"Máquina de escribir" de Héctor Iván González, Coordinador de “La Escritura poliédrica. Ensayos sobre Daniel Sada”, Becario del Fonca en el Género de Novela. Esta es su publicación de crítica, creación y reseñas.

jueves, 28 de mayo de 2009

Encuentros y desencuentros III. El teatro bien montado de Vargas Llosa

Las noticias enmarcan muy bien lo que quería contar desde hace unas semanas. Tal y como señalé en el post anterior, creo que a algunos les puede parecer repentina la insistencia en el asunto de la novela latinoamericana. Al parecer, nunca me había ocupado al respecto, entonces, de dónde acá esa fascinación por las novelas y de un autor como Mario Vargas Llosa. Ahora lo explicaré.
Primero tengo que decir que Vargas Llosa es el mayor novelista del "Boom" Latinoamericano. No tengo duda de que Vargas Llosa ha apostado, con cuatro novelas, obras de arte mayor, y otras tres, de arte menor, por un cambio constante en la literatura. Creo que ha logrado más cosas que ningún otro, estoy seguro que sus novelas alcanzan una complejidad, técnica y temática, que supera a las de García Márquez, Julio Cortázar y, por supuesto, Carlos Fuentes. También creo que la dificultad que implica leerle lo aleja de los mercados más auto complacientes y no dudo que sobrevivirá a una prueba que Borges había señalado para aquilatar a un gran escritor, la relectura.
Bien, al haber señalado la importancia que tiene para mí su obra, me permitiré relatar un anécdota, que puede ser llamada, para ser exactos, una experiencia desafortunada. Era principios de 2000, yo participaba de un proyecto que ha quedado como punto de referencia para el fomento a la lectura en México, el Libro Club de la Ciudad de México, el cual había sido ideado por el poeta Alejandro Aura (1944-2008). Por aquel entonces, yo tenía que convivir con mucha gente que estaba interesada en la política y que tenía una postura bastante clara con respecto a muchas cosas; no era una bola de criticones de café. Hablo de amigos que estaban comprometidos con un cambio cultural y político en México, y que estaban dispuestos a dedicar parte de su tiempo y de su esfuerzo en hacer algo. Y no se limitaban a escribir su columna para decir qué estaba bien o qué estaba mal en el país. Ellos iban a zonas bastante alejadas de la Ciudad, Xochimilco, Tlahuac, Tlalpan o Milpalta, por el simple deseo de leer a un grupo de personas en los Libro Clubes. La mayoría de ellos habían vivido todo lo que se tuvo que vivir en el priísmo. Particularmente, yo no me sentía inspirado por más política que la de discutir un libro, así que eso de que la gente debía leer me parecía más un asunto obligatorio por placentero que por progresista. Mis amigos toleraban mi actitud, me veían como algo que no era, pues daba la impresión de que yo era un “Chavo bien” y trataban de limitar sus comentarios de mala fe.
También había unos talleres que dirigía un amigo. Estos nos daban la oportunidad de tallerear nuestra manera de leer y de presentar los textos, cosa bastante importante, pues lo último que debíamos hacer era tomar la pose del literato pagado de sí mismo frente a nuestro auditorio compuesto por amas de casa, albañiles, choferes o campesinos. En una de las sesiones del taller yo leí una carta de Vargas Llosa publicada en Cartas a un joven novelista, en ésta se hacía una declaración de principios de la importancia de la literatura y, grosso modo, ponía a la literatura como un riesgo para las dictaduras y los estados represivos pues, según Vargas Llosa, la literatura nos hace más exigentes de una belleza con que la vida no cuenta y esto provoca nuestra rebeldía. Así que, con bastante enjundia, leí el fragmento con una fuerza que se desbordaba. Me equivoqué varias veces y llegué a cambiar palabras. Estaba muy emocionado. De tal suerte que cuando acabé mi tropezada lectura hubo quien sintió ganas de aplaudir a pesar de los errores técnicos. Después, uno de estos amigos, añadió que quizá Vargas Llosa no había pensado que este texto fuese leído así, e inmediatamente guardó un extraño silencio que no supe cómo interpretar. Al llegar a los comentarios finales, los cuales los hacía el coordinador, hubo un comentario favorable. Según él, yo había leído con la pasión que se tiene que tener para “contagiar la pasión por la lectura”, lo cual no hizo mucha gracia a la gente ahí instalada. La verdad es que me daba un poco lo mismo las otras opiniones, me importaba la del coordinador y me interesaba que conocieran el texto. Lo técnico lo podría corregir después.
Salí de ahí un poco desasosegado, no sabía bien a bien cómo debería sentirme, si como alguien que tuvo éxito o como alguien que la regó en redondo. No estaba seguro y, como me sentía un poco intranquilo, opté por hacer lo que aún hago cuando estoy incómodo emocionalmente: ir a las librerías.
Así que, del metro San Cosme, donde estaban las oficinas del Instituto de Cultura, me fui a Miguel Ángel de Quevedo para ver libros, aun cuando yo vivía a media hora de San Cosme. De lo que se trataba era despejarse, y yo lo hacía. Por aquel entonces, la Gandhi que ahora es de saldos y libros baratones, era un lugar bastante agradable. Entré y, después de merodear un poco, me encontré "la novedad". Acababa de salir “la última novela de Vargas Llosa”: La fiesta del chivo. Quedé estupidizado. Así que después de haber leído esa novela menor, y bastante aburguesada, que es Los Cuadernos de Don Rigoberto, me alegraba de que Vargas Llosa había retomado el tema político. Qué bien, habría que leerla. Sin embargo, no lo podía comprar con lo que llevaba de dinero. Sabía que habría otra oportunidad y no me preocupé más.

No obstante, como empezaba a conocer las dinámicas editoriales de promoción, pensé que pronto tendría que presentar la novela en México. Yo acababa de asistir a la presentación de El Seductor de la patria de Enrique Serna y me parecía que esto ya era un mecanismo casi automático. En pocas semanas, me di cuenta de que tenía algo de razón: Mario Vargas Llosa venía a México a presentar su más reciente novela: La fiesta del chivo. Me acuerdo que el libro salió en marzo del 2000, lo tengo presente porque Vargas Llosa, tengo entendido cumple años ese mes. Después empezaron a salir varias entrevistas y comentarios al respecto de ciertas amenazas por parte de viejos trujillistas. El asunto parecía peliagudo.
Paralelamente a esto, leí todo lo que encontré de revistas sin importar si eran actuales o no. Encontré una entrevista que le hizo Ricardo Cayuela Gali a Vargas Llosa para la revista Viceversa. Una entrevista más bien monótona, donde abordaban la novedad de El pez en el agua: libro de memorias de sus inicios literarios, primeros viajes a Europa y de su campaña electoral por la presidencia del Perú. Devoré la entrevista y me encontré con una espina bastante difícil de digerir. Según recuerdo, Cayuela Gali le preguntaba que qué pensaba sobre las reformas, y el gobierno en general, de Carlos Salinas de Gortari. Y, ¡mocos!, ahí fue que me decepcionó el “Sartrecillo Valiente” (Vargas Llosa); pues respondió que le parecían muy pertinentes, que era lo mejor que lo podría haber pasado a México. Era 1992 o 93 en el momento que hacía la entrevista, así que todavía no se destapaba la cloaca. Pero para mí, en 2000, la historia ya era más que conocida: devaluación, extorsiones, el asesinato de Luisdonaldo Colosio, etc. etc. etc. No, Salinas no fue lo mejor que habría podido pasar a México. Además, ya para 2000, miles de personas, como era mi caso, habían perdido su nivel de vida de la manera más estrepitosa posible. No eran miles, eran millones los arruinados por el gobierno de Salinas. Habíamos dejado la escuela, nuestros negocios habían quebrado, los empleos se habían perdido y, además, con la devaluación, México había entrado en un periodo del que, según muchos, aún, en 2009, no se recupera. En pocas palabras: Vargas Llosa apoyaba el tipo de gobierno que a miles de familias había llevado a la desgracia total. Llegó, abrió la la boca y se fue tan campante como siempre. No se quedó a ver el desastre que, desde sus delclaraciones, alentaba.
Sin embargo, como suele suceder con la literatura, el comentario empezó a parecerme secundario en comparación a la importancia que tenía su literatura en mi vida. Así que me sentía decepcionado pero, lo mismo, quería conocerlo. En una vuelta por el Gandhi de Bellas Artes me enteré que un martes presentaría su novela en la sala principal del Palacio de Bellas Artes. Sólo que nadie sabía cómo sería la distribución de los boletos. Me puse como loco a buscar la manera de asistir. Sin embargo, no sabía por dónde empezar. Así que la idea me vino por otro lado, no sé a qué extraño duende le debo que se me ocurriera redactar una carta al autor de Cartas a un joven novelista. De entrada, no me pareció tan tonta la idea. En ésta podría escribir sobre los personajes que me interesaban de sus novelas, de ciertas afinidades en común, como la de Flaubert. Bueno, sería una carta donde hablaría también de los Libro Clubes, de lo importante que son para la comunidad y de que este proyecto era impulsado por personajes como Cuauhtemoc Cárdenas, de quien Vargas Llosa no se había oído muy entusiasta. Y terminaría mi carta, obviamente, con el reproche a esa frase sobre el tipo más nefasto del que yo haya tenido noticia, Carlos Salinas de Gortari. Pensaba abordar el tema de manera sutil, tampoco me iba a poner a contarle las que pasé después de las reformas de aquel sexenio. Simplemente sería un comentario al bies, lo fundamental era la literatura. Durante algunos días me quedé horas extras para terminar la carta, la cual parecía que me la habían dictado porque, desde que me senté a la máquina, sabía perfectamente qué quería decir y cómo lo diría. Terminé la carta advirtiendo que posiblemente no podría entrar pero que me conformaba con que leyera esas pocas líneas.
Así que el día de la presentación, debido a mi exigencia por verlo y poder darle la carta, llegué junto con mi hermana a Bellas Artes tres horas antes de la presentación. (Ella tomó varias fotos que después subiré a Máquina de escribir). Di varias vueltas al Teatro, busqué en la puerta de los artistas, me formé y desformé para entrar al evento, traté de entrar por uno de los pisos de arriba y llegué a charlar con los actores que harían una lectura dramatizada. Estaba vuelto loco, tenía que darle la carta del dizque joven novelista. La opción era, de no poder darle el sobre, pasarle un diskette de tres y media, de esos que ya no se usan. Yo llevaba más bien dos diskettes y una copia de la carta, por si las moscas. Además tenía que ver lo de los pases, necesitaba dos y no sabía cómo conseguirlos. En esos momentos me sentía como el que sigue a un rockstar hasta las últimas consecuencias, con la única diferencia de que a James Hetfield le costaría mucho trabajo interpretar los caracteres en el papel, que llamamos escritura.
Finalmente, después de muchas carreras, obtuve dos boletos para la presentación. Al entrar me sorprendió ver a Jacobo Sabludovsky, al gran novelista Federico Campbell y otros muchos escritores. Después vi a un amigo de los Libro Clubes, Pablo Flores, con quien charlé brevemente. La presentación la haría la escritora chilena Marcela Serrano y nuestro Juan Villoro.
De un momento a otro, apagaron las luces y, detrás de una malla que filtraba la luz, los actores Armendariz Jr. y Becerra empezaron la lectura de un fragmento. Que no recuerdo precisamente de qué trataba, tan sólo era ver al ”Chivo” en acción. Después llegaron Marcela Serrano y Juan Villoro; por último, el gran novelista peruano, Mario Vargas Llosa. Los recibieron muchos aplausos. Era más alto de lo que me imaginaba, además era de una piel rosa al extremo. Al fin, frente a mí, tenía al escritor vivo que más admiraba. Estaba muy emocionado, lo bastante para no percatarme que un joven se puso en pie y levantando una cartulina con unos rótulos le pedía a Vargas Llosa “Diálogo con estudiantes de la UNAM”. La cual en esos momentos estaba en una huelga que duraría nueve meses, creo que la más larga de su historia. Huelga que resistía al proyecto de imponer cuotas a los alumnos.

Hice hincapié en que mi actitud no era muy política y aquí se demuestra, pues de pronto otro estudiante se puso de pie y levantó una pancarta que rezaba: “La nueva fiesta del chivo: Foximori”. La verdad es que, con lo metido en mí asunto, como estaba, se podría haber parado el mismísimo sup-Marcos y no me hubiera percatado. No obstante, el novelista no hizo ningún tipo de gesto. Pasaba la cabeza frente ellos como si fueran una doble versión del hombre invisible de Wells. Y esto no fue todo: Poco después de que Vargas Llosa había dicho que “Fidel Castro es el heredero de una vasta cadena de dictadores latinoamericano” irrumpió un grito en Bellas Artes para contradecirlo: “Viva Cuba, viva Cuba libre”. Evidentemente, el “libre” no quería decir “no-comunista” o “democrático”, sino “sin intervención extranjera”. Bueno, como Vargas Llosa no se conformó con el coraje hecho pasar al cubano, se puso a repetirlo tres, cuatro, cinco veces: “Fidel Castro es el heredero de esta larga cadena de dictadores…” a lo cual, la misma cantidad de veces se escuchó desde el más alejado asiento del teatro: “Viva Cuba libre”.
Como se imaginarán, esto tensó bastante el ambiente. Después, Marcela Serrano le preguntó si era un reaccionario, a lo cual él –obviamente– se rehusó. Para que, en seguida, Juan Villoro le lanzara una bola lenta para que le pegara al dinosaurio priísta, lo cual tampoco sucedió. Todo se puso al rojo vivo.
Parecía que la presentación estaba llegando a su fin, así que me cambié de lugar, con mi sobre en la mano y mi versión de Conversación en La Catedral en Seix–Barral. A diferencia de los demás, que llevaban su Fiesta del chivo con el plástico retractilado y todo, yo me sentía un verdadero íntimo de "Mario", el "Sartrecillo valiente" como le llamaban en España y en Francia en los 60s.
Lo demás fue muy rápido, se abrió una puerta de acero en la pierna derecha del escenario, de ahí salieron dos gorilas vistiendo los peores trajes que podrían haber conseguido y, poco a poco, Vargas Llosa se iba acercando a la pierna. Yo avancé muy rápido y, desde abajo, lo intercepté poco antes de llegar a la puerta. Mi reacción fue inmediata: ¡Sartrecillo…! –le espeté tendiéndole el sobre con la carta. Él volteó y me vio fijamente, yo no quería que me firmara nada, yo quería una interlocución verdadera. Qué me importaba el autografo. Le extendí una vez más el sobre, me miró fijamente y contestó a mi gesto desesperado: “ME REGAÑAN” –dio la vuelta hacia los gorilas y desapareció. No necesité más respuesta. Justamente frente a mí, el hombre que decía que “Nada le taparía la boca para decir lo que él pensaba”, “Que no habría amenaza que lo silenciara”. Todo eso, frente a mí, se había desmoronado con una sola frase, la más cobarde de todas: "ME REGAÑAN". ¿Quién te regaña, Zedillo?, pensé en ese momento. Salí de Bellas Artes esa noche, tiré la carta, con todo y diskettes, en un basurero del metro. Estaba leyendo Conversación en La Catedral, me estaba gustando mucho, sin embargo, abondoné la lectura.
Quizá por esto, lo de hoy miércoles en Venezuela me parece un teatro bien montado. Una visita con consigna que debía hacer el mayor ruido posible. Como lo tendrá mañana en los periódicos y medios “democráticos”. Me tardé bastante tiempo en volver a abrir un libro de Vargas Llosa, fueron casi diez años en que guardé todas sus obras en el último rincón de mi armario. Sin embargo, después de aquel encuentro con la foto en Conversación en La Catedral (Desencuentros I), creo comprender que la escritura da una dimensión a la obra debido a la participación del lector, el cual puede estar comprometido con la literatura y, por el momento, no teme que lo regañen.–

2 comentarios:

Lázaro Salvatierra dijo...

Querido Héctor:
Por supuesto que he leído este estupendo blog. Y viene muy ad hoc a la nota de hoy domingo en La Jornada.
Dime, ¿dónde consigo la carta que leíste en el club? Ese entusiasmo me entusiasmó, compartámoslo.
Salvo unos errorcitos de dedo (nada grave, a todos nos pasa)sabía que ahí estarías para decir algo de Mario V.
¡Grande, genial el Héctor! Te quiero, hermano... y para regocijo nuestro ¡Bizca el Barca, tot el camp es un clam, som la gen blaugrana!!!

Héctor Iván dijo...

Mi querido Lázaro, qué gusto saber que entras a tugurios como éste. Gracias por tu comentario. Sobre lo que me preguntas, bueno la verdad es que la carta ya no existe. En aquel entonces me prestaban una compu en la escuela y ahí la escribí. Después de aquel martes aciago no quedaron ni cenizas. Esa es la historia y quería subirlas a Máquina de escribir. Sobre los errores dactilográficos, te pido disculpas, la escribí de la una a las cuatro de la mañana con dos whiskys encima, eso pudo influir. Va un abrazote.