"Máquina de escribir" de Héctor Iván González, Coordinador de “La Escritura poliédrica. Ensayos sobre Daniel Sada”, Becario del Fonca en el Género de Novela. Esta es su publicación de crítica, creación y reseñas.

domingo, 3 de febrero de 2013

La muerte de la tragedia, de George Steiner




Para Cayetano Cantú (1935-2003), a diez años de su muerte

Dentro de la vasta obra de George Steiner (París, 1929) se puede encontrar una temática variopinta que va desde los textos que resisten las embestidas de las bogas literarias (Pasión Intacta), obras donde se analiza la figura del intelectual y su obra en la sociedad (Los logócratas) o analectas donde aparecen sus impagables artículos ensayísticos (G.S. en The New Yorker), no obstante esta variedad siempre ha mantenido algunos rasgos de identidad. Uno de los que podemos destacar estriba en su defensa de la tradición europea y su origen griego. En un tiempo en que parte de la academia despotrica contra “Occidente” (léase Europa), Steiner se ha mantenido como un adalid de sus aportaciones y del valor de su legado, lo cual no quiere decir que lo haga desde una perspectiva autocomplaciente o miope respecto a sus antecedentes destructivos durante el siglo XX. Por el contrario, baste citar su conferencia La idea de Europa o algunas de sus entrevistas para ver su postura crítica.
En La muerte de la tragedia, coherentemente con el tenor de su obra, Steiner ha consagrado sus esfuerzos para decantar cuánto de la influencia de la tragedia ática pervive en la literatura que le ha sucedido y al porqué este género prácticamente ha fenecido. Aunque publicada originalmente en los años sesenta, esta obra no ha perdido su importancia y descolla como uno de los eslabones más fuertes en su opus. El autor comienza su ensayo arguyendo algo fundamental:
[E]sa representación del sufrimiento y el heroísmo personales a la que damos el nombre de teatro trágico es privativa de la tradición occidental. Hasta tal punto ha llegado a ser parte de nuestro sentido de las posibilidades del comportamiento humano, tan arraigadas están en nuestros hábitos espirituales la Orestíada, Hamlet y Fedra, que olvidamos cuán extraña y compleja noción es esta de representar la angustia privada en un escenario público.[2]  
Desde el inicio, fija una base del género en la tragedia griega y su irrecuperable estructura rítmica, coral y al mismo tiempo litúrgica: “Lo que identifico como ‘tragedia’ en sentido radical es la representación dramática o, dicho con más precisión, la plasmación dramática de una visión de la realidad en la que se asume que el hombre es un huésped inoportuno en el mundo. Las fuentes de este extrañamiento –el alemán Unheimlichkeit expresa el significado textual de ‘alguien a quien se echa fuera’– pueden ser diversas”.[3] Al consignar que este arte tiene un origen y un momento inicial en el mundo griego (tal como refrendó en su Después de Babel que la cultura escrita había sido preservada gracias a un accidente afortunado que tuvo origen en el mismo lugar), Steiner aborda la figura de Shakespeare para contrastar sus diferendos con los preceptos aristotélicos.
En el orden de estas ideas, la aportación del bardo isabelino radicaría en su desentendimiento de las pautas del estagirita (quien jamás escribió una tragedia) y que llevara a su maduración las ideas de coetáneos suyos como Jonson, Webster o Marlowe; superara la tradición dramática latina; sintetizara las tradiciones más populares, subgéneros medievales y fenómenos de la era renacentista, y que lo hiciera para todos los públicos de la época, aludiendo al pastor más humilde del mismo modo que a la nobleza rancia de aquella Inglaterra. A diferencia de Bloom que más de una vez ha perdido los estribos al ponderar a Shakespeare, Steiner lleva a cabo un encomio de las aportaciones de este autor, y lo hace desde los planos poético, dramático y estilístico. De esta forma, concluye, a través de una visión panorámica, que gran parte de la literatura inglesa abreva del autor del Rey Lear sin poder desembarazarse de sus tópicos más característicos.
George Steiner

Por otro lado, Steiner retoma uno de los dilemas con el que más de uno nos hemos topado al estudiar el transcurso de la cultura occidental y el binomio Neoclacismo-Romanticismo, el cual surge al ver que los románticos y, principalmente, su figura tutelar, Shakespeare, se encontraron en franca oposición al racionalismo y a una supuesta recuperación de los ideales grecolatinos por parte de los neoclásicos. Me viene a la mente La tradición clásica de Gilbert Highet que a lo largo de sus páginas sugiere esta situación paradójica pero que no logra aclararla puntualmente. Por lo cual uno se siente un tanto contrariado al entender que estos autores también se inspiraban en figuras como la de Ovidio o la de Plutarco, en la de Homero o en la de Virgilio, pero que paradójicamente no eran Neoclasicistas:
¿Cómo era posible armonizar el ideal shakespeareano con la Antigüedad? Lessing fue el primero que planteó el problema. Descubrió que el neoclasicismo no era un nuevo clasicismo sino falso clasicismo. Castelvetro, Boileau y Rymer no eran los auténticos intérpretes del ideal clásico. Habían tomado la letra muerta del teatro griego, pero habían sido incapaces de captar su auténtico espíritu. Lessing rechazó la idea de que la calidad de Esquilo y Sófocles pudiera recuperarse mediante la adhesión a los preceptos formales de Aristóteles y Horacio. El genio de la tragedia no radicaba en la convención de las tres unidades, el uso de los argumentos mitológicos o la presencia del coro. De golpe y porrazo Lessing salía al paso de supuestos que habían dominado doscientos años de teoría poética. El neoclasicismo no era una continuación de la tradición ática sino un remedo de ella.[4]
En su recorrido a través de la dramaturgia, Steiner analiza la situación del Neoclasicismo francés y enarbola algunas ideas por demás interesantes. Para empezar, señala que la vieja mancuerna Corneille-Racine es poco menos que sustentable en tanto que pueda verse a estos autores como representantes de una misma escuela o de una misma perspectiva artística. Así que los separa dejando su relación como un puro y fortuito contacto cronológico; en su carácter de crítico sincrónico, ubica a Corneille como un autor de una fuerza poética y una introspección político-dramática incomparable:
Se nos ha vedado a Corneille en parte porque la misma crítica francesa no ha sabido medirlo cabalmente. Una época que se ha conmovido ante la llamada de la retórica de Churchill y que tiene conciencia del cáncer de violencia que es endémico en los asuntos políticos, debería prestar atención a Corneille. El gran empuje de la argumentación en sus obras lleva más allá de las convenciones barrocas de la trama. Corneille es uno de los pocos maestros de teatro político que ha producido la literatura occidental. Lo que puede decirnos sobre el poder y la muerte del corazón es digno de oírse fuera de los confines de la Comédie Française.[5]
Por su parte, Steiner elogia en Racine una de sus aportaciones señeras, la capacidad para insinuar más allá de las puras palabras. Lo representa muy bien con citas donde el ars poético de este autor, tan admirado por Valéry, surge con ese vigor, esa contundencia melodiosa, pero que, según el crítico, es difícil saber si pervive para otras generaciones y otras naciones que no sean la suya. La conclusión a la que se llega en ese capítulo sugiere que dudosamente el lugar de Racine habrá llegado a rebasar la efigie y haya alcanzado un carácter fundamental para su cultura; caso parecido al de Pushkin y Leopardi, de quienes se menciona que su poesía jamás es transparentada en la traducción. Y termina con este especie de consuelo: “es muy posible que el poeta intraducible sea aquel que esté más cerca del genio de su lengua materna”.[6]
Al ver La muerte de la tragedia en su totalidad, uno puede darse cuenta de que el teatro francés es el que menor admiración le provoca al autor, pues lo tilda de ser bastante ramplón y casi bufonesco, un acto político en el tiempo de la Restauración que nunca asumió el carácter que la tragedia había representado para los demás países. En suma se puede ver que aprecia a Corneille y a Molière, pero de Victor Hugo hasta Paul Claudel nada le atrae; lo cual es un largo período en el trayecto dramático. Su lectura es interesante a la distancia de los años debido a que, de algún modo, nos anticipa la forma en que puede ser juzgado el arte de nuestros días en el futuro. Para Steiner la cuestión de la debilidad del teatro galo radica una vez más en el temple de la lengua y no en el carácter político que se le da a la sustancia dramática. Alude que en el caso del teatro alemán, a diferencia del francés, la amplia influencia que llegó en su riqueza, debido a la calidad de las traducciones, fue asimilada de inmediato.
Si la visión que de Shakespeare tuvieron los románticos franceses es más entusiasta que sabia, el motivo de esto es obvio. La mayor parte de los contemporáneos de Hugo no conocía a su autor en el texto original. Habían leído las obras en las mediocres traducciones de Pierre Le Tourneur, publicadas entre 1776 y 1782. Cuando la primera compañía de actores ingleses llegó a París en 1827 para representar Romeo y Julieta, Hamlet y Otelo en su idioma original, el teatro estaba repleto de entusiastas que no podían entender una sola palabra de todo lo que se decía. Sólo a finales del siglo XIX, y con la labor crítica de Taine, el auténtico Shakespeare llega a ser accesible para el lector francés.
Situación totalmente distinta a la que sucedió en Alemania:
El motivo fue que, en un sentido paradójico, la influencia de Shakespeare se ejerció desde dentro. La traducción de Wieland hecha hacia 1760 y la famosa versión de todas las obras de Shakespeare por Schlegel y Tieck (1796-1833) no se limitaron a comunicar a la conciencia alemana el genio de un poeta extranjero. Estas formidables recreaciones del texto inglés coincidieron exactamente con el momento en que el idioma alemán llegaba a su mayoría de edad literaria. La sensibilidad alemana hizo suyos los hábitos y dialéctica inherentes a la tragedia shakespeareana.[7]
A guisa de explicaciones, son estos datos eruditos los que más se agradecen, esta suerte de bagaje que aluza sobre los detalles más intrincados de la historia. Sin embargo, en esta obra no sólo se aborda temas que incumban a estudiosos o historiadores, pues también es examinada la cuestión de la pertinencia o no del teatro en las sociedades. Incluso es digno de reflexionar un poco sobre la forma en que la decadencia de la tragedia ha arrastrado consigo al teatro en general. ¿Por qué la gente asiste menos al teatro? o ¿es importante mantener el teatro en nuestra sociedad?, son las preguntas que los actores se hacen y responden afirmativamente una y otra vez. Sin embargo, en La muerte de la tragedia podemos ver que este desinterés por el teatro culto y el apogeo de un teatro que sirva de puro entretenimiento no es sólo de hoy. A sí que, para abonar su esfuerzo a estas conjeturas, Steiner refiere el resquebrajamiento cultural que se dio a finales del siglo XVII, el cual consistió en una suerte de clausura de una vida imaginaria, espiritual, incluso, y que fue sustituida por una racionalismo seco y llano que ha invadido las esferas de la cultura en el mundo entero. Esta situación en el imaginario sería llevada hasta sus últimas consecuencias en el siglo posterior a la Revolución francesa, la cual impregnaría a la cultura del secularismo que –según nuestro autor– no habría de permitir una degustación del fenómeno trágico. Llama la atención que, en el apartado que dedica a mostrar la contradicción entre los conceptos de Tragedia y Romanticismo, el crítico sugiera que los nuevos fenómenos en el arte tuvieran el optimismo para pensar que nada podría ser fatal de suyo, sino que habría una posibilidad de luchar por evitar cualquier tiranía o cualquier fatalidad, tal vez en esto consista el legado de la Francia revolucionaria a pesar de estar inmersa en un lodazal violento. Las líneas acerca de los conceptos de Rousseau aportan bastante a la polémica en cuestión. Obviamente, gracias a esta mudanza de ánimo, la Tragedia perdería su lugar central en la polis:
Después de que los grandes ejércitos marcharan y se retiraran a través de Europa, el antiguo equilibrio entre la vida privada había quedado alterado. Una parte creciente de la vida privada quedaba ahora abierta a los reclamos de la historia. Y esa parte fue en aumento con el desarrollo de los medios de comunicación. A falta de catástrofe amenazante, el espectador isabelino y el neoclásico llegaban a ver Hamlet o Fedra con un ánimo parcialmente sosegado o, por lo menos, sin protección contra la poesía y la emoción de la obra.
De hecho, Steiner nos recuerda con estos argumentos a Benjamin, quien retrataba ese París decimonónico tan ávido de gacetas, diarios o pasquines:
Por el contrario, el nuevo hombre “histórico” llegaba al teatro con un diario en su bolsillo. En éste podía haber noticias más angustiosas y sentimientos más provocadores que muchos de los que un dramaturgo se interesara en presentir. En el seno del público ya no había un don de silencio, sino un exceso tumultuoso de emociones.[8]
Es bastante extensa esta cuestión debido a que, tal como sugiere Shelley en su Defensa de la poesía, el teatro siempre ha tenido una correspondencia con la sociedad en la que se sitúa, por lo cual no se puede tener una noción puramente intelectual de la vigencia o no del teatro, ya que este género por algunas sociedades podría ser despreciada por la cortedad de miras de sus ciudadanos:
Y es innegable que la máxima perfección de la sociedad humana se ha correspondido siempre con la máxima excelencia teatral; y que la corrupción o extinción del teatro en una nación donde en otro tiempo floreciera es una señal de corrupción de las costumbres y una extinción de las energías que sustentan el alma de la vida social.[9]
Estos temas son sólo algunos de los muchos que George Steiner retoma en La muerte de la tragedia, ya que las aproximaciones que hace a la pérdida del espíritu de la tragedia; la elección por parte de Shakespeare de introducir fragmentos en prosa dentro de sus obras; el genio de Lord Byron, quien fuera de los pocos que lograran alejarse del cisne de Avon; la influencia de la tragedia en autores como Ibsen o Chéjov, quienes no han tenido la atención requerida debido a pertenecer a un orbe lejano de las lenguas canónicas; o el elogio del sui géneris compromiso político de Bertolt Brecht, también son temas tratados con la generosa erudición que caracteriza a este crítico. Alguien que honestamente busca ser, antes que un especialista o un académico, un hombre de letras en tiempos en que esto –como él mismo dijo– pareciera ser algo muy sospechoso.[10]





[2] George Steiner, La muerte de la tragedia, trad. Enrque Luis Revol y trad. del pref. María Condor, México: FCE, col. Lengua y Estudios Literarios, 1ra. Ed. inglés 1961, 1ra. Edición México 2011. P. 19.
[3] Ibíd. P. 12.
[4] Ibíd., pp. 156-157.
[5] Ibíd., p. 91.
[6] Ibíd., p. 93.
[7] Ibíd., pp. 134-135.
[8] Ibíd. P. 102.
[9] Ibíd., p. 97.
[10] “El arte de la crítica” en George Steiner, Los logócratas, trad. María Condor, p. 106.

1 comentario:

Dylan Forrester dijo...

Certero acercamiento a Steiner.

Saludos.