El poeta debe tener una relación casi carnal con las palabras.
José Ángel Valente.
Dentro de los
numerosos problemas que surgen en el contacto entre la escritura y la industria
editorial podemos pensar en dos que actualmente me parece son ineludibles. El
primero tiene que ver con la reproductibilidad de los textos y el creciente
acercamiento de la mercadotecnia hacia ésta. A diferencia de las demás artes, a
la literatura se le ha colocado en un espacio donde todos se sienten
capacitados en grado profesional para opinar al respecto: desde el director
editorial hasta el mensajero que acaba de entregar el paquete en la librería
todos tendrán un punto de vista respecto al libro, como si se tratara de un
producto más, una estufa o un reloj cucú. Si esto es así en la superficie lo es
más en la intimidad de la editorial. Será el asesor el que fije el público (o target) del libro, posteriormente, el
diseñador –con base en el dictamen que le entreguen, pues se trata de un libro
que no leyó– se encargará de revestir el libro con una portada que atrape la
mirada del lector, que le haga sentir que, al comprar ese objeto, se estará
llevando un fragmento del trayecto cultural al que aspira pertenecer, o que,
por otro lado, lo introduzca en el ambiente y contexto de la historia. Estas
dos posturas son, no sólo diferentes, sino radicalmente opuestas, pues una
busca vender y la otra contagiar. Pero, lo que más me interesa subrayar aquí es
que en esta dinámica el autor es el último en ser tomado en cuenta a la hora de
presentar un constructo lingüístico que lo compromete de pies a cabeza.
Hay casos en que la editorial mantiene en sus políticas la tónica de
sugerir otro título o cambios en la historia, desde luego cuando digo ‘sugerir’
estoy usando un eufemismo para la imposición que sufre el autor que, ante la
inminente cercanía de la salida del libro, hace de tripas corazón y acepta el
título o los cambios que se le imponen. (Sólo he sabido de un único caso de un
autor que se llevó su novela a otra editorial, quien, desde luego no estaba
buscando publicar su primer libro; es por descontado decir que ya tenía algunas
horas de vuelo.) De tal suerte que el autor recoge una lista de “sugerencias”
de gente que no estuvo involucrada en el proyecto y que, incluso, las confunde.
No hace poco, un amigo fue a firmar el contrato de su libro, que acababa de ser
aprobado, y fue sorprendido con la felicitación de la directora por su “novela
histórica”, cosa que provocó la consternación del joven escritor, y antes de
que contestara, el editor atajó el dislate con la frase: “No, la novela de este
joven va de la historia intimista”.
Y no es que me quiera colocar en la posición del perdonavidas a quien nada le gusta, sino que noto que la industria
y la gente que la compone anda en otra cosa, acelerada porque tiene una comida,
un coctel, una presentación o una feria del libro, lo cual provoca que los
autores y sus obras les representen una pérdida de tiempo en la agenda general.
Desconozco cuál sea el origen y cuál el síntoma, pero quizá por eso las ferias
del libro muchas veces parecieran transparentar una frivolidad patente que no
sé si es propiciada por estas mismas o porque ya está en el corazón de la
industria. Frivolidad a la que muchos autores y lectores rehúyen con
conocimiento de causa.
El segundo
caso es aquél de la edición de cualquier texto que puede ir desde una reseña, una
novela o unos versos. Me refiero al momento en que las revistas o las
editoriales consideran que el autor es algo parecido a una mina que a lo más
que llega es a ser una veta de diamantes en bruto a los que hay que pulir
porque de lo contrario no existirá un bonito anillo que vender en la 5ª.
Avenida editorial de Miguel Ángel de Quevedo, en la Ciudad de México.
Digamos que
el autor acaba de superar los dos escollos más inmediatos cuando presenta su
libro a la editorial: el falso dictamen, que se contesta con un machote, y la
verdadera dictaminación que puede ser aprobatoria. Pensemos que este ha sido el
caso y el texto se publicará, a lo cual prosigue el “proceso de corrección”. Es
entonces que la industria editorial y sus componentes, desde los más poderosos
hasta el equipo de jóvenes que realizan una revista marginal, hacen acto de
presencia. Me detendré aquí porque es este “equipo” el que se arroga el derecho
de meter cuchillo en el original por encima de la voluntad del propio autor. Es
decir, son ellos quienes tendrán la última palabra sobre su propio texto; al
respecto recuerdo al poeta Tomás Segovia cuando contestó a un corrector que el
diccionario de la RAE era redactado por escritores igual de capaces que él mismo
y no por la divinidad, por lo cual podrían equivocarse al emitir algún
argumento. Es decir, una persona, a quien se le adjudica el poder de corregir
lo que ha hecho el autor, con base en su lectura –espontánea o inmediata–
partiendo del supuesto de que es más capaz que el propio autor hará un trabajo
de enmendar una plana que aún no sabe qué objetivo tiene, si hay un guiño, una
alteración de la sintaxis, una incorrección deliberada o un detalle que
corresponde al ritmo. La mayor parte de las veces, lo correctores tienen oído
de artillero. La modificación del material puede ser desde un pequeño cambio
que vuelva ingenua una frase más bien audaz, tanto como la “destrucción del
aura”, aquello que Walter Benjamin definía como: la pérdida de ese “entretejido
muy especial de espacio y tiempo: [el] aparecimiento de una lejanía”. Después
será el editor el que muestre los cambios al autor, quien debe aceptarlos para no
poner en riesgo el contrato con la editorial.
Puedo decir
que, no sólo es dudosa la autoridad del corrector, de los editores e incluso de
gran parte de los sujetos que se relacionan con la cuestión editorial. Parece
que en esta época de conglomerados editoriales el prestigio del editor se ha
desvanecido, con sus honrosas excepciones, desde luego. Puedo decir, con cierto
humor, que desde mi primer texto publicado las “correcciones” que se ha
infligido a mis textos sólo demuestran, no ignorancia, sino apresuramiento por
parte de estos. Recuerdo la descripción que trataba de realizar de la mañana en
que el capitán Alfred Dreyfus fue expuesto a la mayor de las deshonras
marciales: el despojo de todos los botones de su uniforme y el quebrantamiento
de su sable. Mi línea decía: “El sonido del sable al ser quebrado quedó en la
mente de Dreyfus durante todo el día”, pero al corrector se le hizo más solemne
decir que el sable se “blandió”. Admito que tenía miga su asistencia, pero la
rechazo, no sólo porque no dice lo que a mí me interesaba describir, sino
porque dice algo que no pasó, pues sucedió todo lo opuesto. Esa mañana no se
blandió ningún sable, ya que –supuestamente– Dreyfus había cometido traición a
la patria. La ceremonia era de deshonra, aunque el corrector no lo viera así.
Pero regreso
a la primera idea de la celeridad o descuido al momento de leer. Recientemente
expuse el inicio de una novela en un taller de escritura. La primera frase
sería una pregunta: “¿Que, en contra de ser hijo de un empresario, Armando
quería ser obrero?”. Es un caso hipotético que rescata el problema que se
suscitó, pues al leer la frase, los jóvenes escritores fueron incapaces, ni
siquiera de interpretar, de leer la
frase. Es decir, el ‘Que’ no podía ser interpretado sino era de forma
interrogativa, y no como un pronombre relativo que introducía una idea que se
ha expresado anteriormente. De tal suerte que todos me sugerían, con dedo
flamígero, agregar una tilde al pronombre para volverlo un “¿Qué, en contra de
que su papá era empresario, Armando…”, lo cual no tenía nada que ver con la
idea que yo quería expresar. A mis colegas les resultó una hazaña interpretar
una frase de discurso referido o indirecto, tal como se transmite un rumor, una
insidia o un chisme: “¿Que fulanito
anda con sutanito?”. Obviamente, este evento desmoralizador no fue inútil, pues
me persuadió de que si un número de escritores no había captado la intención,
menos lo haría el lector desconocido.
En suma, lo que me interesa poner en la mesa son las siguientes
preguntas, ¿no se está aligerando el concepto que tenemos de la literatura? ¿No
se está yendo demasiado rápido al pasar de la escuela de párvulos a la
escritura o la edición? Si reparamos en el pasado, ¿no nos causa escozor ver la
diferencia que hay entre nuestra formación y la que recibieron generaciones de
escritores como la de Contemporáneos o la del 27, en España? ¿Podemos sentirnos
autores de una lengua que tratamos con absoluto descuido y con la cual hay
escritores que cometen el gazapo de escribir frases como “Habemos (sic) los que pensamos”? Creo que éstas son anomalías que
hay que revisar antes de que cualquier corrector se aliste a acribillar otro
texto.
Finalmente, no es mi deseo dejar aquí esto como el diletante que se
limita a demeritar el trabajo ajeno, por esto: propongo que el proceso
editorial que se estila en México tome la lección de otros países donde, por
ejemplo, hay una escisión entre el editor y el “publisher”, el que trabaja el
texto con el autor y otro que lo presenta en un contexto más amplio. Que el
autor sea tomado en cuenta para consultar la más mínima alteración a su
original como lo es para ser llevado a una cabina de radio o un foro
televisivo. A fin de cuentas, lo que cuestiono no es la forma de trabajo de las
editoriales, sino su proclividad a la arrogancia o al argumentum ad verecundiam, (o
argumento de autoridad: el famoso “porque el maestro lo dijo”) que hace del
corrector un mandamás tras bambalinas y al autor, un simple asistente.
Ensayo leído en el IX Encuentro de Ensayistas de Tierra Adentro en la mesa con el título “La literatura mexicana y la Industria”.
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