Cuando Catalina de Giprieto fue a cobrar su cheque de jubilación había tenido problemas para entrar a su casa, porque uno de sus vecinos cambió la chapa sin consultar a nadie. Dos horas estuvo esperando a que alguien entrara y le permitiera entrar a su propia casa. Estaba verdaderamente molesta porque “esos nacos” que llevaban la administración cometían ese tipo de arbitrariedades a menudo. En efecto, era una guerra entre vecinos.
Mientras esperaba bajo el balcón del primer piso, en la calle, pasó un hombre de traje negro: con semblante adusto y un poco macilento. Se trataba de Julián González, quien para sus escasos 35 años estaba lo suficientemente envejecido como para pensarlo mayor de cuarenta. Murmuraba algo, una maldición o un ruego. A pesar de que su traje se veía que era nuevo ya tenía unas gotas de salsa de tomate. “Habrá comido en lo del italiano”, pensó Catalina mientras lo seguía con la mirada. “Ya somos dos con mala suerte”, se dijo Catalina mientras se le aligeraba el malestar. Cuando lo volvió a encontrar, Julián estaba encaramado a una caseta telefónica y parecía discutir con alguien del otro lado del teléfono.
–Pero tú sabías que ese sillón era muy importante para mí: me lo dejó mi padre. ¿Pero cómo pudiste, Ana? Y la computadora…
–… –mediante el teléfono, las frases llegaban hasta él y de inmediato causaban algún efecto en su semblante: lo demudaban.
–¿Tiraste la computadora? ¡Pero te dije que aún no sacaba los archivos del trabajo! ¿Es que no te podías esperar?
La charla continuaba, más bien discusión, mientras Catalina observaba que un carro rojo se estacionaba. Se trataba de Rita Mares, la dependienta de la florería que estaba frente a su edificio: era una trigueña de ojos miel, aunque debido a un problema en el hígado tenía una mirada débil, era de mediana estatura y tenía el cabello quebrado. Llegaba con su novio, un güerito que usaba el cabello engominado y con raya de lado, el Ricky, como le decían en el barrio. Todas las tardes la traía a la florería después de sus ensayos de danza en el Teatro de la Ciudad. Parecía que, ellos también, en ese momento discutían: ella guardaba silencio en algunos momentos para mostrar su desagrado, su desacuerdo, aunque de inmediato regresaba a las palabras.
–Pero si me dijiste que hoy sí irías. Todas las noches quiero que me acompañes. No ves que me da miedo andar sola en la noche.
–Sí, mi amor, ¿pero qué quieres, es mi papá el que me encarga cosas para la empresa?
–¡Un día me van a robar y te vas a arrepentir! ¿Por qué siempre estás tan ocupado en la noche?
–Amor, voy a cenas para la empresa de mi papá, la gente trabaja de día y cierra los negocios de noche, ¿yo qué puedo hacer contra eso, mi niña? Además, no puedo decirle que no a mi papá.
Catalina sonrió con cierta condescendencia. Pensé en sus años de juventud, en los reproches que le hacía a su novio en la plaza Río de Janeiro, en aquellos años que apenas se incorporaba a la vida en la ciudad, cuando su madre le hablaba todos los días desde Poza Rica para ver cómo estaba. Sonreía Catalina, costurera jubilada, amente del radio que aprendió a escuchar en las tardes de su ciudad natal. Sonreía y volvía la vista a Julián, quien compraba un periódico en el puesto de revistas.
–¡Entonces no te quiero volver a ver! –se escuchó el grito de Rita, cuando dejaba al Ricky con un palmo de narices. Atravesó la calle sin reparar en que venía un carro a toda velocidad. Tan sólo por un ápice fue que se salvó de ser atropellada. De inmediato, el enfrenón, el quemar de llantas y las piernas de Rita escapando entre las defensas de dos autos.
–Por poco la… –dijo Catalina, sorprendiéndose de oír su propia voz. En ese momento vio que se acercaba uno de los vecinos: don Miguel, quien también le caía mal a Catalina.
–¡Qué barbaridad! No le han dado su duplicado –le preguntó, sonriente, afable, empático, a lo cual Catalina, quien conservaba aquellos ojos verdes de jovencito, contestó con un mohín.
Entró al elevador y en seguida vio a don Miguel, quien –como casi siempre refrenaba las ganas de hablar con aquella vecina que lo tenía cautivado. La única mujer que lo convencía de que aún era joven, quizá porque su presencia le imponía una fuerza extraordinaria, de la misma manera que lo hacían las chicas en la escuela secundaria. Catalina salió del elevador en el tercer piso y no contestó, como siempre, al “Buenas tardes” de “ese viejuco”, como le decían los vecinos.
Al abrir la puerta, Catalina escuchó el timbre del teléfono, corrió para alcanzar a contestar y llegó jadeante a la mesita.
–¿Comadre? –se escuchó del otro lado de la bocina.
Era Margarita, la comadre de Catalina, también jubilada, sólo que ella lo era de la medicina, quien cada vez que no tenía algo que hacer le hablaba para invitarla al “Yak” de avenida Cuauhtémoc. Durante un momento, en medio de la letanía –antes de la típica invitación–, Catalina vio sin conciencia por la ventana y sorprendió a Julián González hablando, con una actitud extraña, con una mujer vestida de amarillo: de la punta de la cabeza hasta la punta de los pies era amarillo puro. Parecía que él se deshacía en explicaciones, sus manos mostraban cierta angustia. De súbito vio cómo, después de que Julián extendía las manos, la mujer sacó un picahielo y se lo clavó en la frente.
–¡Margarita, espérame! –gritó Catalina, mientras se llevaba las manos a la cabeza, como en una acción de reflejo, sin embargo no sabía cómo reaccionar, sentía que gritar ante un cuadro tan alejado sería inútil. –¡Comadre, pasó algo horrible! Acaba de pasar algo, luego te hablo.
–Oye, Cata, nada más te quería invitar al… –la frase se ahogó mientras llamaba al 911, aunque después se dio cuenta de que ese número nada más era un programa de televisión; después intentó el 080, donde no hubo respuesta y terminó hablándole a Locatel, “que de algo servirá”.
Cuando se volvió a azomar por la ventana, la gente ya estaba rodeando el cuerpo de Julián que agonizaba bajo un semáforo. Aquella tarde el barrio fue la noticia en las páginas de las ediciones vespertinas: “¡Asesinólo con una picahielo entre ceja y ceja!”, y es que el titular se daba solo.
Después de leer la nota, Margarita volvió a comunicarse con Catalina de Giprieto, pues temía que, a sus 73 años, aquella impresión le pudiera hacer mal.
–Comadre, te voy a llevar a cenar, querida, y no acepto un “no” por respuesta.
Fue entonces que pasó por ella en la noche de aquel día aciago. Estacionó el auto y vio que, la escena del crimen ya había sido profanada por una marabunta de curiosos que tomaban fotos con sus teléfonos celulares. Hubo quien voceaba que el picahielo había quedado en el mismo lugar aún después de la investigación pericial y que un niño se lo había quedado pensando que era un bonito juguete. Antes de entrar, Margarita entró a la florería, donde le pidió a rita un ramo de flores.
–¿Cuánto le debo, señorita? –preguntó Margarita.
–Ciento cincuenta pesos, por favor –contestó Rita, quien tenía el albumen de los ojos bastante amarillos. Margarita no dijo nada, se limitó a pensar que era una lástima que una chica tan joven tuviera hepatitis.
En el restaurante, callada, inane y aún más avejentada, Catalina rumiaba su ensalada. Margarita, por su parte, hablaba sin parar mientras, por la puerta principal, entraba el Ricky y la mujer de amarillo –que aún vestía el atuendo que usaba cuando la vio Catalina–, quienes se sentaban en un rincón del rincón del restaurante y dos o tres veces llamaron la atención con sus carcajad
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