"Máquina de escribir" de Héctor Iván González, Coordinador de “La Escritura poliédrica. Ensayos sobre Daniel Sada”, Becario del Fonca en el Género de Novela. Esta es su publicación de crítica, creación y reseñas.

lunes, 27 de julio de 2009

Apunte a “La isla de las breves ausencias” de Francisco Hernández

Mil y un disculpas por haber dejado este blog solo tanto tiempo. En realidad, he estado fuera de circulación debido a que el final de semestre me dejó fundido. Sin embargo, vuelvo a la carga para hacer un breve apunte. Sé que el tema merece una mayor extensión, pero me limitaré a hacer un apunte de un libro que afortunadamente  ha caído en mis manos.

Se trata de La isla de las breves ausencias (Almadía, 2009), del poeta Francisco Hernández: poemario que, a partir de un hilo conductor bien definido, va enumerando la pléyade de islas en un mundo imaginario, caótico y fantástico. Subdividido en un total de sesenta y dos poemas (igual que la edad del poeta), el libro recurre a lo mejor y más amplio del espectro imaginativo de Hernández. Pensado como un espacio físico, casi localizable en un mapamundi –como aquellos que trazó Brien Nissen–, el libro nos arroja a la contemplación de la angustia de un náufrago que sufre por las repentinas frases que aparecen en un obelisco, aunado a que nos permite testificar una serie de experiencias angustiantes donde la capacidad imaginativa del lector es puesta a prueba de manera frecuente.

Francisco Hernández, como ha quedado claro a través de sus libros anteriores: Moneda de tres caras, Imán para fantasmas, Gritar es cosa de mudos, posee un poder evocador y paradójico que crea mundos inexistentes colmados de seres imaginarios. Su imaginación es aterradora, exacta, guarda en ella la mirada de un cazador tras su presa: una presa extraña, monstruosa y por lo mismo, inasible. La isla de las breves ausencias refrenda que, en poesía, la imaginación de David Lynch tiene un par que, a menudo, le gana la partida. Su mundo es extraño, inigualable; sus versos son irónicos y, por momentos, telúricos:

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La noche, extendida por los espasmos infantiles, no permite la insistencia de los ritmos ni la amplificación, así sea por medios crepusculares, de nuevas zonas epileptiformes.

El sueño superficial es el más desvalido y los somníferos emigran, dejando atrás paroxismos de peces con sus rutas descritas en los flancos.

El poemario refrenda la manera de mezclar los dolores físicos, las afecciones, los vacíos de salud con el oído profundo de la poesía: Hernández deja claro que en su constancia poética todas las aflicciones serán materializadas en versos que le dan la vuelta a enfermedades de distinta índole. Es como un servirse del dolor, como quería el filósofo Boecio, y crear desde la ausencia, desde el sueño, un poema que abra otras posibilidades de comunión.

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Al disiparse las nubes bajas, pueden leerse otros jeroglíficos en el obelisco:

“Más vale incinerar al epiléptico. Su esqueleto

podría poner a temblar a los gusanos”.

 Por otro lado, el hilo conductor proviene de un Robinsón Crusoe que padece la saudade, quizá heredero del Robinsón, no de Defoe, sino de Valéry, quien ha terminado de proveerse de los elementos más necesarios pero que no sabe cómo matar el tiempo. Hernández nos hace pensar en qué hubiese sido de un Robinsón con la personalidad de Dostoievsky o de Onetti. Pues para Defoe era fácil manejar a un personaje en la isla siempre y cuando tuviera sus mismas características, las de un hombre anglosajón práctico; pero, ¿qué pasa cuando tienes a un ser flemático que, de pronto, sufre convulsiones o que execra la luz solar, como Swann? Ése es el leit-motiv de La isla de las breves ausencias. Quizá como muestra, y abusando de las ventajas de las citas, valga la pena traer a cuenta un fragmento de otro poema:

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(…)

Comenzó a llover con fuerza, las corrientes borraron las veredas y un cerro se desgajó como si fuera una naranja.

A punto de llegar a la casa vi a dos monos con el mapa de la Isla en las manos, subiéndose a los árboles, internándose en la selva.

Grité, traté de perseguirlos, pero el hueco de mi estómago, hecho ya un lodazal, pesaba demasiado.

(…)

La isla, una vez más, como quería Deleuze, es el fragmento donde se encuentra el microcosmos de un Todo, así lo hace sentir nuestro poeta Hernández, quien –una vez más– deja claro que la versatilidad del artista está divorciada de las fórmulas y las reiteraciones y que siempre está en busca de nuevos mares que surcar.

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