"Máquina de escribir" de Héctor Iván González, Coordinador de “La Escritura poliédrica. Ensayos sobre Daniel Sada”, Becario del Fonca en el Género de Novela. Esta es su publicación de crítica, creación y reseñas.

lunes, 28 de abril de 2008

"Los atardeceres rotos" (Segunda entrega VIII y IX)

VIII

El dolor de cabeza era insoportable, producía un zumbido inagotable, asqueroso. Rosa caminaba tambaleándose por los pastizales. Estaba aterrada, trataba de salir de ese lugar y llegar a casa. Durante quince minutos recorrió el camino, cuando alcanzó la carretera no le pasó por la cabeza pedir ayuda. Siguió su camino con todo ese dolor a cuestas, después de cruzar todo ese tramo estaba a punto de llegar a su casa; cada paso que daba le dolía como una herida de guerra. Tocó la puerta, la portera le abrió.
–¡Rosa! Rosita, ¿qué te pasó?
–Me asaltaron.
–¡Dios mío! Pásate, ahora le hablo a tu madre –Rosa se sentó en una silla que la portera sacó de su casa. Regresó corriendo, tu mamá no está, ...¿y si pasas a la casa?, pero ¿y si mi marido se enoja?... bueno yo le explicaré –la portera parecía un molusco bajo jugo de limón, pues de un lado iba al otro, continuaba el soliloquio y frotándose los dedos al fin dijo–: Bueno, pasa, yo le explicaré, ojalá no se enojé. A ver si no me meto en problemas..., que dios nos ayude.
Una hora después llegó su madre, en las escaleras fue interceptada por la portera. Entraron muy rápido a la casa, Rosa, estaba tendida sobre la cama, la cara la tenía molida, irreconocible.
–Rosa, hija ¿qué te pasó? –con esfuerzos Rosa abrió la boca.
–Me asaltaron.
–¡Dios mío!
–Señora Milagros. –dijo Rosa con mucho esfuerzo.
–Dime, Rosita ¿qué necesitas?
–...¿Pasó algo mientras dormía?
–No, hija, todo está bien... salvo... un problemita, tú sabes –hizo una mueca negativa y triste. Rosa cerró los ojos y brotaron dos lagrimones.
–¿Salvo qué? –preguntó la madre muy alarmada.
Rosa no se inmutó por la pregunta.
–Perdió al bebé –agregó la portera bajando la mirada. La frase se estrelló en plena cara de la madre. Guardaron silencio unos minutos, la portera preparó dos tés. De momento la madre de Rosa se puso en pie, se acercó a su hija y le preguntó:
–¿Ya te vio un médico?
Rosa asintió con la cabeza, ya no podía hablar bien.
–Bueno ¿y ya le hablaron a Antonio?
–No señora –agregó la portera al par que sacaba pan dulce de una bolsa.
–Bueno, –se acercó al teléfono que estaba a un costado de la cama–, le voy a hablar.
Frente a la cama, herido igual que ella, justo en un lugar donde el rayo dorado del sol le caía a plomo. Doloroso encuentro de dos imágenes laceradas. En una cama, frente al lánguido cristo se podría ver a Rosa. Ella descansaba, las heridas y golpes habían deformado su rostro; y en medio de sus labios entre abiertos, unos labios rozados, que la misma Diótima hubiera envidiado; en estos labios que parecían pétalos bañados de un rocío granate se encontraba la huella de los choques, el estertor le había desportillado los dientes. Su risa conservaba la gracia, pero ya era imperfecta. En medio de la duermevela, por un pequeño resquicio del párpado se vislumbraba el cristo, ese símbolo de dolor y entrega; ese hombre que había bajado al mundo para dar la gracia de Dios a los hombres. El que había muerto en la cruz a manos de la misma humanidad por quien moría una vez más, a manos de los hombres. Rosa sentía que la miraba aquella triste mirada, creación de un artesano inspirado por la divina gracia, ese rostro según ella le daba un mensaje, un mensaje de contrición, de humildad, de constancia ante los embates, porque “quien te quiere te hará sufrir”. Y como si desde lejos, como si desde fuera de ella llegara una fuerza, una energía que la invitaba a perdonar a Antonio. Porque hay que dar la otra mejilla, incansablemente, infinitamente hay que perdonar a los que nos ofenden. ¿Y si Antonio no quiso hacerlo, y si Antonio tenía razón?, es más, ¿y si realmente no lo había hecho Antonio? Quizá sí fue un asalto, porque uno ya no está seguro en la calle. Y que carai, si fue Antonio, ¿qué no era él su hombre? ¿Qué en algún momento no vio cómo su padre, antes de morir cuando gozaba de cabal salud, aplicaba este mismo tipo de correctivos a su madre? Pero ella jamás renegó de su destino, ahí estuvo ella por sus hijos, por su casa, por su familia. Y cuando faltó su padre, cómo se sintieron abandonados del apoyo del padre, aunque ya no temblaba cuando abría la puerta al llegar; cómo hacía falta un hombre en la casa. Y la mamá, que tanto lloraba. Como se abrazaba a su misal en la iglesia, como si fuera el corazón de su esposo. Sí, a parte ya toda la colonia sabía que se iban a casar, que ella esperaba un hijo de Antonio, y quién la iba a querer ahora: ya era una dejada, no era virgen ¿quién la querría así? Y esto le daba más fuerza al argumento de no hablar sobre lo que había pasado. Y justo ahora, frente a esta bendita imagen podía ella descubrir el máximo ejemplo de perdón, de devoción misma.
Tocaron a la puerta antes de que este mensaje divino concluyera, porque lo que estaba sucediendo era un mensaje, como una de las tantas formas de hacerse presente que tiene Dios, nuestro señor.
–¿Rosa? ¿Rosita...?
La voz de la portera empezó a sacarla de ese estado maravilloso, de ese estado de unión con el creador. Rosa fue abriendo los ojos hasta encontrar la silueta esbozada de la vecina envuelta en una luz cenicienta. Hizo un intento por enfocar, pero después de dos parpadeos se dio cuenta de que no lograba terminar de enfocar, cosa que pensó «Ya se pasaría».
–Rosita, ya llegó Antonio.
–¿A dónde está? –a penas alcanzó a esbozar a pesar del dolor que le producía mover la cara.
–Está a bajo, está muy nervioso, me preguntó que qué había dicho. Me preguntó si había hablado con alguien antes de llegar aquí.
–¿Y qué le dijo?
–Pus, que no sabía, que llegaste aquí después de que te asaltaron, y me preguntó que si eso habías contado. Creo que eso lo tranquilizó, hija, tengo que decirte que yo siempre lo he visto muy raro, desde que jugaba con mis hijos, antes de que salieran de pleito. Pero ahora, si que estaba cambiado, nunca lo había visto tan mansito. Se ve que te quiere mucho.
–Sí, sí me quiere. –dijo Rosa sonriendo.
–Pero ¿qué le digo? ¿qué pase?
–¡No!
La vecina se sorprendió de no encontrar la respuesta que esperaba.
–¿Cómo que no? –preguntó frunciendo el seño. ¿Qué, te sientes tan mal? ¿O sólo te gusta que te vea bonita? Hija, no hay que ser vanidosa.
Ya para entonces la señora apretaba los extremos de delantal de cuadros blancos con líneas rojas que al mezclarse devenían en unos rombos de rosa sutil.
–No, sí, dígale que pase.
–Bueno. ¿Segura?

IX

Rosa asintió lentamente con la cabeza, como un pequeño insecto atrapado por el hilo de una araña, a pesar de que cualquier movimiento le causaba dolor. La vecina se encaminó hacia la puerta de repente, antes de llegar volteó y regresó sobre sus pasos.
–Oye, no me lo tomes a mal..., pero ¿tú crees que él pueda subirte a tu casa?
Rosa no contestó inmediatamente, tenía la cabeza tan colmada de temores que ese pequeño barullo fue apagado por el verdadero caudal de ideas y temores. Por amabilidad a ese conglomerado difuso de colores contestó:
–Sí.
–No es que me molesté que estés aquí, pero en la noche llega mi marido y puede que me regañe, ya sabes cómo son los hombres, va llegar muy cansado del trabajo, y no le gusta que yo esté ocupada en otra cosa que no sea en él.
–Sí, entiendo. Yo le pregunto a Antonio, a ver qué me dice.
–Gracias, Pero ya te ayudé ¿verdad?
–Sí, y siempre se lo voy a agradecer...
–Agradécele a Dios, hija.
Rosa volteó a verla, la señora ya había tomado camino hacia la puerta del cuarto, una puerta de acero pintada de un verde muy claro, un poco turquesa. La abrió y el rayo de luz hizo un juego de compases y desapareció al volver a cerrarla. El sonido de la puerta al cerrarse no hizo menos que llenar de miedo a Rosa. No sabía qué era lo que se avecinaba, tenía mucho miedo, y como siempre, esta sensación era la sensación de una caída, de un terrible vértigo que nos une con lo indescriptible; la oscura sensación que nos invade el vientre y nos muestra lo impotentes que somos ante miles de cosas y que no sabemos cuándo, ni cómo sucederán. Pero lo que sí sabemos es que esta sensación es terrible y parecería, mientras se manifiesta, que es eterna, que es infinita. Y acompañado de los dos golpes que sonaron en la puerta, su corazón empezó a latir más rápido e, insoportablemente, devino en una fuerte taquicardia.
–¿Sí?
–Soy yo, Antonio –era esa voz, la que en este momento perdía toda rigidez, todo eco que imponía. Una voz que surge de la extraña forma de impostar el sonido de todos aquellos que en su interior, en su fuero personal, sólo pueden escuchar un hilito de voz ante sí mismos y sus fantasmas.
–Pasa...–dijo ella para entonces temblando, una sensación amarga y un sabor a cobre la envolvía, mientras un dolor que era ínfimo producía la sensación de la duermevela colmada de fuegos. El deslizar de goznes la puso alerta y como un destello, ella regresó al momento en que sentada sobre el tronco le dio el primer golpe, llegó a sentir un estremecimiento entrecortado, un vuelco del ser que dañaba al brotar.
En ese momento escuchó pasos, pasos, pasos, y mientras fingía tener los ojos cerrados, él se colocaba frente a la cama.
–¡Puta...! –Antonio esbozó para sus adentros, veía cómo había quedado después del escarmiento. Se preguntó profundamente si no se había pasado de pendeja. Pero algo imperiosamente lo hizo hincarse frente a ella. –¡Perdóname! ¡perdóname!
Las manos se deslizaron por las cobijas como sierpes sobre arenas tibias, como cascabeles que buscan su presa mal herida, de pronto ya apretaba las cobijas con esas manos de gigante, con sus manos embrutecidas, esas manos que cuando quería se convertían en rocas y batían rostros, cuerpos que siempre se quebraban ante el sonido y la velocidad que da la rabia.
–Antonio, te van a oír. No alces la voz.
–Eres muy buena, no dijiste nada. Rosa, Rosita, mi rosita, eres una santa, no le dijiste nada a nadie ¿verdad? –preguntó mientras se enderezaba y suspendía los lamentos. Se tapó la cara para que no viera las tres lágrimas que se habían escapado.
–No... no pude.
–Y –se secó la cara de esas lágrimas dulces – ...no les vas a decir ¿verdad?
Ella suspiró, apretó los labios con la fuerza de un rencor amargo
–No.
–Rosa, qué linda, qué buena eres, yo sabía que no podías hacerlo. Sabía que no me fallarías, tú eres buena.
–Sí, Antonio.
–Amor, sé que te pondrás bien, y nuestro hijo nacerá fuerte, guapo y jugaré con él, iremos al parque, le compraré una pelota, y jugaremos fútbol, sí...
–No, Antonio –al pronunciar estas frases entrecortadas, muy dentro de sí, Rosa sabía que las cosas jamás serían iguales. Sabía que en su interior algo había muerto. Algo que había sido encendido lentamente, justo ahora había sido decapitado de un solo tajo–. No, perdí al niño.
Su rostro, su rictus quedó impasible, como una máscara de yeso amoratada.
–¿Qué? ¿Se murió? ¿Lo perdiste, perdiste a mi hijo?
Asintió si pronunciar una sola palabra, bajó la mirada intentando encontrar en ese hondón un refugio a las recriminaciones de Antonio.
–No puede ser –y Antonio empezó a llorar de forma silenciosa, lánguida, un poco de verdad, un poco sintiendo el dolor que quería sentir.
Tocaron a la puerta despacio, Rosa temía que hubiesen escuchado detrás de esa puerta que había sido cerrada no precisamente para amarse, ni sentir los cuerpos palpitantes uno del otro.
–Antonio, tocan... –ella se cubrió hasta el cuello con las cobijas.
–Sí –escuchó y rápidamente se enjugó los ojos mientras se ponía de pie. Se acercó a la puerta, y antes de abrir revisó que no tuviera rastros de lágrimas y aspiró muy fuerte su nariz, pensó que no quería que lo vieran llorar como vieja–. ¡Pase!
Del quicio de la puerta surgió la vecina, cubriéndose bajo su bata parecía un animalito espantado. Sus ojos azul claro externaban una pena extraña, singular y triste.
–Perdonen que interrumpa.
–No se preocupe –Antonio daba la espalda a la vecina, mientras su cara estaba frente a la ventana.
–Siento mucho lo que pasó, pero Dios así lo quiso, hijos, hay que tener fe en que así lo quiso dios y que fue lo mejor porque así Dios lo dispuso.
–Sí, doña Marina –dijo Rosa.
–Perdona que insista, Rosita, pero ¿le preguntaste si te podía subir a tu casa?
–No, no he podido.
–¿Qué? –preguntó Antonio interrumpiéndolas, la pregunta brotó a pesar de él mismo, aún tenía el gesto afligido y el gesto desencajado.
–Doña Marina necesita que me vaya antes de que llegue el señor Raúl, para que no la vaya a regañar.
–No a regañar, hija. No tiene nada de malo que ustedes estén aquí, sólo que suele llegar muy cansado y le gusta ver su televisión a gusto.
–No se preocupe ahora la ayudo a subir.
–Gracias, hijo. No tiene que ser ahorita mismo, unos cinco minutos más estará bien. Sólo para que yo me quede más tranquila.
–De acuerdo.
La vecina quedaba justo en medio de ambos, lo cual la obligaba a pasar su mirada de izquierda a derecha y viceversa como un vaivén de nubes.
–Ahora, si quieren yo la ayudo a vestirse a Rosita, ¿quieres?
–Sí, porque me duele todo el cuerpo.
–Te espero a fuera –dijo Antonio, dio unos pasos se acercó sutilmente y cuando por primera vez vio aquel terrible derrame en el ojo de Rosita se sorprendió. Ella sonrió y esbozó una sonrisa descubriendo sus dientes desportillados. Antonio acercó la mano para hacer una caricia a Rosa, ante la cual Rosa se arredró rápida como instintivamente, Antonio apretó los labios al mismo tiempo que volteó preocupado de que la vecina hubiese visto la reacción, dándose cuenta de que ella fue testigo de todo el mohín. –Bueno, ejem, me hablan cuando hayan acabado ¿...sí? Antonio retrocedió sobre sus pasos y salió del cuarto. Al andar parecía que llevaba una carga en los hombros, como un enano cargando un gigante rollizo. Salió pesado pero con presteza del cuarto, dejando tras de sí esas tres figuras lúgubres y martirizadas, Rosa, doña Marina y el cristo de madera.

No hay comentarios: