"Máquina de escribir" de Héctor Iván González, Coordinador de “La Escritura poliédrica. Ensayos sobre Daniel Sada”, Becario del Fonca en el Género de Novela. Esta es su publicación de crítica, creación y reseñas.

miércoles, 7 de marzo de 2012

Sergio Contla Guerrero (1984-2011) en su estado más puro

Para su familia, con afecto.



Conocí a Sergio Contla (1984-2011) en la clase de Corrientes generales…, aún no recuerdo el título completo de la asignatura, lo que sí recuerdo claramente es que esa clase era una de las que formaban el tronco común de nuestra licenciatura. Era en esa etapa tan interesante que tenía la carrera, cuando los alumnos de las cuatro escuelas convivían en un mismo salón. Ahí participaban los estudiantes más disímiles y de personalidades y gustos a veces contrastantes. Recuerdo claramente esa tarde: era en uno de los salones del tercer piso, de los más grandes y que se llenaba a tope. Tal vez más de cuarenta estudiantes estuvieran ahí, todos revueltos, anudados, escuchando la clase. En un momento dado, el profesor preguntó si alguien sabía en qué consistía el “Principio de incertidumbre”, todos quedaron en silencio, incluso los alumnos más participativos; cuando de pronto, una mano se elevó por encima de las cabezas pidiendo la palabra y con una voz grave explicó en qué consistía. La voz provenía de un joven de aspecto ecuánime, personalidad bien templada que no titubeaba ante la dificultad de desarrollar frente a nosotros algo tan complejo, y que cuando lo hacía mostraba que tenía muy claro de lo que hablaba. “Según Heisenberg, hay variables físicas de las cuales no se puede determinar en términos físicos clásicos el movimiento lineal ni la posición de un objeto dado; esto es debido a que, entre mayor exactitud se busque, mayor imposibilidad habrá de saber su momento lineal puesto que no hay una trayectoria definida”. Y terminaba, “esto nos dice que no se puede estudiar algo sin alterarlo”.
Inmediatamente sentí curiosidad por ese compañero quien nunca buscaba la exhibición gratuita, que parecía incluso participar a pesar de su propia intensión de mantener un perfil bajo y de limitarse a analizar todo lo que los demás ahí comentábamos.
Al momento del receso me lo presentó otro amigo de letras inglesas, Gerónimo Sarmiento. Sergio se nos mostraba parsimonioso, prudente en sus juicios, analítico y muy escéptico para aventurarse a la primera impresión. De inmediato descubrí que estaba frente a alguien que ya tenía algunas horas de vuelo en la reflexión personal y que había acumulado un mundo interior bastante profundo.
Por aquel entonces, mientras asistíamos a clases, y siguiendo la consigna de Sartre de que los estudiantes tienen que discutir para poder aprender algo, organizamos un Círculo de Lectura. Con éste queríamos hacer un humilde homenaje al Círculo de conferencias que fundara Pedro Henríquez Ureña en 1908, que posteriormente se convirtió en el Ateneo de la Juventud. Habíamos pensado en dar conferencias sobre los temas que estudiáramos y la Coordinadora del Colegio nos había incentivado. Sergio tenía que ser uno de los miembros, de eso no teníamos duda. Así que lo invité desde el inicio, sin embargo no pudo asistir a las primeras sesiones porque los horarios coincidían con los de sus prácticas de guitarra clásica. Sergio hacía estudios de Guitarra Clásica en la Escuela Superior de música al mismo tiempo que ya daba recitales públicos auspiciados por la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México. De tal suerte que él junto con su ensamble iban a escuelas oficiales, delegaciones, foros donde no siempre se presentaba este tipo de cercanía con el arte, para interpretar piezas de De Falla, de Joaquín Rodrigo y algún arreglo que ellos mismos habían preparado, entre estos estaban algunos tangos de Astor Piazzolla. Siempre me causó una profunda admiración su esfuerzo por compartir su arte con las personas desfavorecidas.
Posteriormente se integró al Círculo de Lectura para no dejar de asistir en sus tres o cuatro versiones; cada una duraba, en promedio, un semestre. Empezamos leyendo a Reyes, Pound, Estarobinsky, la segunda ocasión leíamos La estética como ideología de Terry Eagleton, posteriormente abordamos La Historia trágica de la literatura de Walter Muschg, y finalmente nos reunimos para leer poesía de Rilke. En todas estas sesiones Sergio Contla dio muestra de tener una gran capacidad de análisis que se dimensionaba con su mundo interior. Recuerdo claramente que cuando estudiábamos el capítulo sobre Renacimiento de Muschg, Sergio nos explicó que Romeo y Julieta tenía un trasfondo satírico, pues –en sus palabras– la manera de que estaban escanciados los versos en los parlamentos de Romeo se hacía una satirización de los excesos en que habían caído los poetas renacentistas que Shakespeare caricaturizaba. Así que, en pocas palabras, los metros elegidos por el bardo habían sido expresamente para mofarse del amor en una historia trágica. Su conocimiento de Shakespeare nos sorprendió y nos dejó patidifusos; pero esa no fue la última vez que lo hiciera.
Para ese momento, sus inclinaciones literarias empezaban a tender hacia el premio Nobel de literatura J. M. Coetzee. Así que no era raro encontrarlo en la sala de lectura con la mirada fija en una de sus obras. No tardó mucho en decidir que iba a escribir su tesis sobre la novela Elizabeth Costello. Como muchos de ustedes saben, la historia trata de una escritora australiana que está inserta en el circuito de conferencias y que vive –a su pesar– de las viejas glorias de sus libros. En gran medida, las ponencias que imparte Costello sirven a Coetzee para externar sus propias inquietudes sobre la literatura, así que asisten figuras como la de Molly Bloom, el Gorila del cuento de Kafka y muchos otros personajes como Gulliver de Swift. Sergio veía en esta novela una veta desmesuradamente rica con la cual dialogar extensamente por medio de su tesis. Sin duda, la novela da lugar a varias discusiones que normalmente dividen en bandos a los grupos donde éstas se traten: la vigencia de la literatura actual, los derechos de los animales o las convenciones literarias; todos y cada uno de estos temas son discutidos minuciosamente. Incluso, a mí modo de ver, en este elemento radica la tremenda importancia de la obra; las polémicas que se escenifican son auténticas, uno puede sentirse de inmediato comprometido con unos o con otros. No me es difícil saber el por qué le había atraído tanto este libro, pues él tenía una gran capacidad de discusión.
Dialogar con él siempre te hacía emplear a fondo tus argumentos, pues nunca daba nada por hecho. Puedo decir que, poco a poco, se me había convertido en el alternante idóneo durante las sesiones de lectura. Con él se podía discutir hasta el último verso, machacar las ideas recíprocamente y ver qué tanto eran auténticas y qué tanto eran supuestos desechables. Discutíamos sobre las diferentes definiciones de literatura, cada quien defendía la suya; abordábamos la cuestión de la existencia o no de la postmodernidad; decantábamos nuestros gustos poéticos y podíamos estar merodeando versos hasta el agotamiento. Pero, por encima de todo esto, lo que siempre imperaba era el rigor y la buena fe. Con Sergio se podía tener discrepancias, múltiples disensos, sin embargo nunca había desavenencias. Era demasiado inteligente para sentir la confrontación como algo personal, y actuaba en consecuencia. El nivel de franqueza y apasionamiento con el que se podía discutir con él, lamento decirlo, no es el que impera en las aulas de nuestra Facultad.
Tal vez por esto mismo pensé que era un gran acierto cuando el Colegio de Letras Modernas lo eligió para participar en un curso de verano en el Kings College, en Londres, Inglaterra. Sergio representó de una manera extraordinaria a la UNAM y más específicamente a nuestra Facultad en un ámbito pluricultural y de alta exigencia de análisis artístico. Así que asistió a sesiones de discusión y de análisis de texto con gente de Japón, Alemania, Estados Unidos, Francia e Inglaterra, además de visitar los más importantes museos de Londres guiado por especialistas.
Particularmente, Sergio fue uno de los estudiantes más emblemáticos de nuestra generación; era la imagen por antonomasia del ideal del Universitario, no sólo porque nada de lo humano le resultaba ajeno, como exigen los cánones, sino porque lo hacía en las horas de estudio lo mismo que a la hora del solaz más franco. Era una constante encontrarlo en conciertos de la OFUNAM, en Muestras internacionales en la Cineteca, en exposiciones plásticas o en obras de Teatro de toda índole. Su estrecha relación con el arte lo hacía poseedor de un vasto mundo de interrelaciones, de posturas estéticas y de un amplio campo de sentimientos que reflejaba en sus trabajos en la carrera. La ponencia que presentó hace justamente un año, en el IV Coloquio: “Detonadores de la locura en Hamlet” fue una muestra del amplio estudio que había realizado en torno a todo lo que rodeaba la figura y el tiempo del príncipe de Dinamarca.




Recuerdo el momento en que él y Gerónimo, su compañero de departamento, se hicieron de un cañón eléctrico para proyectar en la superficie desnuda de un muro algunas películas –pues tal era su ambición de no reducir la experiencia cinematográfica a las limitaciones de una pantalla de televisión. Poco después, Sergio, una amiga y el que escribe pudimos ver en gran formato Sandra de Luchino Visconti, deleitándonos con la presencia de Claudia Cardinale y la perturbadora trama que se encerraba en una antigua casa de la provincia italiana. Para enseguida proyectar El sueño eterno, dirigida por Howard Hawks, basada en una novela de Raymond Chandler y con guión de William Faulkner. De tal suerte que, cuando terminamos de verlas, los comentarios empezaron a brotar, las impresiones personales a ser compartidas, las interpretaciones a ser externadas. Recuerdo que Sergio nos explicó que la técnica para los diálogos que practicaban en El sueño eterno, en la cual Humprey Bogart era un experto, se llamaba lapstick, la cual consiste en hacer un juego de ingenio donde se tiene que responder rápidamente, durante la discusión, a la injuria o al sarcasmo del otro; todo esto con el fin de que repitiera el espíritu de los antiguos copleros que podían crear endechas espontáneamente al vuelo del ritmo de la guitarrita, llamada de la misma manera, lapstick.
Claramente puedo rememorar la forma en que a Sergio le gustaba paladear las palabras, era un amante del lenguaje, siempre me hacía pensar en el aforismo del poeta español José Ángel Valente, que decía que para ser poeta se necesita tener una relación carnal con las palabras. Sergio tenía este vínculo, al punto que cuando nos reuníamos a leer poesía reparaba en los tiempos verbales, en el uso de los adverbios, en la introducción de tal o cual tropo o figura retórica que dimensionara el poema. Siempre discutimos sobre un soneto de Seamus Heaney, “Acta de unión”, en el cual él veía una traducción del poder inglés que sometía al pueblo irlandés; en cambio, yo veía un poema erótico. El poema dice, en traducción de Pura López Colomé:
Esta noche, el pulso, en avanzada
temporal de pantano reforzado;
inundar: la energía empantanada,
corte largo entre helechos estallado.

Firme orilla oriental, tu espalda
y los brazos y piernas estirados
allende tus colinas. La explanada
acaricio: ahí está nuestro pasado.

Sobre tus hombros, soy reino ascendente,
para ti persuasión o ignorancia.
Es falsa la conquista. Lentamente

envejezco y veo independientes
tus orillas: ahora, ahí, mi herencia
culmina clara, inexorablemente.

Recuerdo que durante un trayecto en su carro discutíamos nuestras interpretaciones. Donde el soneto termina “ahora, ahí, mi herencia / culmina clara, inexorablemente”, yo veía una posibilidad de embarazo después del coito. Por su parte, Sergio argumentaba que en Firme orilla oriental, tu espalda / y los brazos y piernas estirados / allende tus colinas. La explanada / acaricio: ahí está nuestro pasado estaban los argumentos de la corona inglesa para no conceder la absoluta independencia a Irlanda. Ahora que releo este soneto encuentro mucho más pertinente su lectura y no dudo en hacer mía su versión, como lo he hecho de tantas de sus brillantes ideas que me compartió.
Sergio fue un estudiante de todos los días, un universitario las veinticuatro horas y un compañero entrañable. Tenía muy clara la responsabilidad de un estudiante de acabar su licenciatura y buscar la manera de seguir cultivándose. De pronto, era difícil verlo porque estaba investigando, sacando notas, leyendo artículos académicos, inspeccionando fuentes y ejercitándose en la guitarra. Siempre nos prometíamos mutuamente que nos encontraríamos para charlar o para ver una película en cuanto los compromisos del semestre cesaran. Jamás he visto a nadie más involucrado en sus proyectos. Nunca alguien estuvo tan concentrado en sus tareas, la música y las letras. Por eso me daba un gusto tremendo encontrarlo y poder charlar aunque fuera unos minutos con él; siempre te contaba de sus hallazgos, te compartía sus hipótesis, ya fueran sobre Shakespeare, sobre Wallace Stevens o sobre Coetzee. Casi no hablaba de él sino como un pintor habla de formas, texturas y cromatismos, dejando su persona al final de la lista. En una de estas ocasiones donde agotó todos los temas, nos compartió a algunos amigos y a mí que, como resultado del mejoramiento de sus notas del último semestre, había elevado su promedio hasta ser merecedor de la Medalla Gabino Barreda que otorga nuestra Universidad a los alumnos más destacados de la generación. Y yo agregaría, en el caso de Sergio, a los más brillantes. Pues estoy cierto de que Sergio Contla es –ya que es deliberado el uso del presente histórico–, Sergio Contla es una de las mentes más brillantes que hayan pisado esta Facultad. Esto me lo permito decir gracias a los varios años durante los cuales he entrado a las aulas de esta Facultad en varias carreras, pero sobre todo, al trato frecuente con mis compañeros. Por lo cual, puedo decirles que la percepción que muchos de ustedes tienen al sentir que Sergio fue un ser absolutamente excepcional, no se limita a ser una impresión individual, sino a la experiencia de toda una generación. No exagero si digo que en numerosos compañeros que compartieron con él el aula, Sergio dejó una impronta profunda, ni tampoco me excederé al decir que sus maestros lo tendrán presente cada vez que recuerden sus mayores satisfacciones como docentes, como formadores de mentes sensibles o como consejeros de futuros colegas. Sólo puedo acabar diciendo algo que ya en la casa de Sergio pronuncié, que he dejado atrás esa zozobra que me invadió el día que supe de tu partida, que para mí es pasado esa noticia, cuando un rayo de luz negra me pasó por la cara y me demostró que contigo ese mí mismo que sólo tú despertabas había muerto en mí muy dentro; porque siento la necesidad de decir que cuando entro a la facultad, recorro sus pasillos rumbo a una clase, siento de una manera muy fuerte, como una certeza indiscutible, que al dar la vuelta en alguno de sus codos, al subir una escalera o al salir a la fuente, te encontraré de nuevo, siempre con tu libro frente a los ojos, como me acostumbré a verte durante tantos años. Y que, una vez más con pena de interrumpirte, me acercaré a ti, para estrecharte la mano y decirte: ¿Qué pasa, Serge? ¿Cómo va la tesis?

1 comentario:

Lázaro Salvatierra dijo...

Apreciable Héctor:
Me ha conmovido tu texto-homenaje. Vaya un abrazo para ti en honor al ausente a quien -oh, pena- no tuve la dicha de conocer.