Escrita a la manera de un montaje cinematográfico o un rompecabezas, La Comparsa (1969) de Sergio Galindo
(1926-1993) es un intento por narrar el ambiente en torno al carnaval de Xalapa
en 1959. Habitada por decenas de personajes con múltiples situaciones, la obra
pretendía ponerse al día con la narrativa de vanguardia. Emulando obras como Manhattan Transfer de John Dos Passos, Le Sursis de Jean-Paul Sartre o La vie mode d’emploi de Georges Perec, Galindo se proponía
narrar varias historias que sucedieran simultáneamente. A veces con una escena,
un diálogo o con una sola frase, la novela se va conformando ante nuestros
ojos.
Las primeras páginas dan la impresión de que la historia
mantendrá la tensión, el alcohol y sus efectos estarán presentes, un accidente
comprometedor acaba de suceder. Desde la disposición textual, el lector siente
que algo pasará, se crean expectativas de que el carnaval será algo inusitado; sin
embargo, su inicio promete lo que la obra no cumple. En un momento dado,
describe la embriaguez: “Limpio, muy azul el cielo la envolvía, casi
artificialmente, casi un juguete toda ella. Se quedó parado allí, en la esquina
principal, meciéndose. Frente a él el Banco Nacional de México sufría un
temblor oscilatorio.” Lo cual nos recuerda a Malcolm Lowry y su embriagador
efecto narrativo: “Pero, repentinamente, la calle Nicaragua se alzó para
encontrarlo. El cónsul yacía boca abajo en la calle desierta”. Sin embargo,
esto no se trata de una prosopopeya, es algo diferente, es el ebrio que, desde
la experimentación de los efluvios etílicos, extiende y proyecta sus
sensaciones al entorno. La conciencia alterada trabaja y registra un porcentaje
distorsionado de lo que sucede, percibe los fenómenos pero no los sabe
transmitir o canalizar. Desafortunadamente, Galindo no continúa con el proyecto
y vuelve la obra una romería que no llega a nada.
De la misma manera que sucede con varios autores de la
generación de Medio Siglo, para Galindo es importante subrayar el contraste
entre los diferentes sectores de la sociedad, los creyentes fervorosos y la
gente que empieza a secularizarse en Xalapa, la alta sociedad y sus hipocresías
y la juventud desmelenada; en función de esto, se dedica a mostrar las
discrepancias, la manera en que unos se aferran a sus prejuicios religiosos y
cómo los otros se van modernizando deshaciéndose de atavismos: Clementina y
Borrito, la beata y el homosexual son muestra de ello. Sin embargo, no cala
profundamente, Galindo es tan correcto que hasta su pecado es casto.
Por otro lado, es un tanto cuanto exasperante la frivolidad
de sus personajes: cursis, elementales, pero sobre todo, carentes de todo
trasfondo. El narrador no les tiene piedad, y ¿qué sentido tiene seguir
personajes que no son entrañables ni para el propio autor? Como en una película
de Angélica María y César Costa, al final de la novela sólo aparece una
caravana de bobos hablando y riendo de cualquier cosa; pero no unos bobos
divertidos… porque para eso hay que ingeniárselas. Obvio: que los personajes
sean sosos no es lo que molesta, sino que el narrador no sea hábil. Desde
Flaubert hablar de gente simple es algo más que poner diálogos sin sentido; no
en vano alguna vez escribió Onetti: “Qué fuerza de realidad tienen los
pensamientos de la gente que piensa poco y, sobre todo, que no divaga. A veces
dicen ‘Buenos días’ pero de forma tan inteligente”.
Dentro de estos descuidos, está el urdir de la trama. Al
empezar a dejar incógnitas, datos ocultos que el lector se dará la tarea de
intuir, dilucidar o, por lo menos, sospechar, Galindo crea expectativas. Sin
embargo, los dos o tres enigmas que plantea a lo largo de la historia son
descubiertos a las primeras de cambio, sin ninguna sutileza o tratamiento. Tal
cual, repentinamente, las intrigas son resueltas de la peor manera: la más
fácil. El colmo de la falta de astucia literaria aparece cuando uno de los
personajes, Alicia, cree que su novio pasó la noche con una chica recién
llegada del df, lo cual hubiera
sido interesante para la trama, pero Galindo hace que otro personaje la saque
de dudas sin motivo alguno: “–Nadie me dijo nada, lo supongo solamente. Y si lo
dije fue para que Alicia no se suelte a llorar, ¡no me gustan las viejas
lloronas!…”
A diferencia de La
Comparsa, donde Galindo narraba una cantidad ingente de personajes y
situaciones, Declive (1989) se limita
a tratar una sola historia. A pesar de que entran y salen personajes, la trama
se contiene con dos fronteras dramáticas: la situación alcohólica que se agrava
del personaje y su vida cotidiana donde hay pequeños síntomas de esta
degeneración. Aumentada por una dipsomanía que se apuntala en una personalidad
irresponsable, la crisis se sospecha desde las primeras páginas. Los síndromes,
lagunas mentales y desvaríos frente a los amigos se vuelven un factor que
provoca inquietud. Evidentemente, con esta focalización la historia sale
ganando. A pesar de que es muy lenta, Declive
mejora hasta el final, al contrario de La
Comparsa. Al desembarazarse de toda la hojarasca de personajes, la historia
evoluciona hacia el interior y no como un simple fuego de artificio.
En Declive la
dipsomanía es el tema central, sólo que lo es en tanto que un mal pernicioso,
sin ser abordada la cuestión en su verdadera complejidad. Igual que Dos Passos,
Lowry, Hemingway, a Galindo le inquieta la bebida y busca representar esta
desazón en la literatura. No obstante, su protagonista, Juan, es puesto en
malas condiciones de buenas a primeras, y nunca se nos muestra en esos estados
que son tan agradables para el bebedor; por lo cual Galindo está más cerca de
un Zola que moraliza al bebedor que de un Lowry que lo atiza para seguir
tomando y buscar un paraíso perdido, esa unidad irrecuperable, que, aunque no
sea verdad, simula ser un acrecentamiento de la conciencia. Debido a una
situación de adolescente, Juan no puede dejar la bebida, así que va dando
tumbos sin poner nunca en riesgo su integridad física, su familia o su
estabilidad económica. Es el copropietario de una agencia de viajes que
administra su hermano; además tiene un sirviente al que se le dedican decenas
de páginas para demostrar cuán feliz puede ser la servidumbre mientras sea
honrada y agradecida con los patrones. Sin embargo, ni la causa de los
problemas, ni sus consecuencias alteran el pulso del lector de a pie; uno sabe
que no va pasar nada. Plagada de detalles innecesarios, con personajes que no
trascienden, Declive quiere ser una
novela inquietante hasta en sus ilustraciones. Y si hablé de la castidad del
narrador, ahora puedo hablar de la del protagonista: Juan abandona a su esposa
durante unas semanas para irse con su exnovia a refugiarse de unos tipos, no
pasa nada entre ellos y finalmente vuelve al hogar puro como la nieve; lo cual
es lamentable en términos narrativos.
A Galindo lo caracteriza una gran ambición como novelista. A
ojos vista, sus proyectos intentan emular a los grandes escritores de la
primera mitad del siglo XX. Dos Passos, Lowry, Faulkner son modelos para él,
trata de seguirlos, incorporarlos a su quehacer, ser uno de ellos. Esto hay que
reconocerlo. Sin embargo no basta la ambición para escribir.
Quizá, al ver su trabajo, uno pueda sacar en claro que no es
suficiente dialogar con la mejor literatura o importar técnicas o recursos si
no hay detrás un trabajo con el idioma. En el caso de Galindo se percibe la
intención por encima de los resultados. Su literatura no es sólida ni siquiera
desde el lenguaje. Su capacidad de narrar hechos logra cierta estabilidad pero
sus metáforas son débiles, ingenuas o desatinadas. Y para un narrador esto no
es pecata minuta, pues como diría Mailer: “La metáfora revela la verdadera
captación de la vida en un escritor. A tal punto que si no tiene metáforas, aún
no ha vivido mucho”. Por último, lo peor de todo, lo que no se le perdona, es
que al hablar del whisky, no haga gritar a nadie: ¡Necesito un trago!
Sergio Galindo, LA COMPARSA.
Prólogo José Luis Martínez Morales, México, Universidad Veracruzana. 2009. Pp.
146.
–, DECLIVE. Prólogo Vicente
Francisco Torres, México, Universidad Veracruzana, 2009. Pp. 226.
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