"Máquina de escribir" de Héctor Iván González, Coordinador de “La Escritura poliédrica. Ensayos sobre Daniel Sada”, Becario del Fonca en el Género de Novela. Esta es su publicación de crítica, creación y reseñas.

sábado, 20 de abril de 2013

Una paradoja japonesa, sobre “Una novela real” de Minae Mizumura, Ed. Adriana Hidalgo, 2008


Cuando Balzac escribió que la novela es “la historia privada de las naciones” acuñó de forma perentoria uno de los motivos por los que este género renace con cada nuevo estadio de la sociedad. El ejemplo de esto lo representa muy bien Minae Mizumura con su ambiciosa obra Una novela real (Adriana Hidalgo 2008). Planteada como una pesquisa del origen de un joven chofer que llega a ser parte de los hombre más ricos del Japón, la novela sonda a través de la sociedad en la segunda mitad del siglo XX y nos muestra la transición de la crisis de posguerra al “mundo flotante” de la burguesía en apogeo. Mizumura exhibe una sociedad que vive eventualmente en Nueva York y la provincia japonesa y que surge de “la burbuja económica”: tal como le llamaron al auge económico de posguerra.
A pesar de su amplitud y desafortunadamente, Una novela real ha sido interpretada por la crítica como una novela occidental más escrita en japonés, se la ha tergiversado al punto de decir que es la reescritura de Cumbres borrascosas (1847). Sin embargo, la novela de marras está por encima de todo esto, debido a que es la radiografía de una época en movimiento que propone al lector un reto y una experiencia particulares.
En realidad, se trata de una novela japonesa que guarda su distancia con las novelas occidentales, principalmente porque posee elementos de la mejor novelística que hubo en el siglo XVII japonés. Me refiero a la novelística de Ihara Saikaku (Osaka 1642-1693), autor que criticó la incipiente burguesía de su tiempo con obras como Vida y muerte de Wan Kyu, cuya labor estética estribaba en la exposición de este “mundo flotante”. Y que evidenciaba muy bien la frivolidad, el dispendio, el esnobismo y el carácter aspiracional que se contraponía a las antiguas tradiciones. Quizá esto sea uno de los principales puntos en común con Mizumura, quien deja en claro su postura ante los beneficiarios de aquella “burbuja económica” que permitió el cambio de tónica en la ideología y en los valores.
Hay que destacar que Mizumura es una novelista lo bastante astuta para ofrecer un señuelo que hace pensar al lector que su narrativa está influida por Emily Brönte o Antón Chéjov. Sin embargo, no conforme con concebir una narradora intradiegética que facilita la sobreposición de historias y voces narrativas, esta escritora emula los mejores elementos que aportó Saikaku al mostrar el espíritu de la época transparentado en sus personajes. El más relevante de estos es la exhibición de la frivolidad y la reducción en la vida de los protagonistas y la evidencia del mundanismo imperante. Por otra parte, permanecen como telón de fondo las secuelas morales de la derrota durante la Segunda Guerra Mundial: un momento en que el Japón empieza a asimilar los valores occidentales y se integra tanto a las dinámicas de la economía de mercado como a los nuevos hábitos de conducta. Es un periodo que no le toca personalmente a Mizumura, quien pertenece a una generación ya educada en los Estados Unidos, pero que logra transmitir espléndidamente.
Las secuelas de la guerra están presentes, sin embargo la interpretación de esta tragedia no es igual para todos, y para mostrarlo Mizumura se sirve de dos familias residentes en la provincia de Karuizawa: los Shigemitsu, cuya distinguida prosapia era innegable, y los Saegusa que “era una familia común, [pues] ninguno de sus miembros estaba relacionado con fundaciones de empresas, había vivido en Occidente o tenía título nobiliario”. De la misma manera, el contraste entre las dos familias estriba en que los Shigemitsu habían perdido a su primogénito en la guerra, y que recibían la nueva época con una tranquilidad doliente y sobria; en cambio, los Saegusa, representados por sus tres hijas, huyen del recuerdo de la guerra y, a pesar de que las había despojado de la fantasía de casarse con el joven Noriyuki Shigemitsu, buscan el olvido en el parroquianismo y en lo mundano. Se solazan al pronunciar nombres como sunday dinner, bronche y las reuniones se realizaban en su servant hall. Por otro lado, la hija de los Shigemitsu, Yayoi, crece junto con las tres hermanas Saegusa, lo cual les daba a éstas la posibilidad de codearse con familias destacadas. Por lo cual las Saegusa adquirían nuevas costumbres como estudiar idiomas y cocina occidentales, alta costura o tomaban clases de piano. Al respecto, concluye Mizumura: “En medio de esa atmósfera de frivolidad comenzó la guerra con los Estados Unidos. Los vecinos de Karuizawa trataron de ignorar la realidad, pero al cabo de tres años ya no fue posible hacerlo. A fines del año 1943 le llegó a Noriyuki san la orden de reclutamiento. Junto con el Año Nuevo la familia recibió la noticia de su muerte, pero no como cadete sino como soldado”.
De tal suerte que en la novela se yuxtapone a las dos familias, una que recibe los cambios con reservas y se integra paulatinamente y la otra que se propone olvidar embriagándose con el estrépito que producen las nuevas adquisiciones. Una que guarda silencio ante la realidad que es distinta a partir de la muerte de su hijo mayor y la otra que se regodea en el parroquianismo, el cual se produce, como escribió Reyes, “cuando una sociedad se da a sí misma en espectáculo, nace el mundanismo, que no es más que un verse vivir. Lo que se llama el “gran mundo” es lisa y llanamente la realización del sentimiento parroquial”.
En esto radica la paradoja, pues al exponer esta pérdida de valores tradicionales, que parece ser una característica de la cultura japonesa, como se ve en las obras de Yasunari Kawabata (1899-1972) o Yukio Mishima (1925-1970), la novelística de Mizumura simultáneamente recoge las aportaciones de Saikaku cuyo tiempo precedió a uno de los momentos más xenófobos del Japón. De tal suerte que la sociedad de los nuevos ricos, o chonin, se relaciona con ésta que se abre “voluntariamente” a los encantos y costumbres de una sociedad que los venció por medio de las armas. Y que como sociedad, al abrirse a las nuevas técnicas y apropiárselas, se dio la oportunidad de recuperarse aceleradamente en los aspectos materiales, pero no en lo moral. Mizumura apostilla en labios de Taro chan: “Dicen que los japoneses se volvieron materialmente ricos y espiritualmente pobres. Creo que no es ninguna broma. Ahora que sobra el dinero, lo único que se logró es que Japón se llene de toda esa fealdad.”
Por otro lado, Mizumura quería contar una historia de amor, la cual estuviera arraigada en su propia tradición, y que la convenciera de que era realmente “una escritora”. Así que, quién sabe con cuánta conciencia de esto, alcanza una universalidad que le da el haber escrito una obra necesaria, una obra que le da voz a un tiempo, una historia íntima de una nación, asequible para cualquier lector agudo; y cuya postura la hermana con autores como Balzac, Proust, Pound o Reyes, quienes combatieron infatigablemente los parroquianismos. Por lo demás, Una novela real, la cual fue ganadora del Premio Yomiuri en Japón, abona el camino a la idea de la imposibilidad del amor, muestra muy bien las extrañas maneras en que las vidas toman distintos caminos y cómo, a lo largo del trayecto, se tejen reencuentros inesperados.
Pocos, como ella, han transmitido la sensación de inabarcabilidad que tiene la realidad, menos aun son aquellos que han podido evitar el lugar común que consiste en vilipendiar y devaluarla frente a los encantos de la fantasía. De hecho la propuesta de Mizumura enriquece la realidad con una cadena de engaños donde nunca se resuelven todas las incógnitas y de lo único que se puede estar seguro es de la constante posibilidad de errar de un momento a otro.

Minae Mizumura. Una novela real. Trad. Mónica Kogiso. Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora, 2008. 607 pp.

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