"Máquina de escribir" de Héctor Iván González, Coordinador de “La Escritura poliédrica. Ensayos sobre Daniel Sada”, Becario del Fonca en el Género de Novela. Esta es su publicación de crítica, creación y reseñas.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

El naufragio de la celeridad


El poeta debe tener una relación casi carnal con las palabras.
José Ángel Valente.

Dentro de los numerosos problemas que surgen en el contacto entre la escritura y la industria editorial podemos pensar en dos que actualmente me parece son ineludibles. El primero tiene que ver con la reproductibilidad de los textos y el creciente acercamiento de la mercadotecnia hacia ésta. A diferencia de las demás artes, a la literatura se le ha colocado en un espacio donde todos se sienten capacitados en grado profesional para opinar al respecto: desde el director editorial hasta el mensajero que acaba de entregar el paquete en la librería todos tendrán un punto de vista respecto al libro, como si se tratara de un producto más, una estufa o un reloj cucú. Si esto es así en la superficie lo es más en la intimidad de la editorial. Será el asesor el que fije el público (o target) del libro, posteriormente, el diseñador –con base en el dictamen que le entreguen, pues se trata de un libro que no leyó– se encargará de revestir el libro con una portada que atrape la mirada del lector, que le haga sentir que, al comprar ese objeto, se estará llevando un fragmento del trayecto cultural al que aspira pertenecer, o que, por otro lado, lo introduzca en el ambiente y contexto de la historia. Estas dos posturas son, no sólo diferentes, sino radicalmente opuestas, pues una busca vender y la otra contagiar. Pero, lo que más me interesa subrayar aquí es que en esta dinámica el autor es el último en ser tomado en cuenta a la hora de presentar un constructo lingüístico que lo compromete de pies a cabeza.
Hay casos en que la editorial mantiene en sus políticas la tónica de sugerir otro título o cambios en la historia, desde luego cuando digo ‘sugerir’ estoy usando un eufemismo para la imposición que sufre el autor que, ante la inminente cercanía de la salida del libro, hace de tripas corazón y acepta el título o los cambios que se le imponen. (Sólo he sabido de un único caso de un autor que se llevó su novela a otra editorial, quien, desde luego no estaba buscando publicar su primer libro; es por descontado decir que ya tenía algunas horas de vuelo.) De tal suerte que el autor recoge una lista de “sugerencias” de gente que no estuvo involucrada en el proyecto y que, incluso, las confunde. No hace poco, un amigo fue a firmar el contrato de su libro, que acababa de ser aprobado, y fue sorprendido con la felicitación de la directora por su “novela histórica”, cosa que provocó la consternación del joven escritor, y antes de que contestara, el editor atajó el dislate con la frase: “No, la novela de este joven va de la historia intimista”.
Y no es que me quiera colocar en la posición del perdonavidas a quien nada le gusta, sino que noto que la industria y la gente que la compone anda en otra cosa, acelerada porque tiene una comida, un coctel, una presentación o una feria del libro, lo cual provoca que los autores y sus obras les representen una pérdida de tiempo en la agenda general. Desconozco cuál sea el origen y cuál el síntoma, pero quizá por eso las ferias del libro muchas veces parecieran transparentar una frivolidad patente que no sé si es propiciada por estas mismas o porque ya está en el corazón de la industria. Frivolidad a la que muchos autores y lectores rehúyen con conocimiento de causa.

El segundo caso es aquél de la edición de cualquier texto que puede ir desde una reseña, una novela o unos versos. Me refiero al momento en que las revistas o las editoriales consideran que el autor es algo parecido a una mina que a lo más que llega es a ser una veta de diamantes en bruto a los que hay que pulir porque de lo contrario no existirá un bonito anillo que vender en la 5ª. Avenida editorial de Miguel Ángel de Quevedo, en la Ciudad de México.

Digamos que el autor acaba de superar los dos escollos más inmediatos cuando presenta su libro a la editorial: el falso dictamen, que se contesta con un machote, y la verdadera dictaminación que puede ser aprobatoria. Pensemos que este ha sido el caso y el texto se publicará, a lo cual prosigue el “proceso de corrección”. Es entonces que la industria editorial y sus componentes, desde los más poderosos hasta el equipo de jóvenes que realizan una revista marginal, hacen acto de presencia. Me detendré aquí porque es este “equipo” el que se arroga el derecho de meter cuchillo en el original por encima de la voluntad del propio autor. Es decir, son ellos quienes tendrán la última palabra sobre su propio texto; al respecto recuerdo al poeta Tomás Segovia cuando contestó a un corrector que el diccionario de la RAE era redactado por escritores igual de capaces que él mismo y no por la divinidad, por lo cual podrían equivocarse al emitir algún argumento. Es decir, una persona, a quien se le adjudica el poder de corregir lo que ha hecho el autor, con base en su lectura –espontánea o inmediata– partiendo del supuesto de que es más capaz que el propio autor hará un trabajo de enmendar una plana que aún no sabe qué objetivo tiene, si hay un guiño, una alteración de la sintaxis, una incorrección deliberada o un detalle que corresponde al ritmo. La mayor parte de las veces, lo correctores tienen oído de artillero. La modificación del material puede ser desde un pequeño cambio que vuelva ingenua una frase más bien audaz, tanto como la “destrucción del aura”, aquello que Walter Benjamin definía como: la pérdida de ese “entretejido muy especial de espacio y tiempo: [el] aparecimiento de una lejanía”. Después será el editor el que muestre los cambios al autor, quien debe aceptarlos para no poner en riesgo el contrato con la editorial.
Puedo decir que, no sólo es dudosa la autoridad del corrector, de los editores e incluso de gran parte de los sujetos que se relacionan con la cuestión editorial. Parece que en esta época de conglomerados editoriales el prestigio del editor se ha desvanecido, con sus honrosas excepciones, desde luego. Puedo decir, con cierto humor, que desde mi primer texto publicado las “correcciones” que se ha infligido a mis textos sólo demuestran, no ignorancia, sino apresuramiento por parte de estos. Recuerdo la descripción que trataba de realizar de la mañana en que el capitán Alfred Dreyfus fue expuesto a la mayor de las deshonras marciales: el despojo de todos los botones de su uniforme y el quebrantamiento de su sable. Mi línea decía: “El sonido del sable al ser quebrado quedó en la mente de Dreyfus durante todo el día”, pero al corrector se le hizo más solemne decir que el sable se “blandió”. Admito que tenía miga su asistencia, pero la rechazo, no sólo porque no dice lo que a mí me interesaba describir, sino porque dice algo que no pasó, pues sucedió todo lo opuesto. Esa mañana no se blandió ningún sable, ya que –supuestamente– Dreyfus había cometido traición a la patria. La ceremonia era de deshonra, aunque el corrector no lo viera así.

Pero regreso a la primera idea de la celeridad o descuido al momento de leer. Recientemente expuse el inicio de una novela en un taller de escritura. La primera frase sería una pregunta: “¿Que, en contra de ser hijo de un empresario, Armando quería ser obrero?”. Es un caso hipotético que rescata el problema que se suscitó, pues al leer la frase, los jóvenes escritores fueron incapaces, ni siquiera de interpretar, de leer la frase. Es decir, el ‘Que’ no podía ser interpretado sino era de forma interrogativa, y no como un pronombre relativo que introducía una idea que se ha expresado anteriormente. De tal suerte que todos me sugerían, con dedo flamígero, agregar una tilde al pronombre para volverlo un “¿Qué, en contra de que su papá era empresario, Armando…”, lo cual no tenía nada que ver con la idea que yo quería expresar. A mis colegas les resultó una hazaña interpretar una frase de discurso referido o indirecto, tal como se transmite un rumor, una insidia o un chisme: “¿Que fulanito anda con sutanito?”. Obviamente, este evento desmoralizador no fue inútil, pues me persuadió de que si un número de escritores no había captado la intención, menos lo haría el lector desconocido.
En suma, lo que me interesa poner en la mesa son las siguientes preguntas, ¿no se está aligerando el concepto que tenemos de la literatura? ¿No se está yendo demasiado rápido al pasar de la escuela de párvulos a la escritura o la edición? Si reparamos en el pasado, ¿no nos causa escozor ver la diferencia que hay entre nuestra formación y la que recibieron generaciones de escritores como la de Contemporáneos o la del 27, en España? ¿Podemos sentirnos autores de una lengua que tratamos con absoluto descuido y con la cual hay escritores que cometen el gazapo de escribir frases como “Habemos (sic) los que pensamos”? Creo que éstas son anomalías que hay que revisar antes de que cualquier corrector se aliste a acribillar otro texto.
Finalmente, no es mi deseo dejar aquí esto como el diletante que se limita a demeritar el trabajo ajeno, por esto: propongo que el proceso editorial que se estila en México tome la lección de otros países donde, por ejemplo, hay una escisión entre el editor y el “publisher”, el que trabaja el texto con el autor y otro que lo presenta en un contexto más amplio. Que el autor sea tomado en cuenta para consultar la más mínima alteración a su original como lo es para ser llevado a una cabina de radio o un foro televisivo. A fin de cuentas, lo que cuestiono no es la forma de trabajo de las editoriales, sino su proclividad a la arrogancia o al argumentum ad verecundiam, (o argumento de autoridad: el famoso “porque el maestro lo dijo”) que hace del corrector un mandamás tras bambalinas y al autor, un simple asistente.
 Ensayo leído en el IX Encuentro de Ensayistas de Tierra Adentro en la mesa con el título “La literatura mexicana y la Industria”.


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