"Máquina de escribir" de Héctor Iván González, Coordinador de “La Escritura poliédrica. Ensayos sobre Daniel Sada”, Becario del Fonca en el Género de Novela. Esta es su publicación de crítica, creación y reseñas.

lunes, 30 de junio de 2008

La noche sin memoria

para José Antonio Parra

Hoy es el décimo aniversario de su muerte. Recién regresamos del panteón. María Esther está preparando la cena mientras yo alimento a este pez dorado. Cada año me pasa lo mismo, llego a esta triste emoción que quizá agudiza mis sentidos. Al ver a este pez sólo puedo pensar que él también, dentro de un gran planeta acuático, se desliza, como una nube de tormenta; como si fuera este pez dorado que desde aquel día tengo que alimentar, como un recuerdo. Todos los datos recaudados, todas las versiones las he logrado de segunda mano. No es fácil, nadie quiere hablar de esa fiesta fausta. He llegado a pensar que quizá sólo recibí información premeditada, organizada como una versión común. Me he cuestionado a mí mismo sobre si de verdad creo tales coros trágicos, tales voces sombrías, tales posibles mentiras. ¿Por qué debería creerles? A final de cuentas yo lo había criado, yo sabía, yo vivía con él; jamás llegué a pensar que buscaba despegar, como me confesaron noches después. Existieron tantos preparativos, él no pudo participar del todo; en la agencia donde trabaja, quiero decir trabajaba, le propusieron un viaje, lo extraño fue que lo aceptara, sabiendo que la fecha era tan cercana, cómo decirlo, cómo creer que el aroma de la tristeza lo envolvería el mismo día en que fue laureado durante el viaje. Después de después, después de saber y escuchar lo que me confesaron he llegado a mi amarga versión. No es una prosa lorquiana, ni un apunte naturalista, es lo más parecido posible a la vida, al testimonio que un padre puede tener de un hijo, un prisma.
Durante largos períodos me internaba en su cuarto; ahora que él no estaba necesitaba darme cuenta, descubrir, quién realmente fue mi hijo. Nunca me interesó, lo único que me dominaba era la silueta que debía llenar, esa silueta que es un alcance que nosotros no cumplimos; pero que sin embargo, como todo hijo, está condenado a cuidar las propiedades de sus padres, que son un poco sus dueñas. Varios meses leí lo que él leía, comí lo que él comía, bebí en sus mismos trastes, una tasa con un dibujo de Shakespeare, un platito desportillado que siempre usaba para hacerse sandwiches con pepinillos agrios. Necesitaría toda una vida para saber, por sólo un momento, qué fue lo que pasó por su cabeza durante esa noche.
Indagué en sus escritos, los cuales me sorprendieron terriblemente; nunca me imaginé que guardara un cuaderno negro donde llevaba unas anotaciones extrañas; paradójicamente tenía en el segundo forro el título de “¿Me podría morir... diez minutos?”, lo cual me llenó de un sentimiento de desolación terrible. ¿A quién se le puede hacer este tipo de peticiones y en qué momentos? Lo que me he dado cuenta es que hay estados de desesperación terribles, y que no puedo negar su existencia sólo porque nunca los he experimentado. ¿Cómo es que realmente podemos conocer a los que nos rodean? ¿Cuándo, el hijo que tanta alegría me provocaba, devino en ese ser sombrío que me revelaban sus escritos? ¿Por qué un ser que irradiaba tanta vida estaba completamente obsesionado con la muerte?

Dentro de las tantas cosas que leí, dentro de todo lo que hice para conocerlo más, encontraba cosas que no me imaginaba; porque su biblioteca, sus discos, su ropa, y hasta algunos apuntes, me desvelaban a un verdadero ser que nunca vislumbré siquiera. Un día, extrañamente, encontré en un fólder que contenía el mismo artículo de una revista recortado cinco veces, acompañado de notas ininteligibles con una tinta roja mal delineada. El artículo (era de la revista "Chimique International") decía esto: «Después de varios intentos, el célebre Dr. Drunker descubrió una bebida especialmente fermentada, para las fiestas herméticas; las cuales conjugaron en su ambiente personalidades dispuestas a explorar distintos caminos sensoriales sin beber demasiado. Era presentada en una cajita de madera preciosa, con pequeñas píldoras, que al disolverse en agua crearía falsamente la bebida solicitada; sólo que al beberse, uno mismo debía tener el mayor cuidado, porque de olvidarse qué bebida gozaba, podía disfrutar mentalmente en ese misma copa de otra distinta, logrando una combinación fatal. En la obra La embriaguez y la muerte (The dead & the intoxication), del poeta británico Jack Glemorangi, se señalan varios casos donde las bebidas llegaron a ser confundidas, dando múltiples anécdotas negras, que fueron agregadas en la edición de Penguin Books, en 1969. En el capítulo XII señala ‘[…] si los concurrentes juntaban vino con alcohol podría ser el adiós a la conciencia; por un lado, el vino que inyecta al consumidor de un ánimo intempestivo, un arrojo irrefrenable lograría colocar al consumidor en un estado de lucidez casi física, y al ser respaldado por otra bebida alcohólica (whisky, por ejemplo), que elimina ese miedo al error o al fracaso, desencadenaría una reacción física y mental extremadamente peligrosa. No obstante, dentro de las ventajas de la bebida antes mencionada se encuentra un sustento químico, el cual fortalecido por sales y minerales en la fórmula, no permitirá en el organismo grados extremos de deshidratación, mejor conocidos como resacas’».
Parece que aquí empieza la decadente historia. En otro fólder junto encontré una orden de envío, a nombre de Daniel Cuadrado. Hasta donde sé, Daniel Cuadrado fue el hermano mayor de un amigo de mi hijo. Creo que murió en una explosión provocada por alguien que dejó caer un cerillo en una gasolinera, o algo así. ¿Por qué había una orden de envío con el nombre de una persona siete años después de su muerte? Todo esto, ahora que lo medito, y después de tantos años sólo me ha obligado a dejar mi existencia y cada vez más abrazarme a la de él; creo que levemente ya comparto ciertos recuerdos.

El otro día esbocé entre penumbras qué fue lo que realmente sucedió esa noche sin memoria. Es esto que presento a continuación.
«No, no, no es posible llegar en estas fachas, debo llegar lo mejor arreglado posible. No podré ser el centro de atención en un mundo que es como un estanque o un espejo. Quién fuera como un pez dorado, siempre parafraseando a un Mandarín, tan grande, tan gordo, tan opulento. Yo sería un pez dorado de saber nadar, de volar en el mar pegajoso. Tengo que decidir rápido, deben estar esperando, como al gran pequeño invitado. Ya lo tengo; iré como un marinero griego, iré con un saco como los usaba Solomotis, que no dé lugar a duda, al fin y al cabo, no será difícil.
La noche se arrimaba con su ausencia de estrellas, yo sabía que cada vez iba teniendo menos espacio en ese castillo negro, llamado memoria. Puedo recordar que cada vez las paredes –del castillo– se enmohecían, cada vez el acero de la herrería se herrumbraba, hasta desgarrarse, como arrastrados por una fuerza brotando de la amnesia. No sé cómo perdí mis salones embroquelados, no sé cuándo, ni en qué hora. Quizá era la boca contenida en un baúl, la que se fue tragando todo, el baúl, los demás recuerdos, el salón, y el castillo negro. Jamás recordé más esa noche, por eso no es fácil escribir sobre aquello. Poco a poco se abre una ranura, como el jalón de una cortina en una madrugada, que recuerda la existencia de la luz.
Iría a la fiesta. Tenía la esperanza de dormir esa noche acompañado, como en los momentos que alcanzo al recuerdo a puertas cerradas, a solas, y que nadie creería.
Sólo puedo comentar que después de llegar, estuve con Giorgio y su hija un largo rato. Estaba en esa fiesta donde había tantas personas que conocía, aunque varias nieguen que me vieron esa noche. Había una cantidad monstruosa de actores, directores y gente de afamada reputación. Me acerqué a saludar al festejado, lo abracé, aunque con un poco de desconfianza, normalmente los festejos inundan a las personas de un cáncer que los vuelve pedantes, no me sorprendió que este no fuera el caso. Siento algunas dudas de saber si debí haber asistido, de cualquier forma como escribió Pascal, presque tous nos malheurs nous viennent de n’avoir pas su rester dans notre chambre.
La forma de nadar de mi pez es tan extraña como mi forma de ver a la gente. En el ambiente parecían flotar colores que se sucedían, era naranja, amarillo, hueso, dorado, plateado y, después, azul diablo. Después de un rato caí en la cuenta de que mi estado era sobrado en tragos. Me apuré dos whiskys más, con el desenfado de siempre, fumé algunos cigarrillos. Eustaquio, que se acercó a mí de la manera más afable, me charló sobre el nacimiento de sus dos hijos, me llegó a enternecer un estado tan bello de inocencia, por el cual mataría por no conocerlo nunca. Los ojos de Eustaquio brillaban, con un hermoso fulgor, mientras hablaba. Y al mismo tiempo me ofrecieron una copa de vino tinto. Como me creía inmortal, accedí al veneno, y ya una voz me empezaba a susurrar. ¡Embríagate! Lo sé, lo sé, pero sólo de algo a la vez. Acercaron la charola con unos camarones que parecían caracoles, y empezamos a degustar. En ese momento estábamos en una terraza hermosa, en el aire flotaba un olor a higo quemado. Y un mosco intentaba refugiarse en mi abrigo, mientras yo apuraba mi copa.
Bajamos a comer otras cosas, ¡ay! Me encontré un whisky en la charola de un mesero, me carcajeé al ver su rostro de espanto, para entonces yo ya cargaba una máscara de diablo. Salí al jardín, y debajo del árbol una pareja discutía. Es triste que en las fiestas ya no se tenga sexo multitudinario, por lo menos no a las que yo asisto, quizá porque todos se abalanzarían sobre la misma hembra, y la coronarían como en una misa negra, alumbrada por velas rojas.
Noté que los árboles quemaban a las flores. Una tenue música acariciaba mis costados, porque ya éramos dos. Frente a mí tenía a mi hermano gemelo, un ser que me contaba mi destino, un muchacho que me confesaba que no tenía esperanza la humanidad, que me hablaba del oro perdido, que me hablaba de mi soledad y sus años de embargo. Me quedé sentado escuchando, y un “nocturno” soleado brotaba de un hueco de la casa. Mi gemelo seguía nombrando desgracias y desastres, mi desaparición, mis afinidades con los muertos; me confesó lo poco que le inspiraba y me escupió a la cara. Me enseñó el puño y lo clavó en mi mentón antes de poder oírle despedirse. En ese momento vi a Daniel, sí, a Daniel Cuadrado, aquel viejo amigo, sin nombre, de la escuela. Daniel me dijo que fuera por unos tacos, que me sirviera, que cenara, que usara las tortillas; de pronto, como una chispa, le calló una gota de algo. Era una gota roja, era una gota que se le fue inflamando, y se convirtió en fuego amarillo, luego azul, hasta envolverlo. Lo extraño es que mientras se consumía, y rodaba en el suelo, nadie lo veía, creo que sólo yo, pero no hice nada por ayudarlo. Me acerqué a la comida, tomé un tortilla y noté que estaba fría, la planté en la cabeza del esqueleto de Daniel, que aún estaba caliente, la calentó tan rápido que me hubiese gustado sugerir a los demás que hicieran lo mismo. Y fue entonces cuando vi nuevamente al desdoblado. Era yo, así como me recordaba, alguien que estaba en mi loco lugar; y comprendí que uno de los dos no existía, y comprendí que el vaso de whisky estaba pegado a mi mano. Pero el otro imbécil cargaba una copa de tinto, no sé cómo, pero lo que él digería lo bebía yo, y las mágicas gotas que adulteraban su sangre de charco, era el whisky con el que yo me embriagaba. Quise detenerlo, me acerqué, pero este doble podía euclidianamente adivinar mis pasos, y nos convertimos en un mismo paso diferido, cada altura que yo tomaba él la descendía. Mi persecución se había prolongado, porque, yo no quería que bebiera más whisky. Por momentos algún tipo me tomaba del brazo y me demandaba que siguiera con el relato que hace, apenas, dos minutos había comenzado; yo no sabía a qué se refería. Un par de veces llegué a disimular, sonreía y fingía saber de lo que hablaban, sólo que necesitaba una ayudadita. El grupo me podía hablar sobre mi viaje a Sicilia, o mis lecturas de, como ellos decían, “mi autor preferido”, Kundera, autor que tengo que admitir, nunca he leído. Me llegué a alarmar tanto que lo notaron por mi triste sudor pálido, yo nunca había viajado a todos los lugares que me mencionaban, ni llegué a leer a Kafka en yiddish. Pedía cambiar el tema, aludiendo mi antipatía por los egotismos, tan frecuentados esa noche, pero ellos renegaban, y pedían les siguiera relatando de la plaza de Delhi, o del viejo concierto que toqué en un recital para piano. De momento, pasó a mi lado ese gran imbécil, mi hermano, pedí que me disculparan un segundo, y lo que me aterrorizó fue la respuesta: “Adelante, vayan”.
¿Estoy sólo o estoy con alguien? ¿Me ven o no lo ven? Ya ante mi gemelo, le pedí como un doble encargo, dejara de mentir sobre tantas cosas, y él con una tolerancia gélida me contestó: «Sí has estado ahí, sólo que no te acuerdas. Y tan leíste a Kafka en original, como que él mismo te dejó sus documentos; y no me hables de traiciones a mí que hiciste lo mismo con el baúl de Virgilio, a pesar de su voluntad. Has pensado tanto en ella, la que te botó, que has olvidado más de quince vidas –hizo una pausa y agregó–, por cierto ¿no huele a carne quemada?». Después de tal descarga quedé petrificado, hubo en mi mente una serie de imágenes borrosas, inmediatamente le asesté, «Entonces ¿qué les contesto?»; el muy cínico agachó la vista, limpió sus gafas y me dijo, «Sólo di lo que ha pasado por tus ojos de buitre, y repite lo que ya has dicho con tus labios de serpiente». Soltó una carcajada que varios lo voltearon a ver. «Oye, necesito que dejes de mezclar alcohol con vino» le dije en tono imperativo. «Está bien, pero ponte de acuerdo, cada vez que te veo, te llevas a los labios alternativamente un vaso y una copa». Era cierto, en una mano cargaba un whisky dorado, y en la otra una copa con vino tinto. Volteé alrededor y nadie estaba a mí lado, sólo él y yo. «Entonces, hagamos algo, ya no beberemos ¿de acuerdo? Es más, comamos algo» Se acercó a la mesa donde despachaban los tacos. «Está bien, a mí dame tres, ¿tú cuántos tomarás?», «Los mismos, yo te los traigo...», «Gracias, eres un caballero». Cenamos tranquilos sendos tacos, las tortillas las calentamos –nuevamente– en el cráneo de Daniel Cuadrado.
Después de un rato entramos en la casa, y ya para entonces Bach mandaba en la fiesta. Debemos confesar que ni él ni yo sabíamos qué hacíamos a lado de tanta gente. Más tarde la fiesta se había vaciado un poco; en un sillón estaban sentados dos griegos, lo supe por su acento, y supe que era Constantino Cavafis platicando con Cayo Cantú, los reconocí por sus atuendos. En el sillón, solo, estaba fumando Pessoa, parecía muy enojado porque “esos tres imbéciles no llegaron”, y se veía que no quería hablar con nadie “real”. En el otro asiento múltiple estaba Blake que se quejaba de la calidad del vino con sir Thomas de Quincey. El opiómano admitió que tenía toda la razón.
En ese momento todo se distorsionaba. Salió de la cocina la esposa del festejado, abrazada de Breton, reían a más no poder. Breton le susurraba al oído, mientras ella le daba el golpe a un churro bien forjado, «Ma petite, tu es l’incarnassion du surréalisme. L’art sera comme ton ivresse –ella se carcajeó–, convulsif, ou il ne sera pas!». Y después le pasó el churro a Breton, el cual no dejó ni la colita.

Un sutil aroma a origen inundaba el cuarto, tan pronto que pensé que estábamos en una casa alada. Sentí el repiquetear de un péndulo de acero en mi cabeza. Un gran reloj aumentaba su marcha, sentí de nuevo la esencia de las puertas al abrirse, y mostrar la neblina de los limbos. Y ahí estaban, los encontré, no había otros en los que me fijara más. Una belleza deslumbrante los cobijaba. Sentí un terror absurdo, sentí la presencia, y un aroma a podredumbre abstracta, al lado de los dos bellos poetas, estaba un fantasma colmado de llagas, la sangre se le había convertido en costras moradas. Era el guiñapo de Jesucristo, era una cara tan demacrada, una cara tan miserable que no pude evitar ser inundado de náusea. Y en ese instante Rimbaud colocaba la Passio secundum Johannes en la tornamesa, una brisa lenta empezó a desmoronar la piel del cadáver de Jesucristo. Baudelaire, que relucía como si fuese eterno, llevaba una barba rojiza bien despuntada y delineada con su navaja de oro. Se acercó a mí, y pronunció los versos más hermosos que puedan ser invocados en este mundo. Rimbaud se tapó la nariz, y se alejó del putrefacto caldo viviente. «Je n’en peux plus...!»,esbozó sin espectáculos. Yo también me alejé del lugar, de verdad el hedor de Jesús aumentaba. Estos dos poetas me acompañaron, Rimbaud portaba la belleza lechosa anterior a su estancia en la Comuna. Me tomó una mano, Baudelaire me hizo un guiño, y me comentó: «Non tout le bizarre est beau, je n’aime cette merde qu’aux rêves!»
Empezamos a subir un pasillo. De pronto, oí un tronar de madera, me di cuenta que mis manos se hundieron en la duela del pasillo. A lo lejos, justo en la parte de arriba, había un sonido brillante de órgano, alumbrado por faroles de hielo; su sonido me hipnotizó. El órgano del cual escapaban notas mientras se incendiaban sus pipas con flamas violetas me llenaba de una necesidad imperante para llegar a él. «Ayúdenme a ir allá, por favor», dije, y me tomaron de las manos para guiarme. Ya entonces, me jalaban los dos poetas, se ensuciaban de sangre, porque el vaso y la copa de cristal se reventaron entre mis dedos. Pasábamos el pasillo de los tiempos, y un hedor mayor corría y se estrellaba contra nosotros. Detrás de nosotros venía Jesús, el cual recibía su sangre con las manos, manchando todo de bilis, embarrando las paredes blancas con un rojo nauseabundo. Un pánico terrible se apoderó de mí al verlo, «¡Rimbaud, Baudelaire!», grité en cuanto sentí un dolor de tacho clavado en mi pie, y sentí las paredes paralelas que se ladeaban por un viento constante, me llegó a rozar un muro que se inclinaba, mientras el otro formaba ángulos ramplones. Y repetí el grito cuando sentí un segundo tacho en la mano derecha. Me esperaban todos dentro de un árbol que abrigaba llamas doradas, me presentarían para ser calcinado. Llegamos a una escalera, ellos me llevaban casi cargando, me aliviaban del dolor, me secaban las lágrimas, cuando vi que en el barandal de la mano había unas cifras, eran años forjados, y ellos me ayudaban a subir esa maldita escalera negra; ellos me secaban, me ayudaban, me aliviaban del dolor, seguí a gatas, continué, y toqué el estado donde una amarga oscuridad me hizo dar cuenta que al fin había llegado, seguí, aún gateando, y entré al espacio donde se rompen las puertas marfileñas, y se apagan los destellos llamados por la memoria».

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