Sólo las melodías musicales llevan orgullosamente su propia muerte en sí como una necesidad interna, sólo ellas no existen. Todo existente nace sin razón, se prolonga por debilidad y muere por casualidad.
Jean-Paul Sartre, La Náusea
Jean-Paul Sartre, La Náusea
I
La luz acariciaba de forma oblicua las baldosas y las paredes habían cambiado su pálido color por un albugíneo deslumbrante. El viento movía con tibieza las hojas y los tallos de algunas plantas. En el ambiente flotaba cierta humedad, sin estar lo suficientemente densa para poder decir que había un buen clima. Las nubes habían desaparecido casi por completo y el cielo gozaba de tonos claros, que daban un tinte de bilis diluida, evidentemente no estaba aquel famoso color azul del que tanto se habla en las novelas.
En el aire podía percibirse una extraña sensación que se siente los días de asueto donde no hay mucho por hacer. Casi nada podía perturbar esa linda calma. El aire corría verdaderamente despacio, y parecía que en éste no se transportaba ninguna mala nueva. Sin embargo, a lo lejos, más allá de los techos de las casas, desde la carretera se podía ver la forma en que un ave erraba el camino, como si en aquélla y en su trayecto se resolviera parte del futuro de los hombres. En su pliegue y despliegue de alas, quedó todo el porvenir. Causando en quien lo podía ver, sin darse cuenta, una extraña angustia. Quizá fue esto lo único que arrancó del corazón la migaja de calma que quedaba.
Después de algunos breves instantes, justamente con la llegada de una ventisca un poco más fuerte se podía percibir un pequeño y breve compás. Era demasiado tenue para que se pudiera saber con exactitud qué lo causaba. Todo lo demás seguía en una quietud platónica. Las banquetas estaban completamente desiertas, no había un alma. Al mismo tiempo, el cemento que las constituía tenía un aspecto de recién colocadas; parecía que el diseño no tenía más antigüedad que la de algunos meses. Todo era nuevo en aquel joven poblado. Muchas de las casas aún estaban en construcción, y podríamos decir que nada tenía el aspecto de ser verdaderamente viejo o desgastado. Quizá por eso había una ausencia total de ruidos; nadie llegaba hasta allí si no era para realizar algo en específico.
Por las calles recientemente pavimentadas el viento corría a sus anchas entibiándolas levemente. El compás siguió un par de veces. El sonido recordaba un pedazo de madera, como el choque de un pequeño bastón contra el cemento. Después de un instante, el compás se volvió a detener.
Si siguiéramos aquel breve golpeteo veríamos un par de ojos café claro, matizado por algunos lunares en el iris. Veríamos sus mejillas de piel con pequitas, como si el pigmento que oscurecía las lozanías se hubiese concentrado en pequeños puntos, resaltando un mar de piel nívea. El cabello estaba recogido en una cola de caballo que se amarraba dócilmente. Ella se encontraba de pie frente a una banca que se formaba por dos planchas de cemento armónicamente erguidas; llevaba puesta una blusa ligera, de color vino que lucía líneas brillantes. Un pantalón color azul le marcaba suavemente las piernas, las cuales eran alargadas y nada delgadas. Y por último, calzaba unos botines del mismo color de la blusa. Dio algunos pasos indecisos, primero hacia una dirección, después hacía la opuesta. No parecía querer llegar a alguna parte en especial, se conformaba con descargar un poco del ansia que le roía el interior.
Estaba completamente sola, por ningún lugar se veía que alguien se acercara; tampoco había sonidos que llamaran su atención, a lo más, había algún frotar de hojas, el sonido de un radio que se perdía en la distancia y nada más.
Así que, finalmente, después de esperar tanto tiempo resolvió estirar las piernas un poco. Interrumpiendo de esta manera el choque de sus tacones con la banqueta. El aroma que percibió era un poco edulcorado por la transpiración de las flores; su nariz, pequeña y delgada se ponía un poco roja con el calor, pero con el frío se resecaba al grado de despellejarse.
Podríamos mencionar que Rosa era una alusión a su nombre, debido a su piel tenuemente rosada y aquella mirada que emitió durante tanto tiempo. Cuando se ensimismaba daba la impresión de ver un espejo, una mirada que no sigue el camino, que la llaman pero no avanza, que en ocasiones resultaba en una breve bizquera.
Tomó la decisión de volver a sentarse, lo cual no le tranquilizó demasiado. Así que reanudó su sordo compás golpeando el tacón contra la banqueta. Parecía tan inquieta que daba muestra de que esperaba algo importante.
Después de seguir esperando unos minutos más, se puso en pie y emprendió la marcha hacia una de las esquinas de la manzana. Lo cual provocó que la calle quedara nuevamente abandonada. Unos minutos tardó para que se rompiera el silencio, como si la visita desgarrara el ambiente embraveciendo al viento, desgarrando la calma. Allende de todo lo visible se oía el rugir de un motor que iba aumentando su volumen paulatinamente. Fue entonces que se divisó un auto. A pesar de lo que parecía, poco a poco iba disminuyendo la velocidad, hasta que se detuvo frente a la puerta de donde vive Rosa.
Antonio apagó el motor, pero ni así se recuperaba la calma, la puerta se abrió emitiendo el sonido de la bisagra de acero. Una bota color vino fue lo primero que surgió del coche para plantarse en el concreto. Antonio bajó completamente del auto. Cerró la puerta y se acercó a la defensa delantera, titubeó y regresó para cerciorarse de que la puerta estuviera cerrada; se acercó y para confirmarlo movió la perilla.
Caminó hacia la acera, subió la banqueta y de reojo vio un tronco que en algún momento fue un árbol imponente: subió el pie derecho y se acomodó la valenciana sobre la bota, repitió con el izquierdo y después se dirigió a la puerta.
Vestía una camisa blanca que ya lucía mojada en la parte de los sobacos y un pantalón negro que era sujetado por un cinturón vino de hebilla desproporcionadamente grande. Para entonces ya se había quitado las gafas. Tocó un pequeño compás en la puerta. Lo blanco de su camisa emitía una fluorescencia perceptible desde media distancia.
Antonio tenía el aire de estar impaciente, y se llevó la mano derecha a la nuca en señal de desconcierto.
–¿Antonio? –en ese instante escuchó la voz de Rosa. Volteó y sonrió sin hacer mucho aspaviento. Al verla con esa blusa, Antonio se dio cuenta de que el busto se le veía más pronunciado. Después dirigió la mirada hacia abajo para comprobar que la ropa se le veía demasiado ajustada. Sin embargo, la idea no le gustaba tanto. En realidad, Antonio se sentía molesto de que Rosa se viera tan bien y los pantalones le quedaban demasiado ajustados para su gusto. Pues todo ese encanto, si no era para él le hacía pensar que sería mejor que no lo llevara. En ese instante Rosa le volvió a sonreír.
–¿Cómo te fue, mi amor? –preguntó Rosa mientras le extendía los brazos para envolverlo en aquel delicioso perfume. Al llegar a él la atrapó suavemente como envuelta en un maravilloso cariño. Él se mantenía parco, sintiendo de qué manera se adhería a él un cuerpo maravillosamente firme. Al darse cuenta de todo esto la abrazo sin muchas ganas, casi instintivamente, como por amabilidad.
–Rosa, las cosas no van muy bien –dijo Antonio sin mucho convencimiento. En ese instante Rosa se separó un poquito, en realidad no sabía qué significa eso; lo vio a los ojos y volvió a sonreír, con todo ello Rosa era una fresca cascada de encantos. Él seguía en su papel de molesto e inconforme.
–¿A qué te refieres?
–Los negocios no van bien...
–Bueno, pero no es para que te pongas tan triste –en ese momento Rosa se estiró un poco y le besó suavemente, repitiendo el movimiento un par de veces tratando de animarlo.
–No. Esto puede retrasar un poco la boda.
Por fin Rosa cesó de sonreír, pero no quedó en un gesto negativo, ni de hartazgo, como si su dulzura pudiese contra toda la amargura de Antonio.
– Antonio, de verdad no te preocupes. Todo va a estar bien. Que la boda se retrace lo necesario, lo que importa es que tú no te sientas presionado. Y de todas maneras, yo te había dicho que nos podíamos casar sin hacer fiesta.
Él hizo un gesto de falsa molestia, la exasperación era tan actuada que cualquiera hubiese reconocido lo falso de la situación. Sin embargo, todo aquello le pasaba de noche a Rosa.
–No, pero tenemos que casarnos antes de que se te note.
Rosa volvió a sonreír, sólo que esta vez aplicó un poco de complicidad a la mirada.
–No te preocupes... todo va a estar bien. Confía en mí. Pues en tal caso podemos pedir prestado, ya después me puedo poner a trabajar.
Con esta frase a Antonio se le encendieron los ojos, apretó los labios y contestó.
–¿Trabajar...? Ni madres. Jamás. Tú no vas a volver a trabajar en tu vida.
Rosa se espantó; aunque bien sabía que Antonio era atrabancado, pensaba que necesitaba algo más que esa frase para ponerse así; al mismo tiempo que escuchó el acento de la contundencia, sintió que tenía dos deberes, el primero, calmar a Antonio, el segundo, tranquilizarse ella misma porque le podía hacer mal al bebé.
–Bueno, no voy a trabajar, no te pongas así.
–Claro que no –dijo Antonio con cierta jactancia; aunque después reaccionó–. Bueno, pase lo que pase, te prometo que nada le va a faltar a mi hijo.
–Pero, de verdad, no te pongas así. Tú sabes que no me gusta verte triste, ni mucho menos de malas...
–No, estaré tranquilo. Pero... –en ese momento dudó de lo de que debía decir– ¿a ti no te importa si no nos casamos?
–No, amor, yo quiero que estemos juntos aunque sea sin casarnos, sin mucho lujo.
–¿No te importa si no tengo dinero?
–Tontito, claro que no. Tú lo sabes mejor que nadie. Yo te quiero por quien eres, y no te voy a cambiar por nada en el mundo ¿Me crees, verdad?
Antonio hizo un gesto como de un niño al que se le explica la situación, pero que aún no está conforme; tenía la mirada hacia abajo y el semblante daba a entender que estaba haciendo “un puchero” o algo parecido.
–Sí.
–A ver, dime ¿qué era lo que me tenías que decir? –le preguntó nuevamente Rosa, mostrando una mirada que se había iluminado una vez más.
–Eso, que quizá aplazaríamos la boda...
–Amor, la boda va a suceder cuando tu lo decidas –una vez más intentaba componerle el semblante a Antonio.
–¿De verdad? –le preguntó Antonio con cierta inocencia.
–Sí.
–¿Aunque no tardemos?
–Eso para mí no importa, ya te lo dije, gordito.
–Bueno, ya me tengo que ir.
–Ay, ¿tan pronto?
–Me esperan en la comandancia...
–Está bien, pero qué bueno que viniste aunque sea un ratito..
En ese momento, Antonio le dio un beso en los labios, el cual poco a poco se fue convirtiendo en un beso profundo como prolongado. Antonio sintió la lengua de Rosa provocándole un apasionamiento muy fuerte como si ella tuviera todos los secretos de la sensualidad contenidos entre los carrillos. Después de algunos instantes se desprendió de ella, le sonrió e hizo un gesto con la mano, después caminó hacia su auto. Abrió la puerta y volvió a despedirse.
Por la cabeza le pasaban varias ideas mientras subía y arrancaba el coche. No le gustaba que Rosa fuera tan buena para besar. Sentía que eso, y no otra cosa era la prueba de que era una caliente, una mujer de cascos ligeros. En el fondo, Antonio siempre guardó esa duda. Sin embargo, pensó que ya tenía pensado algo para comprobar si realmente lo quería.
II
En el automóvil, atada al retrovisor una pelotita de billar oscilaba al ritmo de las curvas. Antonio manejaba muy rápido, con un atuendo que pretendía estar a la moda, usaba guantes para manejar de cuero negro, en el rostro llevaba unos lentes oscuros le cubrían los ojos, eran tan grandes que no permitían ver ni los extremos de las cejas; a pesar que éstas llegaban hasta un lunar arriba de la cien izquierda. Al hacer el cambio de velocidad el brillante del anillo anular dio un pequeño resplandor. En la guantera portaba una pistola escuadra, una máquina de toques, un boxer de acero y unas “esposas” para dedos. Introdujo una cinta dando así la entrada a un conjunto de notas musicales aceleradas, Ensalada de Moscas de Ozzy Osborne. Después de un rato dejó la autopista y llegó a un poblado casi rural. Forzosamente bajó la velocidad. Sobre la acera se veían un conjunto de casas, se notaban que fueron hechas en serie, y sin ningún sentido de orden o estética. Una señora que barría la banqueta se quedó viendo fijamente al automóvil, era su madre, Antonio no hizo la menor seña ni gesto; la imagen se sucedió a otras señoras que iban por las provisiones diarias para preparar la comida o por alguna otra cosa que les faltara para hacer el aseo.
Antonio continuó en la autopista hasta llegar a una casa mal pintada. Se estacionó, apagó el motor y bajó del auto. Abrió el cierre de la chamarra de piel y aunque este material lo hacia sudar mucho no le importaba con tal de verse imponente. Abrió una ridícula rejilla que protegía la casa y al jardín de los extraños. Tocó la puerta de entrada.
–¿Quién? –se escuchó desde el otro lado.
–Antonio. –La puerta se abrió, detrás de ella salió un hombre con un bigotito ralo mal crecido, que le daba una apariencia ratonil.
–¿Cómo estás, carnal? –estrecharon las manos e hicieron un juego con los dedos que terminó en un chasquido.
–Oye, Enrique, necesito un favor.
–Claro, pero pasa –entró Antonio y en seguida cerró la puerta.
III
–¿Qué pasa, mamá? –pregunta Eva, su madre estaba casi petrificada parada sobre la acera, deteniendo una escoba.
–Nada, creo que nada.
–Pero ¿qué tienes?
–Acaba de pasar Antonio.
–¿...Y?
–Bueno, me preocupa, es casi hora de comer, ¿por qué se habrá seguido de largo?
–Mamá, déjalo, por favor, ya está grande. Seguramente le hablaron de la comandancia. Ven, entra a la casa. –Eva le recibió la escoba y la encaminó hacia la puerta
–Sí, está bien ya no tardan tus hermanos... Hay que dejarlo en manos de Dios.
IV
Sonó el teléfono, después de algunos timbrazos una mujer se acerca arrastrando los pasos. Era una mujer ya mayor. Contestóla llamada sin mucha prisa.
–Bueno.
–Sí, ¿de parte de quién?
–...Fernando. –La señora se extraña y pide le repitan el nombre.
–Fernando, señora, buenas tardes –y de una forma apresurada le pide hablar con Rosa–. Por favor, señora, es muy importante.
–...Está bien, un momento por favor.
Tapa la bocina y se acerca a la ventana. Desde ahí le grita a Rosa.
–¡Rosa! Te hablan por teléfono.
Rosa está sentada en la banca situada a un costado del portón. Rosa levanta una mano para cubrir la luz del sol que le pega directo en la cara al pasar por ese lugar.
–¿Quién es?
–Fernando.
–¿Fernando?
–Sí, anda, sube.
Rosa se mete a la casa, sube corriendo las escaleras, olvidando que está en cinta, hasta llegar al departamento donde viven, ella y su mamá. Entra olvidando cerrar la puerta y toma la llamada.
–...¡Bueno!...–contesta, la voz se escucha en extremo agitada.
–Hola, ¿Rosa?
–Sí, ¿quién habla? –parecía no reconocer la voz.
–Fernando ¿cómo estás?
–...Bien, ay, bien –contestó alterada, entre nerviosa y sofocada.
–¿Qué tienes?
–Nada... bueno estoy un poquito agitada. ¿Tú cómo estás?
–Extrañándote...
–¿Qué?
–Sí, te extraño, Rosa, te extraño como no tienes una idea.
–Ahh.
–Oye, quiero verte. Tenemos que hablar.
–No creo, ¿para qué? ¿qué no estás en Querétaro?
–Sí, pero voy a ir mañana a México, necesito verte, por favor... Vamos a vernos.
–No puedo, yo ya me voy a casar, si Antonio se entera te mata.
–No me importa, tengo que verte. Mira, aquí tengo una oportunidad muy buena, sabes, estoy muy bien parado. He salido adelante. Tengo un trabajo donde gano muy bien.
–Pero no me importa, yo quiero a Antonio, y nos vamos a casar.
–Pero ¿qué te puede ofrecer ese?
–Amor, y estoy esperando... un hijo.
–¿Es de él?
–Por supuesto que es de él. ¿Pues, qué te pasa?
–Pero yo te quiero con todo y su hijo. Ven, haremos una familia.
–No –la respuesta y el acento no daban lugar a dudas sobre la honestidad con que eran declaradas.
–Cásate conmigo.
–No, yo amo a Antonio.
–Pero, conmigo encontrarás la felicidad, y una vida estable.
–No. Ya te voy a colgar.
–Vamos a vernos, anda, sólo una vez. A escondidas...
–No, no quiero.
–¿Por qué?
–Porque...
–¿Ya ves? No tienes razones para no ir.
–Pero...
–Y sí hay razones para vernos.
–No.
–Sí, lo nuestro.
–No, ya me voy.
–¡Rosa! No te vayas, tengo algo que decirte.
–¿Qué?
–Estoy enfermo.
–¿De qué?
–Me voy a morir.
–¿Por qué?
–Te platico si nos vemos mañana.
–... no puedo.
–¿No quieres saber? ¿ni por los viejos tiempos?
–...,...
–Acepta.
–¿No es una broma, verdad?
–¿Cómo crees? Estoy muy enfermo. Mi última voluntad sería volver a verte…
Rosa dudó un instante y después agregó con cierta exasperación.
–¿Dónde?
–¿Qué te parece por la vía? ¿Te acuerdas? –al terminar la pregunta se le escapó una risita, Rosa no entendió a qué se refería, pero le llegó a la cabeza unos chismes que alguna vez Antonio le reprochó; Rosa los había negado.
–¿Por dónde?
–Cerca del río.
–¿A qué hora?
–¿A las cuatro? –preguntó Fernando.
–Bueno, pero no tengo mucho tiempo...
–Con unos minutos seré feliz.
–Serán cinco.
–Oye, ¿le vas a decir a Antonio?
–Cómo crees, te mataría. Tú no me crees, pero no sabes de lo que es capaz, lo conozco bien.
–Como veas... Entonces hasta mañana...
–Sí. No le digas a nadie.
–No, palabra de caballero. Gracias, recibe un beso.
–Adiós –Rosa colgó el teléfono, sin contestar a ese último comentario.
V
–Mamá, ya tenemos hambre –dijo Eva, todos estaban sentados a la mesa; eran cuatro mujeres y un hijo.
–Hay que esperar a tu hermano.
–... pero ya tenemos mucha hambre.
–No, hay que esperarlo.
–Pero ve la hora...
–Que no.
–...Si viviera papá –dijo Elsa, una de las hermanas menores.
–Cállate –gritó la madre. Por eso mismo, tu hermano ocupa su lugar. Es el hombre de la casa.
–Pues el “hombre” se tarda mucho –dijo Eva.
–¡Ya! –desde la cocina gritó Doña Soledad
Se escuchó el motor de un auto, después cesó ese sonido y se escuchó abrir el portón de la casa.
–Ya llegó.
Antonio abrió la puerta pasó sin mucha delicadeza y un tanto acelerado, cruzó hasta la estancia sin saludar a nadie.
–¿No vas a comer? –le preguntó la mamá. Antonio no contestó mientras seguía andando. Subió las escaleras, después se escuchó el choque de una puerta al cerrarse.
–Empiecen –dijo la señora con la mirada atenta a las escaleras.
* * *
Al cerrar la puerta, Antonio quedó solo, tanto como jamás se había sentido
«¿Es posible? Rosa era una cualquiera, saber que se había quedado de ver con Fernando... bueno no era Fernando, pero ella así lo pensaba y con eso bastaba, y dónde se iban a ver, cerca de la vía, donde el cabrón de Fernando la desfloró, ella siempre lo negó, pero no pudo negar que ya no era virgen, sucia, puta, puta, mil veces puta, mujer de la calle, sucia.
Y ella cree que es Fernando, eso prueba que..., para saber si habla con la verdad hay que seguirla, maldita sea. Todo da a entender que esta vieja va a donde le conviene. Claro, las mujeres buscan el dinero; pero el anzuelo se lo tragó completito. “Los negocios no andan bien”. Y ya enseñó el cobre, sí, sí se veía que era una interesada. Y a parte, sobre todas las cosas, había algo en ella que ningún hombre respetaría, eso que representa que es una hija de familia, pero Rosa, Rosa, ¡ja!, Rosa, si no es otra cosa que espinas con tallo. De pensar en eso, de darse uno cuenta, no era virgen, por dios... Cómo se puede vivir así, cómo siendo una mujer descastada, babeada por otros, por muchos pasteleada. ¡Ja! ¿quién habrá sido? » –ya para entonces las lágrimas le brotaban inconsolablemente como a una niña–. «Seguramente fue Fernando, como todos dicen. En una casucha cerca de la vía, hasta el tarado de Enrique sabía a qué me refería cuando le pedí que lo mencionara; y de quién se reía...de mí seguramente. Sí, Fernando, aunque Rosa llorando lo haya negado es verdad. Pero ella bien sabía que no era virgen cuando lo hicimos en Acapulco... Pero eso es jugar chueco, yo que creía en ella. Pensé que decía la verdad, y a la primera pruebita me traicionó. Seguramente espera irse con él, si supiera... ¡Ja si supiera...! La decepción que se va a llevar esta hija de la chingada.
Rosa, ¿por qué me haces esto? ...yo confié en ti. Yo te amo, te quiero, pero la traición no la tolero. Desde luego, pensaste, “a este yo lo amarro con un hijo que ni es de él”. Pero ahí está uno de pendejo, enamorado. Cómo me siento mal, cómo me siento solo, me fallaste, me fallaste. Qué decepción vas a tener, yo que me fijé en ti, comprobé tu poco valor, y ahora me sales con esto. Yo que me fijé en ti, ya no valías. Pero, pero te di una oportunidad... »
Se colocó frente a una pera de box que estaba empotrada al lado del armario, y empezó a golpearla, cada vez más fuerte y más rápido hasta que llegó un momento que ya no pudo seguir; se ha echó a llorar sentado sobre su cama.
VI
–¿Qué pasa? –preguntó la señora.
–Era Fernando.
–¿Qué quería?
–Verme... le dije que no, pero insistió tanto.
–¿Vas a ir?
–Pues..., dice que es una emergencia.
–¿En serio?
–Sí, hasta me preocupé, creo que tiene un problema de salud.
–¿Cuándo lo ves?
–Mañana... Oye pero guarda el secreto, no le digas nada a nadie, no quiero que se entere Antonio.
–No, imagínate.
–La que se armaría.
–¿Pero no está en Querétaro Fernando?
–Sí, pero mañana viene. ...Eso me dijo.
–De seguro, sólo por verte a ti.
–Pues no me da gusto. Yo ya me voy a casar... sólo...
–Sólo ¿qué?
–Que hoy vi a Antonio, estaba muy extraño. Que tenía problemas en los negocios...
–¿Cuáles negocios si es policía?
–Pues, a mí me ha dicho que tiene “negocios”. ¿Tú crees que podría tener lo que tiene con el sueldo de policía?
–De seguro roba –dijo la mamá sin dar mucha importancia a algo que parecía fácil de entenderse.
–N’ombre ¿qué te pasa?
–¿Por qué no? Aquí es lo más normal. Dime una cosa ¿qué te da más miedo? Ver un policía o un ladrón?
–La verdad, un policía, si ves a un ladrón, gritas, pero un policía está bien equipado... con coche y todo... y son dos por patrulla, pero no, tampoco le vayas a decir a nadie de lo que estamos hablando... Antonio no es así.
–Eso no lo sé.
–Ya, que va venir mi tía con Jazmín, y si nos ven así, nos van a preguntar. Ya sabes que ellas no se quedan con la duda. Oye, mamá, ¿tú crees que pase algo?
–¿En la cita? Pues depende ¿dónde se van a ver?
–En la vía, cerca del río. Ya sabes, cerca de las parte de atrás del supermercado.
–Pues yo creo que no, mientras no sepa Antonio, oye ¿le vas a decir algún día?
–No sé, lo pensé, y creo que estaría bien, la confianza, tú sabes.
–¿Cuándo? ¿Antes o después?
–Después, qué tal que no me deja ir... o le pegue.
–Sí, pero después sí le vas a decir.
–Seguro que sí.
VII
El tren ya no pasaba más, la vía estaba semi oxidada, y algunas de sus partes estaban rebasadas por el pasto. Metros adelante, el río de T. corría con su torrente de agua contaminada; el mal olor inundaba de enfermedad todo el ambiente. Algunas personas, que vivían en la cercanía, ya no sentían la pestilencia. El olor era tan fuerte y espeso que las mujeres dejaron de usar perfume, pues a penas sentían que el rocío se escapaba del atomizador, y veían su piel rociada cuando el olor del río y su neblina ya habían absorbido la esencia. Parecía que ese aroma sin que ellos pudieran percatarse, les había quemado el olfato. Algunos árboles mostraban su edad centenaria, otros rotos o dañados inundaban de gris el verde del campo. Era una zona ocupada por algunas familias –“paracaidistas”– que al no ver dueño de las propiedades pensaron que no lo había. Poco a poco fueron construyendo su casa de cartón o madera barata, alumbraban conectando cables en las corrientes de la vía pública que llevaban luz a alguna caseta de la carretera. Sí se veía desde arriba podría decirse que estas casas ocupaban medio círculo que continuaba en otro, el de las casas de “interés social”, unidas una a la otra como desagradables hermanas siameses.
De pronto, el ruido de un auto rompió con la miserable quietud del paisaje; se abrió una puerta, brotaron murmullos y risas, después el sonido al cerrar la portezuela, ¡paf!, y se reanudó el sonido del motor para después disminuir hasta extinguirse. Rosa empezó a alejarse de la carretera e internándose en el pastizal, cuidaba de no caerse. Empezaba su trayecto al prólogo de su última cita antes de comenzar su vida de casada –pensaba.
Después de algunos minutos de caminata, llegó cerca de la vía. Un árbol aserrado servía de banco, se sentó en él esperando a Fernando. La pestilencia le picó por algunos minutos el olfato, sintió un poco de mareo; después de un rato se habituó a ese hedor oscuro.
Sintió gusto y nerviosismo al pensar que vería a Fernando, ella misma no se explicaba el porqué, pero la sensación, de algún modo, estaba solapada. Y después se lo contaría a Antonio, él entendería de verdad, antes de venir le había intentado llamar, mas fue imposible... ¿en dónde estaría? Mientras pensaba esto, alzó la vista y se dio cuenta de que en las casas hechas de cartón, desde una ventana, alguien la observaba, era un niño muy bebito, un poco sucio con la nariz tapada de una sustancia verde y mugre en la boca. Y más allá, justo detrás de estas casas, en unos edificios de “interés social”, pintados de color mamey, los departamentos de arriba, estaban a la vista. Había una señora, frente a una ventana enrejada, preparaba algo en la estufa. Era satisfactoria la capacidad visual de Rosa, nunca había usado anteojos, cosa que le daba gusto; a pesar que le venía de momentos una leve bizquera. Vio el reloj, Fernando estaba demorado por diez minutos. Pobrecillo, ¿qué tendrá? Regresó la vista a la ventana de los edificios mamey. Entonces la imagen que notó no era la señora vista anteriormente, era una señora en la que Rosa se reconoció. Era ella, justo ahí, preparando comida, para su esposo e hijos. ¡Qué maravilla! Se imaginaba a Ricardo y a Antonio sentados, ambos esperando la comida; y quizá ya para entonces ella de nuevo encinta... para así juntar “la parejita”. De momento Antonio en la mesa diciéndole «Rosita, Rosa ¿ya está la comida? ella la llevaría y le diría: –sí, mi amor».
–¡Rosa! –la voz le cayó como un golpe en el estomago, pensó que lo imaginó, cuando sintió un tirón de cabellos, después llegó el segundo grito–. ¡Rosa! ¿qué estás haciendo aquí?
Antes de que pudiera explicar a Antonio y a sí misma, el segundo golpe cayó como rayo, pero este golpe fue físico; fue una cachetada que le aturdió, e inundó la boca de un sabor a hierro. Ya para entonces el rostro se le había llenado de lágrimas. Una segunda bofetada seguida de una serie de golpes que la hicieron desplomarse en el intento de protegerse de los golpes. Pero cada saeta hacía blanco, ya fuera en la cabeza, en el estomago o las piernas. De momento Antonio cesó frente a Rosa que trataba de cubrir en el sudor.
Rosa levantó la mirada descubriendo la cara de piel muy blanca, amoratada, y llena de lágrimas. Antonio había desaparecido para entonces; por momentos Rosa dudó si era real lo ocurrido, pero ahí estaba el dolor para demostrarle que todo era real. El verse en el suelo, la sangre que corría hasta su boca lo reiteraba; al par que el simple hecho de respirar también le causaba profundos dolores, lloraba con sollozos entrecortados. Le pasó por la cabeza que quizá, Fernando o Darío podrían venir. Ayudarla a levantarse, y salir, salir de esta, que es el único deseo que le queda a alguien con tanto miedo. De momento escuchó el sonido de hojas secas al trozarse «¡Alguien viene! » –creyó con gusto que le ayudarían. Giró para encontrarse con el “salvador”, que no era otro sino Antonio, pero esta vez traía algo en la mano, Rosa se enteró que era un fuete al sentirlo golpear su hombro.
–No, ya no.
–Te lo mereces, ¿por qué me traicionaste? ¿Por qué me fallaste?
–Yo... yo no hice nada de eso...
–Cómo no ¿qué estás haciendo aquí?
–Nada...en serio –la frase se escuchó entre silbidos que hacía el fuete al cortar el aire.
–Sé que te quedaste de ver con Fernando.
–No es cierto...ay, ay –Antonio le impactó en consecuencia a la respuesta de Rosa.
–Cállate, lloras como un chivo, chillas como un chivo asqueroso.
Ya para entonces Rosa lloraba más, como una cautiva del “santo oficio”, Antonio la tomó por el cabello una vez más.
–No mientas, yo sé que vendrías. ¿sabes por qué? Porque un amigo te llamó, y mira, supiste que era Fernando y viniste acá ya con los calzones en la mano. Eres una cualquiera.
–...No, no es cierto.El último fuetazo en la mejilla le cerró la boca y el alma; cesó el lamento desgarrador, ese lamento de chivo que había sido tragado por el dolor.
La luz acariciaba de forma oblicua las baldosas y las paredes habían cambiado su pálido color por un albugíneo deslumbrante. El viento movía con tibieza las hojas y los tallos de algunas plantas. En el ambiente flotaba cierta humedad, sin estar lo suficientemente densa para poder decir que había un buen clima. Las nubes habían desaparecido casi por completo y el cielo gozaba de tonos claros, que daban un tinte de bilis diluida, evidentemente no estaba aquel famoso color azul del que tanto se habla en las novelas.
En el aire podía percibirse una extraña sensación que se siente los días de asueto donde no hay mucho por hacer. Casi nada podía perturbar esa linda calma. El aire corría verdaderamente despacio, y parecía que en éste no se transportaba ninguna mala nueva. Sin embargo, a lo lejos, más allá de los techos de las casas, desde la carretera se podía ver la forma en que un ave erraba el camino, como si en aquélla y en su trayecto se resolviera parte del futuro de los hombres. En su pliegue y despliegue de alas, quedó todo el porvenir. Causando en quien lo podía ver, sin darse cuenta, una extraña angustia. Quizá fue esto lo único que arrancó del corazón la migaja de calma que quedaba.
Después de algunos breves instantes, justamente con la llegada de una ventisca un poco más fuerte se podía percibir un pequeño y breve compás. Era demasiado tenue para que se pudiera saber con exactitud qué lo causaba. Todo lo demás seguía en una quietud platónica. Las banquetas estaban completamente desiertas, no había un alma. Al mismo tiempo, el cemento que las constituía tenía un aspecto de recién colocadas; parecía que el diseño no tenía más antigüedad que la de algunos meses. Todo era nuevo en aquel joven poblado. Muchas de las casas aún estaban en construcción, y podríamos decir que nada tenía el aspecto de ser verdaderamente viejo o desgastado. Quizá por eso había una ausencia total de ruidos; nadie llegaba hasta allí si no era para realizar algo en específico.
Por las calles recientemente pavimentadas el viento corría a sus anchas entibiándolas levemente. El compás siguió un par de veces. El sonido recordaba un pedazo de madera, como el choque de un pequeño bastón contra el cemento. Después de un instante, el compás se volvió a detener.
Si siguiéramos aquel breve golpeteo veríamos un par de ojos café claro, matizado por algunos lunares en el iris. Veríamos sus mejillas de piel con pequitas, como si el pigmento que oscurecía las lozanías se hubiese concentrado en pequeños puntos, resaltando un mar de piel nívea. El cabello estaba recogido en una cola de caballo que se amarraba dócilmente. Ella se encontraba de pie frente a una banca que se formaba por dos planchas de cemento armónicamente erguidas; llevaba puesta una blusa ligera, de color vino que lucía líneas brillantes. Un pantalón color azul le marcaba suavemente las piernas, las cuales eran alargadas y nada delgadas. Y por último, calzaba unos botines del mismo color de la blusa. Dio algunos pasos indecisos, primero hacia una dirección, después hacía la opuesta. No parecía querer llegar a alguna parte en especial, se conformaba con descargar un poco del ansia que le roía el interior.
Estaba completamente sola, por ningún lugar se veía que alguien se acercara; tampoco había sonidos que llamaran su atención, a lo más, había algún frotar de hojas, el sonido de un radio que se perdía en la distancia y nada más.
Así que, finalmente, después de esperar tanto tiempo resolvió estirar las piernas un poco. Interrumpiendo de esta manera el choque de sus tacones con la banqueta. El aroma que percibió era un poco edulcorado por la transpiración de las flores; su nariz, pequeña y delgada se ponía un poco roja con el calor, pero con el frío se resecaba al grado de despellejarse.
Podríamos mencionar que Rosa era una alusión a su nombre, debido a su piel tenuemente rosada y aquella mirada que emitió durante tanto tiempo. Cuando se ensimismaba daba la impresión de ver un espejo, una mirada que no sigue el camino, que la llaman pero no avanza, que en ocasiones resultaba en una breve bizquera.
Tomó la decisión de volver a sentarse, lo cual no le tranquilizó demasiado. Así que reanudó su sordo compás golpeando el tacón contra la banqueta. Parecía tan inquieta que daba muestra de que esperaba algo importante.
Después de seguir esperando unos minutos más, se puso en pie y emprendió la marcha hacia una de las esquinas de la manzana. Lo cual provocó que la calle quedara nuevamente abandonada. Unos minutos tardó para que se rompiera el silencio, como si la visita desgarrara el ambiente embraveciendo al viento, desgarrando la calma. Allende de todo lo visible se oía el rugir de un motor que iba aumentando su volumen paulatinamente. Fue entonces que se divisó un auto. A pesar de lo que parecía, poco a poco iba disminuyendo la velocidad, hasta que se detuvo frente a la puerta de donde vive Rosa.
Antonio apagó el motor, pero ni así se recuperaba la calma, la puerta se abrió emitiendo el sonido de la bisagra de acero. Una bota color vino fue lo primero que surgió del coche para plantarse en el concreto. Antonio bajó completamente del auto. Cerró la puerta y se acercó a la defensa delantera, titubeó y regresó para cerciorarse de que la puerta estuviera cerrada; se acercó y para confirmarlo movió la perilla.
Caminó hacia la acera, subió la banqueta y de reojo vio un tronco que en algún momento fue un árbol imponente: subió el pie derecho y se acomodó la valenciana sobre la bota, repitió con el izquierdo y después se dirigió a la puerta.
Vestía una camisa blanca que ya lucía mojada en la parte de los sobacos y un pantalón negro que era sujetado por un cinturón vino de hebilla desproporcionadamente grande. Para entonces ya se había quitado las gafas. Tocó un pequeño compás en la puerta. Lo blanco de su camisa emitía una fluorescencia perceptible desde media distancia.
Antonio tenía el aire de estar impaciente, y se llevó la mano derecha a la nuca en señal de desconcierto.
–¿Antonio? –en ese instante escuchó la voz de Rosa. Volteó y sonrió sin hacer mucho aspaviento. Al verla con esa blusa, Antonio se dio cuenta de que el busto se le veía más pronunciado. Después dirigió la mirada hacia abajo para comprobar que la ropa se le veía demasiado ajustada. Sin embargo, la idea no le gustaba tanto. En realidad, Antonio se sentía molesto de que Rosa se viera tan bien y los pantalones le quedaban demasiado ajustados para su gusto. Pues todo ese encanto, si no era para él le hacía pensar que sería mejor que no lo llevara. En ese instante Rosa le volvió a sonreír.
–¿Cómo te fue, mi amor? –preguntó Rosa mientras le extendía los brazos para envolverlo en aquel delicioso perfume. Al llegar a él la atrapó suavemente como envuelta en un maravilloso cariño. Él se mantenía parco, sintiendo de qué manera se adhería a él un cuerpo maravillosamente firme. Al darse cuenta de todo esto la abrazo sin muchas ganas, casi instintivamente, como por amabilidad.
–Rosa, las cosas no van muy bien –dijo Antonio sin mucho convencimiento. En ese instante Rosa se separó un poquito, en realidad no sabía qué significa eso; lo vio a los ojos y volvió a sonreír, con todo ello Rosa era una fresca cascada de encantos. Él seguía en su papel de molesto e inconforme.
–¿A qué te refieres?
–Los negocios no van bien...
–Bueno, pero no es para que te pongas tan triste –en ese momento Rosa se estiró un poco y le besó suavemente, repitiendo el movimiento un par de veces tratando de animarlo.
–No. Esto puede retrasar un poco la boda.
Por fin Rosa cesó de sonreír, pero no quedó en un gesto negativo, ni de hartazgo, como si su dulzura pudiese contra toda la amargura de Antonio.
– Antonio, de verdad no te preocupes. Todo va a estar bien. Que la boda se retrace lo necesario, lo que importa es que tú no te sientas presionado. Y de todas maneras, yo te había dicho que nos podíamos casar sin hacer fiesta.
Él hizo un gesto de falsa molestia, la exasperación era tan actuada que cualquiera hubiese reconocido lo falso de la situación. Sin embargo, todo aquello le pasaba de noche a Rosa.
–No, pero tenemos que casarnos antes de que se te note.
Rosa volvió a sonreír, sólo que esta vez aplicó un poco de complicidad a la mirada.
–No te preocupes... todo va a estar bien. Confía en mí. Pues en tal caso podemos pedir prestado, ya después me puedo poner a trabajar.
Con esta frase a Antonio se le encendieron los ojos, apretó los labios y contestó.
–¿Trabajar...? Ni madres. Jamás. Tú no vas a volver a trabajar en tu vida.
Rosa se espantó; aunque bien sabía que Antonio era atrabancado, pensaba que necesitaba algo más que esa frase para ponerse así; al mismo tiempo que escuchó el acento de la contundencia, sintió que tenía dos deberes, el primero, calmar a Antonio, el segundo, tranquilizarse ella misma porque le podía hacer mal al bebé.
–Bueno, no voy a trabajar, no te pongas así.
–Claro que no –dijo Antonio con cierta jactancia; aunque después reaccionó–. Bueno, pase lo que pase, te prometo que nada le va a faltar a mi hijo.
–Pero, de verdad, no te pongas así. Tú sabes que no me gusta verte triste, ni mucho menos de malas...
–No, estaré tranquilo. Pero... –en ese momento dudó de lo de que debía decir– ¿a ti no te importa si no nos casamos?
–No, amor, yo quiero que estemos juntos aunque sea sin casarnos, sin mucho lujo.
–¿No te importa si no tengo dinero?
–Tontito, claro que no. Tú lo sabes mejor que nadie. Yo te quiero por quien eres, y no te voy a cambiar por nada en el mundo ¿Me crees, verdad?
Antonio hizo un gesto como de un niño al que se le explica la situación, pero que aún no está conforme; tenía la mirada hacia abajo y el semblante daba a entender que estaba haciendo “un puchero” o algo parecido.
–Sí.
–A ver, dime ¿qué era lo que me tenías que decir? –le preguntó nuevamente Rosa, mostrando una mirada que se había iluminado una vez más.
–Eso, que quizá aplazaríamos la boda...
–Amor, la boda va a suceder cuando tu lo decidas –una vez más intentaba componerle el semblante a Antonio.
–¿De verdad? –le preguntó Antonio con cierta inocencia.
–Sí.
–¿Aunque no tardemos?
–Eso para mí no importa, ya te lo dije, gordito.
–Bueno, ya me tengo que ir.
–Ay, ¿tan pronto?
–Me esperan en la comandancia...
–Está bien, pero qué bueno que viniste aunque sea un ratito..
En ese momento, Antonio le dio un beso en los labios, el cual poco a poco se fue convirtiendo en un beso profundo como prolongado. Antonio sintió la lengua de Rosa provocándole un apasionamiento muy fuerte como si ella tuviera todos los secretos de la sensualidad contenidos entre los carrillos. Después de algunos instantes se desprendió de ella, le sonrió e hizo un gesto con la mano, después caminó hacia su auto. Abrió la puerta y volvió a despedirse.
Por la cabeza le pasaban varias ideas mientras subía y arrancaba el coche. No le gustaba que Rosa fuera tan buena para besar. Sentía que eso, y no otra cosa era la prueba de que era una caliente, una mujer de cascos ligeros. En el fondo, Antonio siempre guardó esa duda. Sin embargo, pensó que ya tenía pensado algo para comprobar si realmente lo quería.
II
En el automóvil, atada al retrovisor una pelotita de billar oscilaba al ritmo de las curvas. Antonio manejaba muy rápido, con un atuendo que pretendía estar a la moda, usaba guantes para manejar de cuero negro, en el rostro llevaba unos lentes oscuros le cubrían los ojos, eran tan grandes que no permitían ver ni los extremos de las cejas; a pesar que éstas llegaban hasta un lunar arriba de la cien izquierda. Al hacer el cambio de velocidad el brillante del anillo anular dio un pequeño resplandor. En la guantera portaba una pistola escuadra, una máquina de toques, un boxer de acero y unas “esposas” para dedos. Introdujo una cinta dando así la entrada a un conjunto de notas musicales aceleradas, Ensalada de Moscas de Ozzy Osborne. Después de un rato dejó la autopista y llegó a un poblado casi rural. Forzosamente bajó la velocidad. Sobre la acera se veían un conjunto de casas, se notaban que fueron hechas en serie, y sin ningún sentido de orden o estética. Una señora que barría la banqueta se quedó viendo fijamente al automóvil, era su madre, Antonio no hizo la menor seña ni gesto; la imagen se sucedió a otras señoras que iban por las provisiones diarias para preparar la comida o por alguna otra cosa que les faltara para hacer el aseo.
Antonio continuó en la autopista hasta llegar a una casa mal pintada. Se estacionó, apagó el motor y bajó del auto. Abrió el cierre de la chamarra de piel y aunque este material lo hacia sudar mucho no le importaba con tal de verse imponente. Abrió una ridícula rejilla que protegía la casa y al jardín de los extraños. Tocó la puerta de entrada.
–¿Quién? –se escuchó desde el otro lado.
–Antonio. –La puerta se abrió, detrás de ella salió un hombre con un bigotito ralo mal crecido, que le daba una apariencia ratonil.
–¿Cómo estás, carnal? –estrecharon las manos e hicieron un juego con los dedos que terminó en un chasquido.
–Oye, Enrique, necesito un favor.
–Claro, pero pasa –entró Antonio y en seguida cerró la puerta.
III
–¿Qué pasa, mamá? –pregunta Eva, su madre estaba casi petrificada parada sobre la acera, deteniendo una escoba.
–Nada, creo que nada.
–Pero ¿qué tienes?
–Acaba de pasar Antonio.
–¿...Y?
–Bueno, me preocupa, es casi hora de comer, ¿por qué se habrá seguido de largo?
–Mamá, déjalo, por favor, ya está grande. Seguramente le hablaron de la comandancia. Ven, entra a la casa. –Eva le recibió la escoba y la encaminó hacia la puerta
–Sí, está bien ya no tardan tus hermanos... Hay que dejarlo en manos de Dios.
IV
Sonó el teléfono, después de algunos timbrazos una mujer se acerca arrastrando los pasos. Era una mujer ya mayor. Contestóla llamada sin mucha prisa.
–Bueno.
–Sí, ¿de parte de quién?
–...Fernando. –La señora se extraña y pide le repitan el nombre.
–Fernando, señora, buenas tardes –y de una forma apresurada le pide hablar con Rosa–. Por favor, señora, es muy importante.
–...Está bien, un momento por favor.
Tapa la bocina y se acerca a la ventana. Desde ahí le grita a Rosa.
–¡Rosa! Te hablan por teléfono.
Rosa está sentada en la banca situada a un costado del portón. Rosa levanta una mano para cubrir la luz del sol que le pega directo en la cara al pasar por ese lugar.
–¿Quién es?
–Fernando.
–¿Fernando?
–Sí, anda, sube.
Rosa se mete a la casa, sube corriendo las escaleras, olvidando que está en cinta, hasta llegar al departamento donde viven, ella y su mamá. Entra olvidando cerrar la puerta y toma la llamada.
–...¡Bueno!...–contesta, la voz se escucha en extremo agitada.
–Hola, ¿Rosa?
–Sí, ¿quién habla? –parecía no reconocer la voz.
–Fernando ¿cómo estás?
–...Bien, ay, bien –contestó alterada, entre nerviosa y sofocada.
–¿Qué tienes?
–Nada... bueno estoy un poquito agitada. ¿Tú cómo estás?
–Extrañándote...
–¿Qué?
–Sí, te extraño, Rosa, te extraño como no tienes una idea.
–Ahh.
–Oye, quiero verte. Tenemos que hablar.
–No creo, ¿para qué? ¿qué no estás en Querétaro?
–Sí, pero voy a ir mañana a México, necesito verte, por favor... Vamos a vernos.
–No puedo, yo ya me voy a casar, si Antonio se entera te mata.
–No me importa, tengo que verte. Mira, aquí tengo una oportunidad muy buena, sabes, estoy muy bien parado. He salido adelante. Tengo un trabajo donde gano muy bien.
–Pero no me importa, yo quiero a Antonio, y nos vamos a casar.
–Pero ¿qué te puede ofrecer ese?
–Amor, y estoy esperando... un hijo.
–¿Es de él?
–Por supuesto que es de él. ¿Pues, qué te pasa?
–Pero yo te quiero con todo y su hijo. Ven, haremos una familia.
–No –la respuesta y el acento no daban lugar a dudas sobre la honestidad con que eran declaradas.
–Cásate conmigo.
–No, yo amo a Antonio.
–Pero, conmigo encontrarás la felicidad, y una vida estable.
–No. Ya te voy a colgar.
–Vamos a vernos, anda, sólo una vez. A escondidas...
–No, no quiero.
–¿Por qué?
–Porque...
–¿Ya ves? No tienes razones para no ir.
–Pero...
–Y sí hay razones para vernos.
–No.
–Sí, lo nuestro.
–No, ya me voy.
–¡Rosa! No te vayas, tengo algo que decirte.
–¿Qué?
–Estoy enfermo.
–¿De qué?
–Me voy a morir.
–¿Por qué?
–Te platico si nos vemos mañana.
–... no puedo.
–¿No quieres saber? ¿ni por los viejos tiempos?
–...,...
–Acepta.
–¿No es una broma, verdad?
–¿Cómo crees? Estoy muy enfermo. Mi última voluntad sería volver a verte…
Rosa dudó un instante y después agregó con cierta exasperación.
–¿Dónde?
–¿Qué te parece por la vía? ¿Te acuerdas? –al terminar la pregunta se le escapó una risita, Rosa no entendió a qué se refería, pero le llegó a la cabeza unos chismes que alguna vez Antonio le reprochó; Rosa los había negado.
–¿Por dónde?
–Cerca del río.
–¿A qué hora?
–¿A las cuatro? –preguntó Fernando.
–Bueno, pero no tengo mucho tiempo...
–Con unos minutos seré feliz.
–Serán cinco.
–Oye, ¿le vas a decir a Antonio?
–Cómo crees, te mataría. Tú no me crees, pero no sabes de lo que es capaz, lo conozco bien.
–Como veas... Entonces hasta mañana...
–Sí. No le digas a nadie.
–No, palabra de caballero. Gracias, recibe un beso.
–Adiós –Rosa colgó el teléfono, sin contestar a ese último comentario.
V
–Mamá, ya tenemos hambre –dijo Eva, todos estaban sentados a la mesa; eran cuatro mujeres y un hijo.
–Hay que esperar a tu hermano.
–... pero ya tenemos mucha hambre.
–No, hay que esperarlo.
–Pero ve la hora...
–Que no.
–...Si viviera papá –dijo Elsa, una de las hermanas menores.
–Cállate –gritó la madre. Por eso mismo, tu hermano ocupa su lugar. Es el hombre de la casa.
–Pues el “hombre” se tarda mucho –dijo Eva.
–¡Ya! –desde la cocina gritó Doña Soledad
Se escuchó el motor de un auto, después cesó ese sonido y se escuchó abrir el portón de la casa.
–Ya llegó.
Antonio abrió la puerta pasó sin mucha delicadeza y un tanto acelerado, cruzó hasta la estancia sin saludar a nadie.
–¿No vas a comer? –le preguntó la mamá. Antonio no contestó mientras seguía andando. Subió las escaleras, después se escuchó el choque de una puerta al cerrarse.
–Empiecen –dijo la señora con la mirada atenta a las escaleras.
* * *
Al cerrar la puerta, Antonio quedó solo, tanto como jamás se había sentido
«¿Es posible? Rosa era una cualquiera, saber que se había quedado de ver con Fernando... bueno no era Fernando, pero ella así lo pensaba y con eso bastaba, y dónde se iban a ver, cerca de la vía, donde el cabrón de Fernando la desfloró, ella siempre lo negó, pero no pudo negar que ya no era virgen, sucia, puta, puta, mil veces puta, mujer de la calle, sucia.
Y ella cree que es Fernando, eso prueba que..., para saber si habla con la verdad hay que seguirla, maldita sea. Todo da a entender que esta vieja va a donde le conviene. Claro, las mujeres buscan el dinero; pero el anzuelo se lo tragó completito. “Los negocios no andan bien”. Y ya enseñó el cobre, sí, sí se veía que era una interesada. Y a parte, sobre todas las cosas, había algo en ella que ningún hombre respetaría, eso que representa que es una hija de familia, pero Rosa, Rosa, ¡ja!, Rosa, si no es otra cosa que espinas con tallo. De pensar en eso, de darse uno cuenta, no era virgen, por dios... Cómo se puede vivir así, cómo siendo una mujer descastada, babeada por otros, por muchos pasteleada. ¡Ja! ¿quién habrá sido? » –ya para entonces las lágrimas le brotaban inconsolablemente como a una niña–. «Seguramente fue Fernando, como todos dicen. En una casucha cerca de la vía, hasta el tarado de Enrique sabía a qué me refería cuando le pedí que lo mencionara; y de quién se reía...de mí seguramente. Sí, Fernando, aunque Rosa llorando lo haya negado es verdad. Pero ella bien sabía que no era virgen cuando lo hicimos en Acapulco... Pero eso es jugar chueco, yo que creía en ella. Pensé que decía la verdad, y a la primera pruebita me traicionó. Seguramente espera irse con él, si supiera... ¡Ja si supiera...! La decepción que se va a llevar esta hija de la chingada.
Rosa, ¿por qué me haces esto? ...yo confié en ti. Yo te amo, te quiero, pero la traición no la tolero. Desde luego, pensaste, “a este yo lo amarro con un hijo que ni es de él”. Pero ahí está uno de pendejo, enamorado. Cómo me siento mal, cómo me siento solo, me fallaste, me fallaste. Qué decepción vas a tener, yo que me fijé en ti, comprobé tu poco valor, y ahora me sales con esto. Yo que me fijé en ti, ya no valías. Pero, pero te di una oportunidad... »
Se colocó frente a una pera de box que estaba empotrada al lado del armario, y empezó a golpearla, cada vez más fuerte y más rápido hasta que llegó un momento que ya no pudo seguir; se ha echó a llorar sentado sobre su cama.
VI
–¿Qué pasa? –preguntó la señora.
–Era Fernando.
–¿Qué quería?
–Verme... le dije que no, pero insistió tanto.
–¿Vas a ir?
–Pues..., dice que es una emergencia.
–¿En serio?
–Sí, hasta me preocupé, creo que tiene un problema de salud.
–¿Cuándo lo ves?
–Mañana... Oye pero guarda el secreto, no le digas nada a nadie, no quiero que se entere Antonio.
–No, imagínate.
–La que se armaría.
–¿Pero no está en Querétaro Fernando?
–Sí, pero mañana viene. ...Eso me dijo.
–De seguro, sólo por verte a ti.
–Pues no me da gusto. Yo ya me voy a casar... sólo...
–Sólo ¿qué?
–Que hoy vi a Antonio, estaba muy extraño. Que tenía problemas en los negocios...
–¿Cuáles negocios si es policía?
–Pues, a mí me ha dicho que tiene “negocios”. ¿Tú crees que podría tener lo que tiene con el sueldo de policía?
–De seguro roba –dijo la mamá sin dar mucha importancia a algo que parecía fácil de entenderse.
–N’ombre ¿qué te pasa?
–¿Por qué no? Aquí es lo más normal. Dime una cosa ¿qué te da más miedo? Ver un policía o un ladrón?
–La verdad, un policía, si ves a un ladrón, gritas, pero un policía está bien equipado... con coche y todo... y son dos por patrulla, pero no, tampoco le vayas a decir a nadie de lo que estamos hablando... Antonio no es así.
–Eso no lo sé.
–Ya, que va venir mi tía con Jazmín, y si nos ven así, nos van a preguntar. Ya sabes que ellas no se quedan con la duda. Oye, mamá, ¿tú crees que pase algo?
–¿En la cita? Pues depende ¿dónde se van a ver?
–En la vía, cerca del río. Ya sabes, cerca de las parte de atrás del supermercado.
–Pues yo creo que no, mientras no sepa Antonio, oye ¿le vas a decir algún día?
–No sé, lo pensé, y creo que estaría bien, la confianza, tú sabes.
–¿Cuándo? ¿Antes o después?
–Después, qué tal que no me deja ir... o le pegue.
–Sí, pero después sí le vas a decir.
–Seguro que sí.
VII
El tren ya no pasaba más, la vía estaba semi oxidada, y algunas de sus partes estaban rebasadas por el pasto. Metros adelante, el río de T. corría con su torrente de agua contaminada; el mal olor inundaba de enfermedad todo el ambiente. Algunas personas, que vivían en la cercanía, ya no sentían la pestilencia. El olor era tan fuerte y espeso que las mujeres dejaron de usar perfume, pues a penas sentían que el rocío se escapaba del atomizador, y veían su piel rociada cuando el olor del río y su neblina ya habían absorbido la esencia. Parecía que ese aroma sin que ellos pudieran percatarse, les había quemado el olfato. Algunos árboles mostraban su edad centenaria, otros rotos o dañados inundaban de gris el verde del campo. Era una zona ocupada por algunas familias –“paracaidistas”– que al no ver dueño de las propiedades pensaron que no lo había. Poco a poco fueron construyendo su casa de cartón o madera barata, alumbraban conectando cables en las corrientes de la vía pública que llevaban luz a alguna caseta de la carretera. Sí se veía desde arriba podría decirse que estas casas ocupaban medio círculo que continuaba en otro, el de las casas de “interés social”, unidas una a la otra como desagradables hermanas siameses.
De pronto, el ruido de un auto rompió con la miserable quietud del paisaje; se abrió una puerta, brotaron murmullos y risas, después el sonido al cerrar la portezuela, ¡paf!, y se reanudó el sonido del motor para después disminuir hasta extinguirse. Rosa empezó a alejarse de la carretera e internándose en el pastizal, cuidaba de no caerse. Empezaba su trayecto al prólogo de su última cita antes de comenzar su vida de casada –pensaba.
Después de algunos minutos de caminata, llegó cerca de la vía. Un árbol aserrado servía de banco, se sentó en él esperando a Fernando. La pestilencia le picó por algunos minutos el olfato, sintió un poco de mareo; después de un rato se habituó a ese hedor oscuro.
Sintió gusto y nerviosismo al pensar que vería a Fernando, ella misma no se explicaba el porqué, pero la sensación, de algún modo, estaba solapada. Y después se lo contaría a Antonio, él entendería de verdad, antes de venir le había intentado llamar, mas fue imposible... ¿en dónde estaría? Mientras pensaba esto, alzó la vista y se dio cuenta de que en las casas hechas de cartón, desde una ventana, alguien la observaba, era un niño muy bebito, un poco sucio con la nariz tapada de una sustancia verde y mugre en la boca. Y más allá, justo detrás de estas casas, en unos edificios de “interés social”, pintados de color mamey, los departamentos de arriba, estaban a la vista. Había una señora, frente a una ventana enrejada, preparaba algo en la estufa. Era satisfactoria la capacidad visual de Rosa, nunca había usado anteojos, cosa que le daba gusto; a pesar que le venía de momentos una leve bizquera. Vio el reloj, Fernando estaba demorado por diez minutos. Pobrecillo, ¿qué tendrá? Regresó la vista a la ventana de los edificios mamey. Entonces la imagen que notó no era la señora vista anteriormente, era una señora en la que Rosa se reconoció. Era ella, justo ahí, preparando comida, para su esposo e hijos. ¡Qué maravilla! Se imaginaba a Ricardo y a Antonio sentados, ambos esperando la comida; y quizá ya para entonces ella de nuevo encinta... para así juntar “la parejita”. De momento Antonio en la mesa diciéndole «Rosita, Rosa ¿ya está la comida? ella la llevaría y le diría: –sí, mi amor».
–¡Rosa! –la voz le cayó como un golpe en el estomago, pensó que lo imaginó, cuando sintió un tirón de cabellos, después llegó el segundo grito–. ¡Rosa! ¿qué estás haciendo aquí?
Antes de que pudiera explicar a Antonio y a sí misma, el segundo golpe cayó como rayo, pero este golpe fue físico; fue una cachetada que le aturdió, e inundó la boca de un sabor a hierro. Ya para entonces el rostro se le había llenado de lágrimas. Una segunda bofetada seguida de una serie de golpes que la hicieron desplomarse en el intento de protegerse de los golpes. Pero cada saeta hacía blanco, ya fuera en la cabeza, en el estomago o las piernas. De momento Antonio cesó frente a Rosa que trataba de cubrir en el sudor.
Rosa levantó la mirada descubriendo la cara de piel muy blanca, amoratada, y llena de lágrimas. Antonio había desaparecido para entonces; por momentos Rosa dudó si era real lo ocurrido, pero ahí estaba el dolor para demostrarle que todo era real. El verse en el suelo, la sangre que corría hasta su boca lo reiteraba; al par que el simple hecho de respirar también le causaba profundos dolores, lloraba con sollozos entrecortados. Le pasó por la cabeza que quizá, Fernando o Darío podrían venir. Ayudarla a levantarse, y salir, salir de esta, que es el único deseo que le queda a alguien con tanto miedo. De momento escuchó el sonido de hojas secas al trozarse «¡Alguien viene! » –creyó con gusto que le ayudarían. Giró para encontrarse con el “salvador”, que no era otro sino Antonio, pero esta vez traía algo en la mano, Rosa se enteró que era un fuete al sentirlo golpear su hombro.
–No, ya no.
–Te lo mereces, ¿por qué me traicionaste? ¿Por qué me fallaste?
–Yo... yo no hice nada de eso...
–Cómo no ¿qué estás haciendo aquí?
–Nada...en serio –la frase se escuchó entre silbidos que hacía el fuete al cortar el aire.
–Sé que te quedaste de ver con Fernando.
–No es cierto...ay, ay –Antonio le impactó en consecuencia a la respuesta de Rosa.
–Cállate, lloras como un chivo, chillas como un chivo asqueroso.
Ya para entonces Rosa lloraba más, como una cautiva del “santo oficio”, Antonio la tomó por el cabello una vez más.
–No mientas, yo sé que vendrías. ¿sabes por qué? Porque un amigo te llamó, y mira, supiste que era Fernando y viniste acá ya con los calzones en la mano. Eres una cualquiera.
–...No, no es cierto.El último fuetazo en la mejilla le cerró la boca y el alma; cesó el lamento desgarrador, ese lamento de chivo que había sido tragado por el dolor.
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