
a Eugenia y a Jorge
La obra de Lawrence Durrell, Justine (1957), pertenece a un género a caballo entre la novela y el poema, lo primero debido a que relata las experiencias de varios personajes en torno a la Ciudad de Alejandría, lo segundo porque su estilo es bastante cercano a la descripción, inspiración y uso de recursos con que se escribe poesía. No obstante, Justine está más cercana a la construcción de ésta última debido a la preponderancia que da a la relación de lo lírico con lo evocativo, lo cual da lugar a un fragmento de la historia y lo revisita para referirlo a los lectores, como lo veremos en el poema “Abandona el dios a Antonio”. Por otra parte, a lo largo de las páginas de Justine nos podemos dar cuenta que carece de algunos elementos que, para la época en que fue publicada, eran imprescindibles en la conformación de una trama atractiva, lo cual hace incierto si realmente se sirve del discurso novelístico en la misma proporción o si da preponderancia al poético por encima de éste.
En esta escinsión la figura de Contantino Cavafis es fundamental debido a que varios de sus temas son reutilizados y puestos al día en El Cuarteto de Alejandría, con lo cual Durrell se abastese de un conjunto de aspectos que no podría haber obtenido por sus propios medios. La línea de análisis que seguiremos nos llevará a descubrir la manera en que Justine deja de funcionar como novela, debido a que su lectura se vuelve monótona, su ritmo se torna lento, conjetural, y, repentinamente, su trama deja de ser actractiva. Sin embargo, esto no es debido a una falta de pericia por parte de Durrell sino a que, desde un inicio, pretendía alcanzar una obra que fungiera como “una danza tridimensional, un poema relativista”[1] y escapar de esta manera a la concepción del tiempo lineal.
Escrita como un relato donde las historias se suceden de una manera anárquica; planteada como un juego donde cada situacion motiva reflexiones; Justine es una novela que no discurre con soltura. Su voz narrativa se encarama en situaciones que no tienen trascendencia en función de la historia. Cada capítulo tiene numerosas referencias a la historia de Alejandría, de sus lugares y a los antecedentes de los personajes. Es una narración que se bifurca en un mapa de historias y que está todo el tiempo cargada de significados y sentidos que, en muchos de los casos, escapan a la capacidad intelectiva del lector de a pie. Por lo cual, podemos decir que su lenguaje es muy cercano a la definición que Ezra Pound daba de la gran literatura, la cual no era más que “el lenguaje cargado de sentido hasta el grado máximo que sea posible”[2].
Por otro lado, sus múltiples referencias nos obligan a plantearnos qué tan fácil, o factible, sería una lectura del libro sin un conocimiento previo de la historia de la misma ciudad de Alejandría o del poeta Cavafis. Como si en cada uno de los capítulos, en cada una de sus escenas o en cada una de sus líneas se tuviera que hacer referencia a un innúmero de antecedentes para acceder a éstas. De tal suerte que rompe con una de las características de la novelística moderna, la cual radica en que no se necesite ningún tipo de antecedente para poder emprender la lectura del libro. Así que nada es más contrario a la idea anterior que Justine, pues desde el inicio, la introducción de la figura “del viejo poeta” marca un subtexto que no todos podrán seguir en la historia que escribe Durrell. Cavafis está por doquier, él y su manera de ver las cosas son leitmotiv para las descripciones del ambiente, ritmo, costumbres y color de Alejandría; también lo está en la percepción de los personajes y en el estilo de Durrell. Línea tras línea surgen sus versos y los impulsos que impregnan la obra poética de Cavafis. Durrell comentó, en la entrevista antes citada: “No estoy muy seguro de la palabra [influencia] porque yo copio lo que admiro. Robo. Cuando usted dice “influencia”, sugiere una infiltración del material de otra persona en el de uno, semiconscientemente. Pero yo no leo sólo por gusto, sino como un jornalero, y cuando encuentro un buen efecto lo estudio y trato de reproducirlo. De modo que probablemente soy el ladrón más grande que pueda imaginarse.[3]
Al parecer, con el ambiente logrado en los poemas de Cavafis Durrel buscaba encontrar una subjetividad que se modificara según el distinto narrador que contara la historia, siempre pretendió que la misma historia se leyera con una cantidad variada de perspectivas. Frente a la imposibilidad de leer la obra con “anteojos tetradimensionales, el lector tendrá que hacerlo imaginativamente”, él se limitaría a desear que leyeran los cuatro tomos para poder constatar lo que buscaba. No obstante, en su afán de subjetividad, al utilizar los elementos de los poemas de Cavafis, convirtió su obra, al menos en el caso de Justine, en una narración hibrida y asfixiante. Su “relativismo” surge de una preterición de la objetividad que para Durrell fue demolida por las ideas de Albert Einstein y Sigmund Freud, al mismo tiempo que también fue confrontada por la dicotomía Oriente-Occidente. Esto es fundamental para entender el proyecto de Durrell y su Cuarteto, aunque no le proporcione agilidad a su novelística.
Una de las escenas más representativas de lo que se busca exponer en este ensayo se encuentra en la segunda parte de la novela. Me refiero al momento en que Cohen, un antiguo amante de Melissa, está en el hospital delirando a punto de morir. Por medio de un mensaje le pide a Melissa que lo visite: “Lo habían instalado en la salita de una sola cama con cortinas que, según supe luego por Mnemjian, se reservaba para los casos desesperados”[4]. Así que el protagonista, llevado por una curiosidad no admitida, va a rendirle una visita al examante de su mujer en nombre de aquella que le solicitó a Melissa. El encuentro es extraño, parece que es una situación difícil para ambos. En un momento dado, Cohen le confiesa que pidió que viniera Melissa pues está resuelto a pedirle que se case con él. Tenido en la cama, Cohen le muestra los anillos que los comprometerían, con lo cual evidencia que aún no es consciente de su estado real. Así se suscita una ruptura dramática entre lo que está pasando y la idea que tiene Cohen de su estado:
Pero ahora la escena volvía a cambiar, y el enfermo entraba en una zona más lúcida. Era como si en la inmensa selva de la locura llegáramos a un calvero de sensatez, donde todas sus ilusiones poéticas se desvanecían. Habló de Melissa con afecto pero fríamente, como un marido o un rey. Ahora que su cuerpo se disolvía, era como si los fundamentos de su vida interior, tanto tiempo bloqueados por las falsedades de una existencia mal vivida, hicieran reventar los diques e inundaran el primer plano de su conciencia.
Más adelante, añade: “Me alegré de que Melissa no hubiera venido, porque de haberlo visto como yo lo estaba viendo en ese momento, hubiera podido descubrirlo de pronto. Por una de esas paradojas en que se complace el amor, me sentí mucho más celoso de él a la hora de su muerte que durante su vida”[5]. De tal suerte que, por debajo de ese diálogo anodino, empieza a manifestarse el verdadero ser de Cohen. En un momento donde parece que no le queda sino la debacle, como si tomara la última bocanada de vida, se revitaliza e intenta un último esfuerzo que redunda en la ignorancia de la muerte:
Volvió a suspirar y después, para mi sorpresa, se puso a tararear con una voz de gnomo casi imperceptible una canción popular que en otros tiempos había hecho furor en Alejandría, y a cuyo compás Melissa bailaba todavía en el cabaret.
–¡Escuche la música!– me dijo, yo pensé de pronto en Antonio moribundo tal como lo evoca Cavafis en un poema que Cohen no había leído ni leería jamás. Desde el puerto llegó el mugido de las sirenas, como planetas dando a luz. Y una vez más oí la voz de gnomo cantando suavemente el estribillo que hablaba de chagrin y de bonheur, y no cantaba para Melissa sino para Rebecca. Qué diferencia con el magnífico coro desgarrador que había oído Antonio, la penetrante riqueza de las voces y los intrumentos de cuerda creciendo en la oscuridad de la calle… postrer legado de Alejandría a sus elegidos. Pensé que cada uno se marcha a los acordes de su propia música, y recordé con dolor y vergüenza los torpes movimientos de Mellisa cuando bailaba[6].
Es aquí donde se encuentra la alusión a uno de los “poemas históricos” de Cavafis, con lo cual podemos constatar que no se limita a hacer una llana comparación de las circunstancias entre los dos géneros. Por el contrario, estas líneas funcionan como el vértice de una figura que se puede ampliar según los intereses hermeneúticos del lector, debido a que, en su obra, el lenguaje está cargado de sentido como lo están los versos del gran poeta. Bien vale la pena citar el poema “Abandona el dios a Antonio” (1912)
Cuando de repente, a medianoche,
se escuche una procesión invisible pasar
con música y voces exquisitas,
no te entristezcas en vano por el abandono de tu suerte,
los trabajos fallidos,
los planes de tu vida que se esfumaron.
Como si lo esperaras desde tiempo, con valentía,
despídete de la Alejandría que se va.
Sobre todo no te engañes, no te digas que fue un sueño,
que tus oídos mintieron.
No te inclines ante tan vanas esperanzas.
Como si lo supieras desde tiempo, con valentía,
como corresponde a alguien de tu rango,
a quien perteneció esta ciudad,
acércate a la ventana con paso firme y escucha emocionado,
pero sin lloriqueos o quejas de cobarde.
Escucha con íntimo placer,
atiende a la música secreta de la procesión,
y despídete,
di adiós a la Alejandría que ahora pierdes.[7]
Es claro que Cohen se encuentra en la misma cirscunstancia que Marco Antonio, sin embargo, eso no es fundamental. Lo que sí es fundamental es que el personaje empieza a descifrar las señales que contiene la existencia humana, su percepción ha sido alterada por la sabiduría y el mundo es más complejo de lo que puede parecer. Cohen no es Antonio, pero responde de la misma manera que él ante la muerte. Ambos fueron seres voluptuosos que perseguían los excesos: “el dios” no es otro sino Baco, el dios creador del vino y de las fiestas frenéticas. Cada quien a su modo, Antonio al través de su estudio, Cohen siendo un erotómano y un hedonista, pero los dos negando, ignorando, que la muerte los alcanzaría en algún momento dado, siguen a Baco. Ambos buscan perpetuarse y negar que hay una música que ya los está llamando, intentan eludir que dejarán de existir: desaparecerán. Por su parte, Cavafis lo instiga a no fingir, a no negar que todo ha terminado; el poeta quiere que enfrenten lo irremediable. En los apuntes que hacía de sus poemas, Cavafis escribió al respecto: “Se refiere a la época durante la cual el derrotado Antonio es asediado por Octavio en Alejandría (ver Plutarco, “Vida de Antonio”) y al momento en que su propio dios protector, Dioniso, le abandona (“invisible comitiva”). El poema nos enseña que debemos hacer frente a la adversidad con dignidad”.[8]
Antonio es sorprendido en el momento de ser vencido y descubre que él, como si fuera un viento que ha recorrido la ciudad, se tiene que despedir de ésta, “la Alejandría que se va”. En torno a esta escena hay numerosas historias paralelas: la primera está en el mismo drama Cleopatra y Marco Antonio de William Shakespeare, a la cual Bloom tildó de inclasificable debido a la imposibilidad de encasillarla entre las tragedias o las comedias; y que, además de considerarla como la mayor de las treinta y nueve obras, le parecía que con ésta Shakespeare daba fin a su época de mayor intensidad creativa. Así pues, Marco Antonio aparece por segunda vez en opus shakespeariano, sólo que a diferencia de su primer tratamiento en Julio César, en esta ocasión, aparece como un personaje agotado, cansado de todas las situaciones a las que se tuvo que enfrentar debido a su carácter voluptuoso y a sus responsabilidades frente al César. Tal y como Cohen, la muerte de Marco Antonio es el momento más brillante en esa última etapa, busca resarcirse de los múltiples errores que cometió por falta de carácter con Cleopatra y se casa con ella en el último momento, erigiendo un par de anillos de compromiso. En la versión de Plutarco, esta necesidad de resarcir los daños cometidos por su torpeza era una de sus principales características: “Pues realmente no tenía un gran fondo de sencillez, y no daba fácilmente en las cosas: pero luego que advertía sus faltas, era vehemente en sentirlas, y no se detenía en dar satisfacción a los ofendidos. Era además excesivo en la retribución y en el castigo, aunque más salía de medida en el recompensar que en el castigar.”[9]
Por su parte, en el caso de la versión shakespeariana, Bloom afirma que en esta secuencia de escenas hay un gran alarde de teatralidad por parte de los personajes, Cleopatra se interpreta a sí misma con lo cual intenta alcanzar el nivel de espectativas que su nombre ha configurado en el mundo; Marco Antonio, asume su personalidad y se acerca a ella como quien se acerca por última vez a la música y al exceso. E insiste al plantear que la música que también menciona Shakespeare representa el fin de una edad heroica, pues la época de Julio César lleva a la naciente disciplina de la Roma augusta: “Antonio, dios mortal también, tiene su aura, realmente una especie de cuerpo astral, que desaparece con la música de Hércules, los oboes bajo el escenario. No hay sustituto para él, como se percata Cleopatra, pues con su muerte la era de Julio César y Pompeyo ha terminado, e incluso Cleopatra tiene muy pocas probabilidades de seducir al primer gran oficial ejecutivo en jefe, el emperador, Augusto.”[10]
En realidad, para Bloom la escena final de la vida de Antonio es un profundo desquebrajamiento donde el general trasciende su límites personales, “un fecundo quebrantamietno de las naves sin paralelo en ningún otro lugar de la literatura occidental. La sublime música de la autodestrucción de Antonio sería el mayor logro poético de la obra si no fuera porque nada puede superar las inmensas armonías de la escena de muerte de la propia Cleopatra, que puede decirse que cambió al propio Shakespeare de una vez por todas.”[11]
Por otro lado, ni Durrell ni Cavafis están criticando al sensual personaje sensual que encarnan Antonio y Cohen. En el caso particular de Cavafis, por el contrario, coloca a Antonio en la misma posición que a los sabios, pues según su poema “Pero los sabios perciben cosas que están a punto de suceder”, agrega que:
Los hombres saben lo que está sucediendo.
El futuro lo conocen los dioses,
plenos de sabiduría y de luz.
Del futuro, los sabios también perciben
las cosas que están a punto de suceder.
Con frecuencia, en momentos de intensa concentración
sus oídos se nublan, les llega el ruido escondido
de los eventos cercanos,
y escuchan con reverancia.
Aunque afuera en las calles,
las gentes no oyen nada.
Con lo cual podemos destacar esta manera de desarrollar un discurso bastante amplio, ya que por un lado se muestra la sensualidad, el erotismo, de los seres a la vez que se profundiza en la manera en que el estímulo de los sentidos acrecienta la psique.
Por otra parte, vale la pena traer a cuento la versión de Plutarco de la misma escena, la cual está situada en una suerte de “última cena”:
Dícese que en la cena excitaba a los esclavos a que en comer y beber le regalaran más opíparamente aquella noche: porque no se sabía si podrían ejecutarlo al día siguiente, o si ya servirían a otros amos, y él estaría hecho esqueleto y reducido a la nada. Como viese que al oír esto lloraban sus amigos, les dijo que no lo llevaría a una batalla en que más bién iban a buscar una muerte gloriosa que no salud y victoria. Se cuenta que en aquella noche, como al medio de ella, cuando la ciudad estaba con el temor y esperanza de lo que iba a suceder, se oyeron repentinamente los acordados ecos de muchos instrumentos y gritería de una gran muchedumbre con cantos y bailes satíricos, como si pasara una inquieta turba en Bacantes: que esta turba movió como de la mitad de la ciudad, hacia la puerta por donde se iba al campo enemigo; y que saliento por ella, se desvaneció aquel tumulto, que había sido muy grande. A los que dan valor a estas cosas les parece que fue una señal dada a Antonio de que era abandonado por aquel Dios a quien hizo siempre ostentación de parecerse, y en quien más particularmente confiaba[12].
Sin embargo, insistiremos en que en ninguna de los cuatro tratamientos hay un juicio moral, por el contrario sus perspectiva trascienden las costumbres de la época. Shakespeare proyecta en una escena la relación de lo cognoscible y lo inefable, Propercio presenta el milagro guardando su escepticismo, Durrel exhibe la indiscutible lucidez de su personaje y Cavafis muestra el fin de un hedonista en quien ve una extensión del arte. Además, podemos ver que será éste último el que más haya reflexionado en torno a este argumento, pues en numerosas ocasiones abordó la intromisión de la música en la realidad como una suerte de epifanía; así lo podemos ver en su poema en prosa “Una noche en Kalinteri”:
En esa quietud mi mente encontró el sosiego, y bajo la influencia del paisaje que veía, mis pensamientos se hicieron optimistas, alegres, se tiñeron de la feliz belleza que me rodeaba. De repente el silencio desapareció. Un gran bote apareció avanzando hacia Therapia y dentro de él un grupo cantaba. Cantaba bien. Ciertamente no según todas las reglas de la música –los sencillos paisanos que iban dentro del bote no tenían ni idea de las leyes de los Conservatoires, como tampoco tenía ni idea de eso su antepasado el tracio Orfeo que hacía mover las piedras–. Una canción que irrumpe –mejor diría, que acompaña– el silencio de una noche de verano es una de mis debilidades. Es la música natural. Es la verdadera música, creo, del alma, como el estruendo despiadado del piano es la música de la agitación nerviosa.[13]
Dos autores clásicos y un autor moderno inspiran a un novelista del siglo XX a emprender una narración polifónica, como podemos ver, Durrell terminó logrando lo que había proyectado. Su obra tiene elementos de géneros cercanos que le sirvieron para concebir su Cuarteto. En suma, me parece que en la escena referida podemos entrar a las distintas capas de un mismo tamiz creativo. Sin embargo, narrativamente es muy problemática y esto mismo le imprime un periodo muy corto de vida. La experimentación es efímera en sí misma, la prueba está que el mismo aspecto de la historia, y el mismo proyecto, sirvió a Shakespeare para lograr algo que podría haber sido, según Bloom y otros muchos, “su obra maestra, salvo porque su cambio caleidoscópico de perspectivas nos desconcierta. […] puesto que no se le ofrece al público ninguna perspetiva privilegiada, las ironías dramáticas proliferan y no podemos controlarlas”[14]. Lo cual se puede repetir en el caso de Durrell.–
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