"Máquina de escribir" de Héctor Iván González, Coordinador de “La Escritura poliédrica. Ensayos sobre Daniel Sada”, Becario del Fonca en el Género de Novela. Esta es su publicación de crítica, creación y reseñas.

domingo, 28 de septiembre de 2008

Días de cama

Has seguido la convalecencia; postrado, cargado con todos los huesos fisurados y los respectivos dolores, pasas los días. El cuarto no es tan desagradable, hay dos estantes con libros, los lees sin abrirlos, recuerdas algunos versos de la Eneida (en latín, porque eres muy culto), te recuerdas de los berrinches de Job y te llena de una ansiedad contenida la foto de William Faulkner. Sientes que debes leer todos sus libros, debes tomar las mil piezas que dejó desperdigadas y empezar a unirlas. Quién te iba a decir que El ruido y la furia sería parte de todo el embate que emprendió Faulkner contra los best sellers. Quién te diría que la augusta realidad del mundo pequeño sería una y otra vez puesto en evidencia a través de las situaciones que implican sus novelas: manuscritos encontrados en los cuartos de los suicidas, la conversación de un muchacho antes de irse a la universidad, el monólogo interior de un niño que padece parálisis cerebral al que nadie oye. Faulkner siempre lucha contra la literatura, está obsesionado con decir, como los surrealistas: “ceci n’est pas un livre”. Aunque el agrega, "Mais non, ceci est la vie même". Y pensar que ¡Absalóm, Absalóm!, una de sus novelas más grandes, se tuvo que enfrentar al best de los best sellers: Lo que el viento se llevó. Es que no le faltaban razones para odiar los libros de literatura. ¿Se le podría llamar “verismo” a esta disposición”? No lo sé. Sólo sé que mataría por tener el tiempo para leer todo la saga faulkneriana. Poder testificar la manera en que la miseria lo cubre todo. Quién es el general Sartoris, nadie que hay leído la nota que hizo Faulkner para su libro de versos –así como lo oyen- podrá olvidarlo. ¿Es que se puede transmitir con tal precisión el amargo sabor de que a tu familia se la está llevando el diablo? Ver el despropósito de los hermanos, cómo se los come la avaricia, como los enbrutece la culpa, como se van aniquilando poco a poco, y cómo en sí mismos llevan su autodestrucción. Ver cómo defienden su erróneo punto de vista, más que refutado y vilipendiado, al grado que salen del comedor para no seguir viéndose a sí mismos. ¿Puede, alguien que no sea William Faulkner, retratar la manera en que todo se va descomponiendo, lentamente pero con un paso cierto? Y no poder refrenar la manera en que la corrupción de uno mismo hacia sí lleva al más ruin de los autoengaños. ¿Cómo gritar a los miembros de una familia que el moho está penetrándonos hasta por los ojos? La abuena Sutpen, sus hijas, toda la estirpe arrinconándose en lo que fue su finca y quedando como el traspatio de un campo de golf.
En fin, todo sigue su curso, los libros siguen ahí sin que te puedas encaramar a ellos. Piensas en los trabajos pendientes, lecturas de lingüística y alguno que otro trabajo para entregar. No te puedes mover, sigues merodeando alrededor de la noche que es Le voyage au bout de la nuit.
De pronto, extrañas hablar con alguien inteligente. Surge del cuerpo una necesidad de hablar con alguien que haya rebasado sus necesidades más primitivas y, lo peor, que no haya regido su vida a partir de ellas. Te alejas, profundizas en ciertos temas, piensas en la necesidad de una metafísica, más bien en su existencia, donde toda idea tenga preponderancia. Logras comprender que, en circunstancias donde la corrupción se ha desbordado para cubrir todos los campos, hay una relación entre la pobreza y la razón. Pareciera que todos los actos son viles, corruptos, implican cierta tolerancia a las relaciones de vicio. A lo mejor sucede que como dicta Broch en Hugueneau o el realismo, hay tal grado de mentira en el ambiente que todo lenguaje tiene que ser mentira: sólo la música porta verdad. Piensas en que sostenida en una plancha cultural, la vida es capitalista. Y esto implica que en esta serie de relaciones todo tiene un margen de interés, tal y como lo entienden los banqueros. Y al pensar en este vacío de otros medios vuelves a pensar en Faulkner y la muerte de un tiempo, la transición de un mundo al siguiente. La muerte de los valores que retrata el maestro del Mississipi, Noblesse oblige, la tradición y otras costumbres. He ahí que encuentras muchas cosas de donde pensar que todas nuestras relaciones tienen un fondo de interés. Hasta las más puras, especialmente las más puras. Sigues tumbado, por eso no das importancia a nada de lo que estas rumiando desde tu posición fetal, que tuvo a bien recomendarte el fisioterapeuta.
Lees poco, muy poco en realidad, nunca te habías planteado la cantidad de músculos que usamos para acercarnos el libro a la vista, tampoco habías pensado la sutil tensión que ejercemos sobre los huesos cuando nuestros ojos llevan hasta nosotros las voces de otros que valieron más la pena. Ahora sientes cada una de las consecuencias.
El silencio es cruel, no hay nada de que hablar. Piensas que mañana podrás salir, tienes que ir a dos clases y regresar a casa, como un niño enfermo. Todas las enfermedades se parecen, excepto las que te obligan a correr diez kilómetros diarios o tu corazón explotará. Piensas en lo blanco de los hospitales y en lo inhospitalarios que son. Qué sensación tan absurda de pensar estas cosas, crees que ya están entrando en la corteza de tus pensamientos, y de pronto te planteas el suicidio. Sin embargo, no desde las posturas habituales, abrogación del dolor, evasión a una vida desagradable, más bien, empieza a palpitar el suicidio como una verdadera postura filosófica, no como la veía Sartre ni Mishima, más bien como un acto de protesta. Una protesta silenciosa, pues hay tanta inercia corrupta que cualquier movimiento significa su continuación. ¿Curioso, no? Entonces el suicidio como una abstención, por esto lo de la metafísica, una metafísica conciliadora ¿existirá? No creo. Seguiría siendo un partir para una metafísica más bien neumática, esa no te interesa. Pensar el suicidio, no como fenómeno, no como última etapa de una patología, pensar el suicidio desde una conducta, un compromiso.


Piensas en el muchacho que dijo que nunca se corrompería y recuerdas las veces que te has corrompido a lo largo del trayecto. Quizá haya más corrupción en tus actos que en los de muchos que no les importa. Y es que es tan tentador, a veces. Desde Rimbaud todo es corrupto, sin embargo, murió Rimbaud para que naciera el abastecedor de armas de Menelik II, quien dijo que las armas era para independizarse. A Rimbaud, ya para entonces, le valía madres para que fueran las armas, sin embargo, para qué quería el dinero. ¿Es qué finalmente todos terminaremos amando el dinero por sobre todas las cosas? ¿Es qué todos los tíos jodidos que no dan golpe se les juzgará así, como unos tíos jodidos? ¿Hay un anciano pobre que valga la pena tratar? ¿No es su pobreza el resultado de su falta de rigor, de su autoengaño? ¿No nos damos cuenta de inmediato de que su máxima satisfacción es un castillo de naipes hecho en su cabeza y no otra cosa? ¿Es qué sí se puede plantear un realismo que roce con lo más frío de la inmoralidad? Piensas en Reyes, no se vendió al PRI porque en ese tiempo el PRI no compraba a los artistas de la manera que lo hizo en su última etapa. Piensas en Reyes y ves que trabajó con Cárdenas en una empresa difícil, reconciliar a México con Brasil. Piensas en Revueltas, en Campa, aunque tampoco te voy a permitir que hagas un inventario de quién sí y quien no se vendió. Tan sólo plasma en el papel estas dudas absurdas que te llegan a la mente cuando duermes en posición fetal con la espalda rota.


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