A partir de
la premisa de que la imaginación, la creación y la fantasía son los asideros de
la libertad, José de la Colina (Santander, 1934) escribió De libertades fantasmas o de la literatura como juego (FCE, 2013).
Libro sobre libros, este tomo contiene un puñado de exégesis, ejercicios de
estilo y prolongaciones literarias, donde se dan cita escritores, Gómez de la
Serna, Cervantes, Borges; personajes de ficción, Sheherezada, “Don Juan, es
decir Drácula”; y libros imaginarios. Con una memoria, no fotográfica, sino
cinematográfica, que recrea escenas, ejecuta ideas, despliega metáforas o
episodios ralentizados, el autor imparte una cátedra de literatura con pleno
conocimiento de causa. Llena de recurrencias, referencias internas, a la manera
de un libro de Chesterton o de Michel Tournier, esta obra goza de una
intensidad que influye en el lector la sensación de entrar en un castillo de
memoria y palabras.
Como miembro de la generación de Medio siglo, De la Colina hizo sus
primeras correrías con Salvador Elizondo, lo mismo que con Carlos Fuentes y
Juan García Ponce, sin embargo, él se destaca por algo que Borges le adjudicaba
al ya citado Chesterton: en De la Colina “no hay una página que no contenga una
felicidad”. Además de ser un cuentista excepcional, prueba de ello son sus Traer a cuento (1959-2003) (FCE, 2004) y
Portarrelatos (Ficticia, 2007), Pepe
se distingue de sus contemporáneos por una prosa llena de sonoridades, plagada
de ritmos, colmada de penetración imaginativa y oído de estenógrafo para los
diálogos, lo que le provee de una capacidad para la descripción y un manejo del
suspense que salta a la vista en esta
obra. Pero no se trata de alguien que persiga la floritura per se, al contrario, esta prosa estaría más cerca de un escanciar
de frases con naturalidad que de un do de pecho. Normalmente se dice que la
buena prosa “es aquella que se parece al coloquio”, no podemos más que disentir
de esta idea: la prosa de los estilistas es contundente porque deliberadamente
no es charla. La prosa que no es otra cosa que una danza del lenguaje: no un
despliegue ocioso, sino el arte que al ir avanzando va buscando su propia
forma, la mayor versión de sí misma. “Una página viva” de don Pepe como emblema:
Una tarde de Madrid y de marzo, en 1980, en el lado norte de la plaza de
las Cibeles, apoyados de espalda contra la verja del Ministerio del Ejército,
Pedro Miret y yo estuvimos no sé cuánto tiempo mirando silenciosamente hacia el
roqueño Palacio de Correos (tan feo e irónicamente tan hermoso como su
correspondiente en la Ciudad de México), dejando sólo que el tiempo
transcurriera y midiéndolo con el cada vez menos lento trepar de la sombra por
aquella fachada y el suave escurrirse hacia arriba de una luz dorada que
finalmente acabó de lamer la cima del edificio bañándolo en la sombra gris y
friolenta en la que nosotros, como toda la vida que bullía en el lugar, ya estábamos
sumergidos.
Con lo cual
podemos mostrar a qué nos referimos al describirlo como un estilista. Dentro de
este grupo, que se compone de autores como Cervantes, Azorín, Galdós, Reyes y
Del Paso, De la Colina es uno de los más avezados y modernos. Siempre crítico
con el ambiente y con él mismo el humor cabalga a su lado:
Recuerdo que cuando, asistiendo en la adolescencia y en una arrabalera
sala de cine (¿fue el Parisiana, o el Rialto, o el Cairo?) a un insólito
programa doble: Las aventuras de Robin
Hood y Hamlet, me hallé
desprevenidamente conociendo la tragedia del príncipe danés filmada por
Lawrence Olivier y actuada por él mismo con cierta letargia de zombi a tono con
el protagonista, el cual para mi gusto se veía demasiado inactivo después del
saltarín y sonriente Robin Hood-Erroll Flynn (aunque, a decir verdad, en el
duelo final, el súbitamente hiperactivo Olivier-Hamlet, saltando espada en mano
desde una alta terraza hasta el piso del salón palaciego, lograba un performance de atleta circense muy
propia de Flynn y aun de Douglas Fairbanks senior
en cualquier maravillosa “película de espadazos”), me inquietó el hecho de que
no se dijera el título ni el autor del libro (cosa que bastaría a infamar hasta
al más humilde de los reseñistas literarios), y sin que el fotógrafo nos
ofreciese un primer plano del volumen. ¿Qué libro era?
Por otro lado,
como muchos lectores de fervor borgesiano, debo decir que he leído las
innúmeras referencias a Las mil y una
noches que ha hecho el rioplatense, su cuento “El sur”, donde el
protagonista compra un anhelado ejemplar de esta obra en traducción de E. Lane;
el ensayo “Los traductores de 1001 Noches”
y otras alusiones en su obra poética, sin embargo, debo confesar que nunca me
había sentido realmente convidado a leer esta obra sino hasta que hinqué los
ojos en “El arte de Sheherezada” incluido en De libertades fantasmas… Después de su lectura, no sólo encuentro
imprescindible la cita, sino que puedo decir que la vislumbro muy diferente a
lo que creía que era, pues la imaginación delacoliniana la ha cubierto con un
terciopelo imaginativo que la vuelve crucial. Ya sea porque coloca a su
artífice, Sheherezada, como la madre de los narradores, o porque convierte al
arte de narrar en un asunto de vida o muerte. No debemos olvidar que Pepe ya
nos había dicho en su Traer a cuento que
él hacía esta frase su lema: “‘Todo esto nos conduce al suspense que algunos
[…] consideran una forma inferior de espectáculo, cuando es el espectáculo en
sí mismo’, dice Truffaut en el libro Le
cinéma selon Hitchcock. La observación le parece a qss válida tanto para el cine de Hitchcock como para el método de
Sheherezada y para una gran cantidad de narraciones (en este libro hay algunas
de esa especie) en las cuales la expectativa no es sólo un recurso del cuento,
sino el cuento mismo”. Podemos decir que De la Colina ha sheherezado la buena
literatura en estas páginas.
A manera de colofón, hay que señalar
que De la Colina entrega con este tomo un libro que sugiere al género clásico
llamado “crestomatía”, éste, un tanto en desuso en México, pero vigente en
países de fuerte tradición como la francesa, es un espacio donde se incluye una
serie de temas, fragmentos, ejercicios de escritura o citas literarias que,
acompañados de una exposición o disertación esclarecedoras, se presenta a los
pupilos para ilustrarlos. Lo excepcional de esta crestomatía es que está dotada
de una serie de yuxtaposiciones de cine, de poesía, de literaturas moderna y
clásica, así como de episodios de la “vida anecdótica”. La idea de que la crestomatía regrese a
nuestras librerías es una apuesta del escritor (por lo inusitado) y al mismo
tiempo un reto al lector para que avive sus curiosidades, literaria, histórica
e intelectual, por petulante que rechine el término, aunque no sea otra cosa
que invitarlo a usar su imaginación.
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