La vida sigue, dice la luz que deslumbra tus ojos al medio abrirlos después de dormir casi seis horas. No sabes que hora es, tan sólo sabes que tu corazón sigue latiendo de una manera pausada pero sin brío. Es muy parecido al insomnio que te ha raptado en los hospitales. No hay una vigilia completa, hay un poco de sueño, de malestar pero nada que te impida tomar alguna de las dos opciones: dormir o seguir despierto. Retomas mentalmente, como en un intento de reincorporarte a la lucidez, las últimas horas de tu vida. Piensas en una frase de tu padre, “Este muchacho está muy mal, hay que llevarlo con “los brujos”. Recuerdas que este hombre, tu padre, que ha tratado con todo tipo de personas, cuando dice “Brujos”, “Espiritistas”, “Acaudalados” está hablando en serio. Su literatura no es esquiva, es más exacta que cualquier fotorreportaje. Es un hombre que –como Walter Reuter– ha perdido todo lo que tenía tres veces y de esas tres veces se ha repuesto. Es un hombre hecho y derecho. Así que, cuando habla de “Brujos”, no puedes tomar con filosofía su dicho, das por hecho que te llevará al mercado de “Sonora”, que te introducirá en un calabozo colmado de incienso y demás vapores provenientes de yerbas del Caribe. Piensas en una hilera constituida por cabezas de jíbaros, algunos cráneos, etc. etc. No hay duda, ahí estará la solución al mal de tu espalda rota.

La ruta no es distinta a las demás rutas, avenida Insurgentes, después toma hacia Sta. María la Rivera y sigue. Tú te refugias en tu novela, tratas que la situación de Bardamu te distraiga de la incomodidad de ir sentado en un espinazo desquebrajado. Después, sin darte cuenta, ahí está, el Kiosco Morisco del barrio de Sta. María la Rivera. Qué hermoso es! Hay un marco que le da la ventanilla del carro que logra un contraste rojo con negro que sitúa el quiosco sobre un fondo azul y el marco que realza el contraste de su colores. El auto sigue su marcha, mientras tus padres van haciendo chistes y bromas, tú no niegas ni asientes. Estás en otro lugar, en las excursiones de Bardamu por la boca de sombra que es toda esa novela. Después continúan el trayecto, pasan la calle Dr. Enrique González Martínez hasta llegar a la calle de Gabino Barreda, te gana la risa y nadie sabe porqué. De suerte que todo termina en Barreda, qué dirían Alfonso Reyes y Henríquez Ureña.
Nos detenemos, parece que ya no están “los brujos”, en realidad tu ánimo ya estaba pidiendo misericordia, engañosamente empezabas a sentirte mejor con tal de no participar en una misa negra, donde te hagan hacer calistenias más que dolorosas. Imaginas cómo van intentar unir tu rodilla derecha con tu hombro izquierdo y tu nuca con tus nalgas. Te ves a ti mismo como un anillo de moebius, sólo que morado por el dolor: un anillo de moebius morado. Después, con apoyo de tu padre, llegas hasta el lugar, donde la ausencia de gatos o perros –en el peor de los casos– es evidente. Sigues caminando y te das cuenta de que la flora y fauna de los consultorios no ha cambiado desde que asististes a uno por primera vez: señoras muy grandes quienes llevan todo el dolor de su mal en la mirada, señores grandes que, en su vida, no pudieron dar golpe y que siguen conservando el arribismo de la juventud en su atuendo. Falsas elegancias que no llegan ser ni la sombra de su modelos, Alain Delon, Jean-Paul Belmondo y en el caso más ambicioso, Mastroiani. Todo está jodido en estos lares.
Nos detenemos, parece que ya no están “los brujos”, en realidad tu ánimo ya estaba pidiendo misericordia, engañosamente empezabas a sentirte mejor con tal de no participar en una misa negra, donde te hagan hacer calistenias más que dolorosas. Imaginas cómo van intentar unir tu rodilla derecha con tu hombro izquierdo y tu nuca con tus nalgas. Te ves a ti mismo como un anillo de moebius, sólo que morado por el dolor: un anillo de moebius morado. Después, con apoyo de tu padre, llegas hasta el lugar, donde la ausencia de gatos o perros –en el peor de los casos– es evidente. Sigues caminando y te das cuenta de que la flora y fauna de los consultorios no ha cambiado desde que asististes a uno por primera vez: señoras muy grandes quienes llevan todo el dolor de su mal en la mirada, señores grandes que, en su vida, no pudieron dar golpe y que siguen conservando el arribismo de la juventud en su atuendo. Falsas elegancias que no llegan ser ni la sombra de su modelos, Alain Delon, Jean-Paul Belmondo y en el caso más ambicioso, Mastroiani. Todo está jodido en estos lares.

La sala de espera se limita a ser un largo corredor que sirve, valga la alegoría, como una columna vertebral que permite el traslado de la boca al rectum o viceversa. Las paredes son beige, casi llegan a un matiz entre el amarillo canario y el amarillo yema. Aún conservan el tablado, en la parte inferior del muro, de madera recién barnizada. Las sillas pertenecen al gusto de los setentas, mucha tubería y los respaldos y asientos están forrados de un vinil color café, imitan ser cortezas de árboles. No necesita pasar mucho tiempo para que te des cuenta de que la mayoría camina, o lo intenta, de la misma manera que tú. Todos utilizan a sus acompañantes como andaderas. La diferencia es que el más joven de los otros pacientes es veinte años más viejo que tú. Te sientes como Dumbo en el panteón de los elefantes. Talvez así tenga que ser.
De una manera extraña, gracias a la simpatía que produce tu padre, entras de inmediato a consulta. Te muerde una duda ¿Ahora será que vea a los brujos? Asomas por un lado y ves pasar a un Dr. el típico, criollo vestido de bata azul. Vez a otro lado y lo mismo, te sorprende encontrar una foto de un equipo de futbol, donde aparece en el costado izquierdo un Dr., el Dr. del equipo, supones. ¿Será el Club España? Cómo saberlo, no has venido acá para hacer el censo de los instrumentos o de los adornos. Cuando menos esperas ya estás en el gabinete, cama pequeña, cama de hospital, una enfermera les pide (porque tu papá ha pasado contigo) que te saques la chamarra y que te bajes el pantalón a media nalga. Ella dice "pompa", pero te parece un acto de jactancia llamarle a algo tan pequeño suntuosamente “pompa”.
No es tan fácil empezar a acostarte, en realidad es más que la mitad del trabajo (Aristóteles) y después ya estás ahí. Te arroja un líquido y empieza un masaje exploratorio. Estás hecho un guiñapo, todo te duele. Sientes el calor de una lámpara roja en la piel, tanteos de dedos tibios, y después, lo más pintoresco: “Vas a sentir unos toquecitos”, tal y como te dijo, empiezan unos toques en esa parte. No ves más que un pedazo de tapiz colocado con grapas, doce grapas de pared, puedes contarlas, donde hay un vacío y, pues de no estar el tapiz ahí, se vería un rectángulo de yeso. Siguen los toques, no sabes de dónde ni cómo se aplican, tan sólo sientes que tu nalga empieza a saltar como un salmón fuera del agua. Una, otra vez. Le preguntas a tu papá: ¿Ves cómo salta? –No, ah, ahora sí. Sí, sí salta. Parece que estás haciendo el amor–. Te gana la risa, ¿y él cómo sabe que así haces el amor?

De pronto, entra el doctor y tú papá no deja de hablar, que si a él lo curaron, que si tú imaginaste que eran brujos de deveras. No se calla y a ti ya empieza a desesperarte junto con los gritos que arrojan Carmela y Rafael provenientes de una maldita bocina aún forrada con ese alambre o tela oscura que se colocaban en una caja de madera. Todo tiene el aire de la casa de los abuelos. Este consultorio es un vestigio del pasado, localizado en una colonia cuyos ayeres fueron boyantes y cuyos habitantes aspirantes a ocupar un buen lugar en la pirámide social se quedaron en la nostalgia. Después, a final de cuentas, el Dr. te hace preguntas directas a ti, las cuales obviamente, tu papá las contesta. Es un manojo de frases, piensas. Pero no puedes hacer nada y sigues escuchando las respuestas que él da a las preguntas referidas a ti.
Lo simpático empieza cuando te pide que te pongas de lado y después te intenta aplicar algo parecido a una llave de lucha libre. La tapatía, si no me equivoco, o una variación de la quebradora. Toma tu cadera con la mano derecha, tratando de ponerla firme, después, con la zurda jala tus hombros a manera de que estos lleguen lo más cerca de él mientras tu cadera permanece en su lugar. Esperas que truene, esperas el sonido que se parece al abrir un frasco cerrado al vapor. No hay nada. Lo intenta del otro lado, es lo mismo, sólo que visto desde un espejo, la mano derecha detiene la cadera y con la izquierda te jala. Lo mismo, no truena nada. Estás jodido e irreparable. Ahí acaba todo, tan sólo te dice que qué has tomado, nada, contestas. Que si tienes gastritis, piensas que a quién le importa ahora la gastritis, niegas y te recomienda el desinflamatorio más fuerte del mercado. El cual puede causar a alguien con gastritis la muerte inmediata: Naxodol. Asientes y te vas de ahí mientras tu papá continúa con sus garrulerías. Te veré el jueves, dice el Dr. y la verdad lo escuchas sin dar mucho crédito de que de eso venga solución alguna. Sigues quebrado.

Te pones la chamarra, la bufanda y te sales. Desde afuera, ves el consultorio. Piensas en tres médicos de pobres: Chejov, Céline y William Carlos Williams. También piensas en Dickynson, tal vez a ella le toco ver médicos de tal condición en sus numerosos enfrentamientos con las enfermedades de sus hijos y los hijos de sus hijos. Te subes al carro, hay que ir a comprar las medicinas et patatí et patatá.
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