Te despiertas con los estruendos de tus propios tosidos. El aire helado entra a través del cristal y, antes de que te des cuenta, una nueva sacudida te agita en la cama. Sudas pero tu cara está helada. Los tosidos continúan en ringleras, como una serie que te desgarra el pecho, llega a tu estómago, lo sacude y después regresa con una fuerza tan terrible que ni apretando los puños te logras controlar. Una vez más, el aire helado entra en tu cobertor, te mesa los cabellos, ahoga tu aliento y arranca otra cadena de asfixia que llega hasta una parte del cráneo. Sientes que uno de esos tosidos terminara por reventarte una vena. La misma que se manifiesta como un cuernillo cada vez que estornudas o toses. Piensas que es normal estar tan mal, el frío arde cuando lo respiras. Sin embargo, aún no te explicas lo de la garganta, ¿por qué toses tanto?, se sucede como si fuera la sirte de un volcán a punto de eruptar. En el interior de tu garganta hay ceniza congelada, polvo volcánico y una suerte de redes aguadas que se comprimen. Sientes que si estornudas con toda tu fuerza tendrá que parar, sin embargo no es así, porque aunque te empeñes, y tosas más fuerte, inyectes más energía al golpe, al poco rato regresan. Estás harto, no puedes moverte mucho. Es el día en que vas a morir y lo sabes. Al fin comprendes a todos aquellos que han sabido el día en que darán su último aliento a solas o acompañados. De hecho, sólo ruegas que llegue rápido, no que quieras que no pase, sino que con la muerte llegará el sosiego que tanto precisas. Escuchas que afuera, en la calle, hay el estrépito de los autos al pasar por la avenida. Sin embargo, todo se enmudece, se detiene cuando vuelves a toser: una, dos, tres, cuatro, cinco veces seguidas y no puedes parar. Lo sonidos se van y te quedas en silencio, como un náufrago que espera a que acabe la tormenta, pero la tormenta no pasa. Observas hacia el cielo raso y te das cuenta de que nunca habías visto con tal detenimiento hacia arriba. Es un cielo raso verdaderamente bonito, tal vez como el cielo raso de los mejores escritores del mundo. Y tú también tienes un cielo raso, como el de Coetzee, como el de Joyce y, cómo olvidarlo, parecido al de Franz Kafka. Es un cielo raso, tan blanco en su albura, en su imperfección tan bonita. Te preguntas qué será de él ahora que no estés. Ahora que... viene otra ringlera de tosidos, pero qué ganas de toser, carajo. Ya tienes adolorido el estómago de tensarlo tanto, te duele la garganta de tanto que la has estado expandiendo con estas series absurdas de tosidos. No tienes duda, de un momento a otro, serás sorprendido por el paro respiratorio, qué más da... Estás realmente cansado, adolorido y lleno de emanaciones atroces. Tu isla se ha vuelto un delirio y tu delirio una isla rodeada de mil follajes estridentes. Sabes que lo último que acaba de pasar por tu mente no significa nada. De hecho, estás en un letargo en el cual puedes pasar de un lado al otro de la razón. Podrías decir las cosas más estúpidas y las más geniales; que a final de cuentas, la diferencia sólo la hace el público que se disponga a escucharte. Sin embargo, pasan por tus mentes que también son inconexas aunque sí signifiquen algo. Mientras se te acorta el aire y empieza a ser patente que te falta un poco y un poco y un poco más... te das cuenta de que, por extraño que parezca, se materializa el rostro de ella. De la única. Quizá tiene más de veinte años que no sabes nada de ella, ni su paradero, su estado civil, su salud, con decir que no sabes si aún vive o ha sido una más de las víctimas de esta batalla que ya lleva quince años. Tal vez esté dentro de los primeros cuadros del gobierno impostor, cómo saberlo, la vida da tantas vueltas. Sin embargo, a pesar de que nunca te casaste con ella, ni formaste una familia, es ella la que aparece en el último momento, en que se te ahoga el aliento como si tú mismo lo hicieras. El ahogo es continuo y no sabes cómo ponerle fin. Es una cascada que se empieza a convertir en un chorro de sangre que sale de tu boca y mancha la almohada. Estás hecho añicos y ves cada uno de tus pasos detrás de ti. Ves tantas cosas importantes que te pasaron y te dejas llevar, ya no valoras nada. Ni a ella. Sólo quieres que este contrapunto entre la vida y la muerte acabe de una vez por todas. Estás rendido ante tu propio pasado y ni siquiera esperas el futuro. La ruina de ti mismo está en ti mismo como una luna que buscara su reflejo en un estanque que ella va arrastrando desde el mar. Dejas todo lo que hay y poco a poco ceden los goznes de un silencio como un almohadón que, lentamente, te despierta...
"Máquina de escribir" de Héctor Iván González, Coordinador de “La Escritura poliédrica. Ensayos sobre Daniel Sada”, Becario del Fonca en el Género de Novela. Esta es su publicación de crítica, creación y reseñas.
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