Cuando Balzac
escribió que la novela es “la historia privada de las naciones” acuñó de forma
perentoria uno de los motivos por los que este género renace con cada nuevo
estadio de la sociedad. El ejemplo de esto lo representa muy bien Minae
Mizumura con su ambiciosa obra Una novela real (Adriana Hidalgo 2008).
Planteada como una pesquisa del origen de un joven chofer que llega a ser parte
de los hombre más ricos del Japón, la novela sonda a través de la sociedad en
la segunda mitad del siglo XX y nos muestra la transición de la crisis de
posguerra al “mundo flotante” de la burguesía en apogeo. Mizumura exhibe una
sociedad que vive eventualmente en Nueva York y la provincia japonesa y que
surge de “la burbuja económica”: tal como le llamaron al auge económico de
posguerra.
A pesar
de su amplitud y desafortunadamente, Una novela real ha sido interpretada
por la crítica como una novela occidental más escrita en japonés, se la ha
tergiversado al punto de decir que es la reescritura de Cumbres borrascosas
(1847). Sin embargo, la novela de marras está por encima de todo esto, debido a
que es la radiografía de una época en movimiento que propone al lector un reto
y una experiencia particulares.
En
realidad, se trata de una novela japonesa que guarda su distancia con las
novelas occidentales, principalmente porque posee elementos de la mejor
novelística que hubo en el siglo XVII japonés. Me refiero a la novelística de
Ihara Saikaku (Osaka 1642-1693), autor que criticó la incipiente burguesía de
su tiempo con obras como Vida y muerte de Wan Kyu, cuya labor estética
estribaba en la exposición de este “mundo flotante”. Y que evidenciaba muy bien
la frivolidad, el dispendio, el esnobismo y el carácter aspiracional que se
contraponía a las antiguas tradiciones. Quizá esto sea uno de los principales
puntos en común con Mizumura, quien deja en claro su postura ante los
beneficiarios de aquella “burbuja económica” que permitió el cambio de tónica
en la ideología y en los valores.
Hay que
destacar que Mizumura es una novelista lo bastante astuta para ofrecer un
señuelo que hace pensar al lector que su narrativa está influida por Emily
Brönte o Antón Chéjov. Sin embargo, no conforme con concebir una narradora
intradiegética que facilita la sobreposición de historias y voces narrativas,
esta escritora emula los mejores elementos que aportó Saikaku al mostrar el espíritu
de la época transparentado en sus personajes. El más relevante de estos es la
exhibición de la frivolidad y la reducción en la vida de los protagonistas y la
evidencia del mundanismo imperante. Por otra parte, permanecen como telón de
fondo las secuelas morales de la derrota durante la Segunda Guerra Mundial: un
momento en que el Japón empieza a asimilar los valores occidentales y se
integra tanto a las dinámicas de la economía de mercado como a los nuevos
hábitos de conducta. Es un periodo que no le toca personalmente a Mizumura,
quien pertenece a una generación ya educada en los Estados Unidos, pero que
logra transmitir espléndidamente.
Las
secuelas de la guerra están presentes, sin embargo la interpretación de esta
tragedia no es igual para todos, y para mostrarlo Mizumura se sirve de dos
familias residentes en la provincia de Karuizawa: los Shigemitsu, cuya
distinguida prosapia era innegable, y los Saegusa que “era una familia común,
[pues] ninguno de sus miembros estaba relacionado con fundaciones de empresas,
había vivido en Occidente o tenía título nobiliario”. De la misma manera, el
contraste entre las dos familias estriba en que los Shigemitsu habían perdido a
su primogénito en la guerra, y que recibían la nueva época con una tranquilidad
doliente y sobria; en cambio, los Saegusa, representados por sus tres hijas,
huyen del recuerdo de la guerra y, a pesar de que las había despojado de la
fantasía de casarse con el joven Noriyuki Shigemitsu, buscan el olvido en el
parroquianismo y en lo mundano. Se solazan al pronunciar nombres como sunday
dinner, bronche y las reuniones se realizaban en su servant hall.
Por otro lado, la hija de los Shigemitsu, Yayoi, crece junto con las tres
hermanas Saegusa, lo cual les daba a éstas la posibilidad de codearse con
familias destacadas. Por lo cual las Saegusa adquirían nuevas costumbres como
estudiar idiomas y cocina occidentales, alta costura o tomaban clases de piano.
Al respecto, concluye Mizumura: “En medio de esa atmósfera de frivolidad
comenzó la guerra con los Estados Unidos. Los vecinos de Karuizawa trataron de
ignorar la realidad, pero al cabo de tres años ya no fue posible hacerlo. A
fines del año 1943 le llegó a Noriyuki san la orden de reclutamiento. Junto con
el Año Nuevo la familia recibió la noticia de su muerte, pero no como cadete
sino como soldado”.
De tal
suerte que en la novela se yuxtapone a las dos familias, una que recibe los
cambios con reservas y se integra paulatinamente y la otra que se propone
olvidar embriagándose con el estrépito que producen las nuevas adquisiciones.
Una que guarda silencio ante la realidad que es distinta a partir de la muerte
de su hijo mayor y la otra que se regodea en el parroquianismo, el cual se
produce, como escribió Reyes, “cuando una sociedad se da a sí misma en
espectáculo, nace el mundanismo, que no es más que un verse vivir. Lo que se
llama el “gran mundo” es lisa y llanamente la realización del sentimiento
parroquial”.
En esto
radica la paradoja, pues al exponer esta pérdida de valores tradicionales, que
parece ser una característica de la cultura japonesa, como se ve en las obras
de Yasunari Kawabata (1899-1972) o Yukio Mishima (1925-1970), la novelística de
Mizumura simultáneamente recoge las aportaciones de Saikaku cuyo tiempo
precedió a uno de los momentos más xenófobos del Japón. De tal suerte que la
sociedad de los nuevos ricos, o chonin, se relaciona con ésta que se
abre “voluntariamente” a los encantos y costumbres de una sociedad que los
venció por medio de las armas. Y que como sociedad, al abrirse a las nuevas
técnicas y apropiárselas, se dio la oportunidad de recuperarse aceleradamente
en los aspectos materiales, pero no en lo moral. Mizumura apostilla en labios
de Taro chan: “Dicen que los japoneses se volvieron materialmente ricos y
espiritualmente pobres. Creo que no es ninguna broma. Ahora que sobra el
dinero, lo único que se logró es que Japón se llene de toda esa fealdad.”
Por otro
lado, Mizumura quería contar una historia de amor, la cual estuviera arraigada
en su propia tradición, y que la convenciera de que era realmente “una
escritora”. Así que, quién sabe con cuánta conciencia de esto, alcanza una
universalidad que le da el haber escrito una obra necesaria, una obra que le da
voz a un tiempo, una historia íntima de una nación, asequible para cualquier
lector agudo; y cuya postura la hermana con autores como Balzac, Proust, Pound
o Reyes, quienes combatieron infatigablemente los parroquianismos. Por lo
demás, Una novela real, la cual fue ganadora del Premio Yomiuri en
Japón, abona el camino a la idea de la imposibilidad del amor, muestra muy bien
las extrañas maneras en que las vidas toman distintos caminos y cómo, a lo
largo del trayecto, se tejen reencuentros inesperados.
Pocos, como
ella, han transmitido la sensación de inabarcabilidad que tiene la realidad,
menos aun son aquellos que han podido evitar el lugar común que consiste en
vilipendiar y devaluarla frente a los encantos de la fantasía. De hecho la
propuesta de Mizumura enriquece la realidad con una cadena de engaños donde
nunca se resuelven todas las incógnitas y de lo único que se puede estar seguro
es de la constante posibilidad de errar de un momento a otro.
Minae Mizumura. Una novela real. Trad. Mónica Kogiso. Buenos
Aires: Adriana Hidalgo editora, 2008. 607 pp.
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