Posteriormente
a la publicación de su reunión de relatos, Sombras
detrás de la ventana (ERA, 2009), Eduardo Antonio Parra publicó Desterrados (ERA, 2013), el cual está
compuesto por quince narraciones de distinta forma estructural: el monólogo
interior, la introspección, el superposicionamiento de espacios, los narradores
testigo y el omnisciente. En este libro el autor retoma su estética tremendista
donde aparecen personajes conspicuos, ambientes grotescos y la violencia que ha
tratado con anterioridad. A pesar de que los cuentos sean disímiles, se percibe
reiteraciones en el estilo: el aroma de las mujeres enciende a los hombres, el
sonido de los tacones regresa constantemente, las felaciones o las mujeres que
se pierden por semanas para buscar sexo. También están los personajes anodinos
que no se enteran de su situación real o aquellos que subliman el cruce de la
frontera; a manera de un Benjy de Faulkner, estos seres actúan sin saber en qué
modo viven; porque no pueden o porque no quieren es algo que el narrador no nos
dice. En ese sentido, llama la atención la falta de pasos certeros en este libro,
ya que a medida de que la lectura avanza se van abriendo expectativas, posibles
desenlaces, propuestas que se sugieren, pero que no llegan a concretarse, como
si el narrador estuviera encaprichado en que nos debe impactar a toda costa aunque
se carezca de coherencia.
En un ensayo, “Provocación, seducción y violencia”[1],
Parra afirma que estos tres elementos son fundamentales en la literatura y que son lo que la mantiene vigente, sin embargo, los interpreta como
condiciones sine qua non cuando sólo
son características; por ende, negándose a sí mismo el cuestionamiento de su
tesis, sus relatos están sumergidos en un ambiente forzado y que roza la
demasía. Si vemos “Mal día para un velorio” nos percatamos que la aventura
entre Marcos y su suegra, Ofelia, intenta alarmarnos desde el puro
planteamiento, además agrega que la esposa, Lorena, recién murió de un infarto
fulminante. Oímos una Ofelia que atiza a Marcos con frases como: “¿Quieres otra
mamadita? ¿Te queda un poco de leche todavía, mhijo?”, lo cual, realmente, no
escandaliza ni excita al lector; la analogía entre la leche y el semen es ya
tan cotidiana que decirlo suena ramplón. Durante los lances eróticos, Ofelia se
ufana de proporcionar a su yerno lo que la hija no le da: sexo anal, pero no se
sabe si es una vendetta o una
cuestión de orgullo senil que sugiera: Estoy
vieja pero cojo mejor que mi hija, ni tampoco nos dejar ver un tratamiento
dramático. Ofelia no siente culpa ni se inmuta ante la muerte de la hija:
demasiado mala para ser verosímil.
Por lo demás, la lectura nos persuade de que al ser una literatura cuya
consigna debe refrendar su provocación o su violencia el tratamiento es
tedioso. El ambiente recalca fatigosamente en que si las cosas están mal pueden
describirse pésimas, vemos en “El despertar de la calle”: “Afuera siguieron
pegándose y jaloneándose. Y todo terminó cuando ella le estrelló al viejo una y
otra vez la botella en la cabeza hasta que se reventó y brincaron vidrios por
todas partes. Cayó en el lodo”, es decir, no sólo se trata de un espectáculo
lamentable de un santaclós y una suripanta liándose a golpes, sino que cuando
cae hay lodo, fango, inmundicia. ¿Es como si reviviéramos La Taberna de Zola pero con más crudeza? No, más bien lo mismo,
sólo que sin el andamiaje que constituía la teoría naturalista. “La costurera”
muestra un fenómeno más atractivo, la metamorfosis de los personajes, además
exhibe un aspecto interesante que surge de contrastar a la entrañable María
José (fea pero trabajadora) con su medio. No se trata de moralina pero este cuento
es el más logrado porque muestra que la miseria hiede peor cuando tiene un
contrapunto que lo dimensione–.
[1] Eduardo Antonio Parra, “Provocación, seducción y
violencia”, en La novela según los
novelistas, coord. Cristina Rivera Garza, varios autores, México: CNCA-FCE,
col. Biblioteca Mexicana, pp. 33-46.
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