Seamus Heaney (13-4-1939–30-8-2013)

I

Hoy pasará lo mismo de siempre,

el inveterado proceso

que más que un homenaje

se pareciese al cundir

de los buitres.

Harán un afiche con tu foto,

pondrán tus libros apilados

para surtir a los “viejos lectores”.

Hasta las piedras te citarán

como si ellas fueran parte

de ese camino verde 

que recorriste con tu padre.

Se hará una reseña general.

Habrá unas francamente pésimas.

Todos te querrán cerca.

Sin embargo,

Tu voz estará más allá

del barullo, del vocerío

y de ese mascullar de los merolicos.

Tu voz canora de roble

o ese crepitar del carbón aterciopelado

que olía a todo un pinar

seguirán ululantes

a través de la bruma

que con tus dedos

impregnados de tabaco

hacías tuyos cada vez

un poco más.

II 

Una noche antes de tu partida,

no la vigilia,

sino ese mismo día,

un sacudón de cobijas

brotó en mi cama.

Me interpelaban remordimientos.

Un desasosiego acre, cobrizo,

que no dejaba dormir

ni al cuerpo

ni al alma.

Era como si un alarma,

una sirena de bombardeo

recorriera tras los cerros

o colinas o montañas.

Era como si un mensaje

nos convocara a estar alertas,

pensé, no en ti, sino en tu

amiga y traductora,

en su libro que descansa

en las estanterías de la Novedad.

Si hubiese seguido el llamado

tarde o temprano hubiera

recalado en ti,

pero no lo hice.

Finalmente me dormí,

exhausto de no conciliar el sueño,

con el chasquido en la lengua

de un mensaje que,

a manera de explosión autista,

me avisara de tu partida,

siempre injusta.