"Máquina de escribir" de Héctor Iván González, Coordinador de “La Escritura poliédrica. Ensayos sobre Daniel Sada”, Becario del Fonca en el Género de Novela. Esta es su publicación de crítica, creación y reseñas.

lunes, 18 de octubre de 2010

Mario Vargas Llosa. Premio Nobel de Literatura 2010

Hace algunas semanas, leía en la columna de Antonio Muñoz Molina (“Ida y vuelta” 18-09-2010) una breve alusión a Mario Vargas Llosa. Comentaba que habían coincidido en la mesa de presentación del libro Cinco novelas en clave simbólica, de Víctor García. Al parecer todo era rutinario, sin embargo pasó algo peculiar, pues –a medida que las ponencias se presentaban–, poco a poco, los recuerdos de todo lo que, en su juventud, representaron las novelas de García Márquez y Vargas Llosa, la manera en que lo habitaron y obligaron a escribir, empezaron a manifestársele. Las primeras, como una suerte de monumento de palabras, inabarcable y desconcertante; las segundas, como un trabajo perfectamente concebido, una obra de maestro constructor que prevé hasta el último o más ínfimo detalle. Evidentemente, fue con el segundo quehacer que se sintió más identificado como lector y, sobre todo, como futuro novelista. Unas líneas siguientes, pensó en el muchacho que fue Vargas Llosa en sus años de Europa, viviendo al día, pero siempre con la vista fija en la literatura. Concuerdo con sus líneas porque es el mismo joven que yo había concebido: el escritor que se privó del lujo o la frivolidad para encerrarse en una buhardilla y escribir su primera novela, Los impostores que se convertiría en La ciudad y los perros (1962). Ambos imaginábamos un Mario que tenía la política como un deber cívico más que como un discurso defensor de banqueros, quien concebía, como Sartre, que “las palabras eran actos”, y sobre todo, un Mario que podía llorar inconsolablemente durante la lectura del suicidio de Emma Bovary.

Días después la Universidad Nacional Autónoma de México le otorgó el Doctorado Honoris Causa. Casi simultáneamente, en la revista “La Tempestad”, un artículo de Nicolás Cabral, “Vargas Llosa, el brillante” (23-09-2010), consagrado a su figura lo tundía con tino y fruición. Lo criticaba por dos conferencias, y un poema –bastante malo–, recientemente publicados en “Letras Libres”: la primera, a ojos vista, no aportaba nada en comparación a lo que dijo Guy Debord en su libro La sociedad del espectáculo; la otra, donde hacía críticas severas a la escuela pos-estructuralista, es tachada de ser un reclamo en nombre de la cultura burguesa. Se exhibía la imagen de Vargas Llosa como adalid del neo-liberalismo, amigo de la reacción y figura incapaz de pensar críticamente.

No hay mucho que discutir con las puntualizaciones hechas por Cabral. Sin embargo, para atenuarlas argüiría que la obra novelística de marras no consta de solo “dos o acaso tres novelas buenas” (Cabral), ni tampoco es algo que se pueda tomar a la ligera. Vargas Llosa no es un parvenu ni una joven promesa, y creo que se le trató como si lo fuese. Hay que recordar que muchas de sus obras son colosales empresas de la imaginación, proyectos a largo plazo donde se preparan los personajes con una concentración inusitada, las tramas son tejidas, una y otra vez, como eran concebidas en las obras mayores del siglo XIX o del XX. Si pensamos en la amplitud de registros de voz, veremos que hay un trabajo de estilo que recuerda a autores cuyo talento para la materialización de escenas es tan indiscutible como el del mismo Tolstoi.

En suma: la obra de Vargas Llosa ya se ha separado de la inmediatez que pueda tener cualquiera de sus artículos. Sin creer ni en la muerte del autor, ni en el deslinde del ente creador con su obra, y más allá de cualquier discurso académico semi-novedoso: la obra ya ha dejado a la zaga al mismo Vargas Llosa. Sus más de veinte novelas y sus obras de teatro son el testimonio de una vocación, una constancia y un magisterio, ganados a punta de trabajo, en el oficio literario. Pensar que se le puede escamotear los créditos de un plumazo es un simplismo que nadie se puede permitir.

Es precisamente debido a su carácter complejo que Vargas Llosa es, más que “un espíritu incómodo”, un autor incómodo, como lo fue Céline. No gusta su política liberal, porque en su materialización no hay lugar para la diferencia ni para quien no participe del libre mercado; no se puede estar de acuerdo con él y su afición por los banqueros: esos consorcios que por un capricho dejan países en ruinas y que lo hacen sin que ninguna autoridad los regule y llame a dar cuentas; son desagradables su encanto por las grandes potencias y su noción de que el servilismo es nuestra única respuesta posible como ‘países no desarrollados’. Pero, sobre todo, es lamentable que ya no sea uno de los nuestros, que haya abandonado los principios que le permitieron escribir una novela como Conversación en la catedral (1969), donde describía el movimiento de huelga estudiantil en la Universidad de San Marcos, Perú; tema cuya vigencia es innegable. No hace falta más que ojear los periódicos para ver cómo las protestas sociales se retoman en Europa para ser otra vez una respuesta a las injusticias ya no del sistema, sino sistemáticas en esa política que él promueve.

Sin embargo, sí gusta su pasión por la trama, la manera de profundizar en realidades que son complejas en sus obras, que él mismo inyecta de malicia y profundidad, sus personajes tan conmovedores, como aquella muchachita, Angélica Mercedes, de La Casa verde (1963), ciega y sordo-muda a la vez, que encontró la felicidad en los brazos del fundador del mítico burdel en Santa María de Nieva. Por otro lado, es importante que siga escribiendo porque hace creer que alguien proveniente del Tercer Mundo puede crear mundos igual de complejos que un eremita francés de dimensiones descomunales y genio terrible, como lo fue Flaubert. Tal vez por eso es digno de celebrar que le dieran el premio Nobel –el menos literario de todos los premios– y es más que justo porque es un año importante para Hispanoamérica. No importa que por las conmemoraciones de independencia la Academia estuviera obligada a darle el premio a alguien de este continente, como lo ha hecho en otras ocasiones, pues lo relevante es que hay una obra que lo merece. Una obra sólida, seria, cabal y de profundísimo raigambre. Una vez más, este premio es para la narrativa realista, para los autores de la Generación Perdida, para Faulkner, para Malraux, para Flaubert y para Cervantes. Al darle el premio se le otorga a todo un capítulo de la historia literaria y a una lengua, como él mismo lo ha dicho.

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