamente de evitar cualquier proceso o trámite
que pudiera entorpecer la ductilidad de la conciencia creativa para la letra
impresa. Debido a esto Sartre se vio en la necesidad de cuestionar la idea
bastante arraigada de una posible “imagen poética”, es decir, una imagen que
tomara posesión en la mente o en la imaginación del lector. Por aquel entonces,
la fenomenología se había encargado, obra de E. Husserl, de la forma en que la
conciencia acumulaba datos, recuerdos o imágenes. Una de las tareas a las que
se vio dedicado Sartre –en varias obras antecedentes como La imaginación o El
imaginario– fue a reflexionar en cómo era que se suscitaba esta imagen
mental, mas, no sólo llevó la investigación para determinar estos asuntos, sino
que llegó a la noción de que “no hay imagen mental”. Es decir, no hay un
fenómeno que se dé en la conciencia,
en primer lugar porque la conciencia no tiene interioridad ni es un lugar donde
se posesionen los fenómenos. En segundo, esta imagen no es algo que se dé en la
conciencia, sino que es la conciencia
misma en ejecución. La conciencia es una nada –así lo definía desde su
libro El ser y la nada– que anonada
los objetos para poder aprenderlos. La nada de la conciencia en ese sentido es
una cuestión transfenoménica, ya que no es independiente de la realidad ni
puede diferenciarse de ésta.
De tal suerte que esta conciencia no
parte de un origen específico, por lo cual, en voz de Sartre, “está de más en
el mundo”, sin embargo es inextricable del
cuerpo de todo el ser. A la luz de esta idea el cuerpo posee a la
conciencia tanto como la conciencia posee al cuerpo.
En nuestro recorrido hemos visto que
la conciencia está presente en el cuerpo, y siempre lo estará en la medida que
uno tenga la conciencia de la unidad que forman. La relación que mantienen
ambos aspectos evita un engaño que mermará la conciencia que el hombre tiene de
sí mismo. Sugiero ver un caso donde el cuerpo no ha sido el principal elemento
en la existencia de algún sujeto. El escritor argentino Jorge Luis Borges (1899-1986)
por cuestiones hereditarias perdió la vista en la edad madura hacia el año 1955.
Su “Poema de los dones”, del poemario El
Hacedor, reivindica su estado de lucidez pese a pese, y nos permite
cuestionar la trascendencia de “ese cuerpo desde el cual hay que escribir”:
Nadie
rebaje a lágrima o reproche
esta
declaración de la maestría
de
Dios, que con magnífica ironía
me
dio a la vez los libros y la noche.
Los
libros mencionados es una clara alusión a la dirección de la Biblioteca
Nacional de Argentina cuya dirección otorgaron al fabulista argentino a los
cincuenta años. Su memoria le permitió dejar en claro qué era y dónde acababa
su ser y su conciencia. Asimismo, su ceguera no fue impedimento para que el
humor y la elegancia hicieran presencia en su vida.
El caso de Borges quizá sea el más
representativo de la no-escritura del cuerpo, pero no por esto es menos lúcida,
menos apasionante o menos completa. Podemos ver, tal como señalaba Sartre en su
teoría de la conciencia que crea y siente la imagen a la vez, que la voz
poética es ese cuerpo y esa voz que recorre la sombra:
De
hambre y de sed (narra una historia griega)
muere
un rey entre fuentes y jardines;
yo
fatigo sin rumbo los confines
de
esa alta y honda biblioteca ciega.
La
palabra, una vez más, nos exhibe su poder evocativo (“invocativo”, diría Pura
López Colomé) para dejarnos esa sensación de “fatigar sin rumbo los confines”,
a la manera de que una imaginación entra en estado de combustión. Borges no
sólo era esta suerte de negación constante del cuerpo, sino también su más
claro escrutador: ciego, tartamudo, muy breve de estatura (hace algunos años se
llevó a cabo una exhibición en la Ciudad de México de sus efectos personales
por la cual podemos decir que escasamente mediría más de 1.50 m) y era casi célibe.
No obstante, la forma en que contenía el cuerpo en su propio ser es equiparable
a un aforismo de alguien que vivía de su faena física, el torero Juan Belmonte,
frente a unos jóvenes maletillas, sentenció la frase: “Torea como si no
tuvieras cuerpo”. Podemos parafrasear y decir, Borges escribía como si sólo
tuviera cuerpo, porque en su imaginación había unos ojos débiles que leían y
unas piernas enclenques que fatigaban la biblioteca de Babel.
Al
errar por las lentas galerías
suelo
sentir con vago horror sagrado
que
soy el otro, el muerto, que habrá dado
los
mismos pasos en los mismos días.
Y
es el momento en que intercala la figura de otro poeta que recorre desde la
ceguera los confines de una biblioteca; ya no se trata de Borges, sino de Paul
Groussac, el excepcional prosista francés, con quien Jorge Luis comparaba a
Reyes. De tal manera que, en el transcurso –como un tren que va sobre un puente
a toda velocidad– la mente de Jorge Luis Borges se ha transformado en Paul
Groussac, que es el otro, no uno mismo, pero sobre todo: no el mismo. En ese
traslado, Borges rinde un homenaje a un acto de malabarismo.
Groussac
o Borges, miro este querido
mundo
que se deforma y que se apaga
en
una pálida ceniza vaga
que
se parece al sueño y al olvido.
Entonces,
Borges no sólo rehúye el encuentro con sí mismo, sino que abdica del yo, del
cuerpo y de cualquier tipo de sujeción para ir hacia su maestro de antaño. En
una de las primeras páginas de L’espace
littéraire, Maurice Blanchot hablaba de que el ego del escritor debe “être congé” (ser despedido) para
encontrarse al escribir con lo que no es él mismo. Borges se despide a sí mismo
para dejar de ser él y devenir Groussac:
¿Cuál
de los dos escribe este poema
de un yo plural y de una sola sombra?
¿Qué
importa la palabra que me nombra
si
es indiviso y uno el anatema?
Nos
dice en una estrofa previa, dejando claro que uno se encuentra, al final y al
cabo, con los demás hombres en una suerte de lago Estigia. “¿Qué importa la
palabra que me nombra?”, (Borges-Groussac) “si es indiviso” (‘universal’) y uno
(‘igual’) el anatema (la ceguera). Esta es la forma en que el poema niega el
cuerpo y la sujeción a ese mismo, pues descascara otro espacio, el imaginativo
donde uno se desplaza y vuelve a ver aun siendo ciego. Durante muchos años
Borges, de forma por demás auténtica, citaba humorísticamente a John Milton,
otro gran poeta ciego, quien dijo en su momento: “Al fin de todo, qué importa
no ver la superficie coloreada de las cosas”.
* Este ensayo apareció en la revista “Parteaguas” del Instituto de Cultura de Aguascalientes.
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