
Las siguientes ocasiones fueron más objetivas, debo admitir: entrabas y empezabas a analizar a la “heroína”, podía ser “Denine du Bois”, “Dany Cheeks”, “Marlette”, “Silvia Saint” o “Rebbeca Wild”; no sé si sólo yo me fijaba en esos detalles, tampoco sé, si era la única pero veía el filme como si estuviera en la Muestra. Me daba placer analizar como un crítico riguroso.
El mejor acto –la primera vez– fue en una película donde un tipo alto, de nariz aguileña, y que duraba como la crisis nacional, arremetía contra una chica de senos hermosos. Bajo una palapa seguía penetrando a esta hermosa morena, sus senos podrían ser réplicas en el Louvre –justo en esa sala de los sótanos, donde no admiten visitas, y está reservada para la elite del mundo del arte–. Después de un rato gritó como loca. Ellos, como felinos, hacían el amor, con fuego; el centro de ella brillaba de gusto; pensé que era fingido..., pero puedo asegurar que no era así. Esto era como oro molido, un oro que no brilla ni se pesa; en nuestro fuero interno sabíamos que era real, los estertores no se fingían. Yo notaba claramente cuándo fingían, lo cual sucedía pocas veces; este no era el caso. Los cuerpos dolían, y andaban al mil por hora. Ya para entonces el tipo estaba imbuido en la copa de los senos. Y de pronto la piel se ruborizaba, las piernas resplandecían, el cuerpo dentro del cuerpo alimentaba las convulsiones. Qué gran coito, qué vibrar de senos, al andar tras el placer nada los detenía. Y ahí de pronto, les dolía, y la petite morte ya los vencía silenciosamente. Duro, dale, suda, y grita, dale y ama, ¿pues qué es amar? ¿si no es esto que nos excita? Los que creen que se necesita amar para tener sexo, trivializan al Amor, vaya si lo sé. De momento la mujer moría, y el filme languidecía, la película parecía convertirse en un suave vapor azul, ahí estaba todo, el cine representado por una cámara espía. La cópula terminó, así, catabín-catabúm, y de momento tras la noche, en la oscuridad había un gran silencio. No pude negar las palmas a ese actor, matador de angustias, sembrador de placeres; y así, justo ahí, anduvieron cuerpos capaces de deslizarse sobre las pantallas de nácar. Se rompió el silencio con un aplauso que fue un destello, me hizo palidecer, pues fue mío; muchos hombres sonrieron descubriendo dientes amarillentos, hasta los sodomitas que hacían “felatios” se irguieron y voltearon hacia donde yo estaba. Empecé a aplaudir, lo merecían, de plano sonreí hasta las lágrimas y los demás me siguieron poniéndose todo mundo de pie.
Reí al aplaudir, me brillaban los ojos, todos aplaudían, llegó a ser tanto que detuvieron la película pues del siguiente coito no se escuchaba nada. Era un hecho, estábamos complacidos. Era una gran fiesta, aplaudimos hasta el cansancio. Parecía el festival de Cannes, o el de Berlín en la “Vassbindersalt”. Y de pronto dije al de a lado, “La crítica la avala”, aunque no sé si me escuchó.
Después de varias sesiones, si lo ameritaba, ya aplaudíamos con toda naturalidad, no necesitábamos decir nada más. Si era buena, la Crítica la avalaría. De no ser así el silencio trastornaría al proyector, todos los viernes a las seis, la Crítica se reunía, la mayor suerte eran las palmas, otras eran golpeadas con el silencio, todo esto el proyector lo padecía o festejaba. No lo había notado, pero ahora el cine estaba lleno, no sabíamos nuestros nombres, pero la fama de la Crítica había crecido en forma exagerada, de tal manera que los boletos se vendían desde el lunes, agotándose el mismo día.
Las sesiones en el Cine “Afrodita”, parecían no acabar nunca. Quizá fue conformada por algo más, pero esperábamos una suerte de comunión aleatoria, quizá fue sólo la casualidad, pero qué felices fuimos. Algunos señores se acercaban, otros, sólo aplaudían desde el antifaz que les brindaba la penumbra, y otros llegaban hasta a gritar, otros tantos silbaban jubilosos, mientras los cuerpos yacían, o andaban deslizándose por la telaraña de cera que era la pantalla. ¿Cómo llegó a su fin? No lo sé; quizá algunos se hartaron, otros, se casaron, otros –lo podría jurar– murieron de muerte natural, pero contentos; he quedado yo, que no soy nada, jamás pagué boleto, y así, siempre, he estado, en el cine, butaca tras butaca, esperando el sol de otros días. ¿Vendrán? Lo ignoro, aquí, sola sigo esperando un buen filme, y otro cuerpo que me deje entrar en él y vencerle. –
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