"Máquina de escribir" de Héctor Iván González, Coordinador de “La Escritura poliédrica. Ensayos sobre Daniel Sada”, Becario del Fonca en el Género de Novela. Esta es su publicación de crítica, creación y reseñas.

jueves, 15 de mayo de 2008

Constantino, un hombre de nuestro tiempo



1. Introducción. Por qué la Historia y por qué Constantino

El estudio de la Historia permite situar la época propia dentro del concierto universal. Mediante el uso de criterios que determinan los períodos anteriores uno vislumbra las tendencias que prevalecen en el proceso, y de este modo puede saber a cuál se vinculan sus antecedentes y su cultura.
Después de emprender el camino de la historia, pero sobre todo, después de haberse perdido en la vida de los hombres de otras épocas, se regresa con una forma distinta de evaluar el presente. Esta experiencia, de suceder, tocará nuestros valores de una manera irreversible, nos ampliará algunos conceptos pero sobre todo nos descubrirá quiénes somos. Reafirmará nuestros conceptos acerca de nosotros mismos, pues sabremos cuál es nuestra posición ante la esclavitud, la libertad, la justicia, la honestidad, la verdad y la congruencia; y sobre todo nos mostrará de qué lado estamos en el tablero de la historia.
De una manera más concreta, podemos decir que el conocimiento de la cultura europea nos permitirá saber cuáles han sido las ideas, y las repercusiones de éstas, en los países que en algún momento fueron nuestros colonizadores y con posterioridad devendrían nuestros “modelos a seguir”. Si somos cuidadosos al hacer este estudio, podremos darnos cuenta de las diferencias que nos separan y por las cuales no podemos seguir sus mismos pasos, ni sus mismos proyectos, a ojos cerrados.
Una de las figuras primordiales de la cultura europea es la de Constantino “el Grande”, y el estudiarla nos brinda la oportunidad de analizar algunas de sus características:
· La Continuidad: En una época en que los Césares se caracterizaban por sus ideas originalísimas, por sus golpes de timón en la política interior como exterior del Imperio, Constantino concretó planes que habían sido concebidos por otros dirigentes, cosa poco común.
· La Tolerancia: La perspectiva que mantuvo el Imperio a partir de nuestro personaje permitió el desarrollo (por lo menos no le asfixió) de un proceso cultural como el cristianismo, dándole la oportunidad de que relevara los valores manidos.
· El Antidogmatismo: Podemos decir que su disposición a cambiar la capital imperial a Bizancio le dio a su cultura una bocanada de oxígeno que, conociendo el futuro de Roma, podemos calificar como imprescindible.
· La Realidad guerrera: Es difícil concebir una figura relevante de la antigüedad, por muy buenas intenciones que hubiese tenido, que no haya sido un buen estratega. La manera en que Constantino resolvió la crisis en las postrimerías de la Tetrarquía, no hubiera sido posible de haberse tratado sólo de un político y no de un guerrero.

2. El decadente Imperio Romano. Marco histórico de Constantino

“Los dos primeros siglos del Imperio fueron, en general, siglos de desarrollo político pacífico, durante los cuales se llevó a cabo la romanización del Occidente. Algunos historiadores han indicado que la Era Antonina fue, en cierto sentido, demasiado tranquila”.[1] Por otra parte, el período que nos interesa es caracterizado especialmente por la lucha de Diocleciano, quien funge como Emperador de 284-305 d. c. Podríamos pensar que sus medidas políticas, aumento de impuestos, búsqueda de la unidad romana en un momento de disgregación y su actitud absolutista, siembran los antecedentes de Constantino y de su –según Gibbon[2]– despotismo y espíritu de facción. Es más, gran parte de los documentos que se han consultado para esta investigación colocan a Diocleciano en el paradigma del cambio. Mencionan algunos elementos a los cuales no se les puede escatimar importancia: Diocleciano es el primer gobernante que entroniza la figura del Augusto, al mismo tiempo que plantea una incapacidad en medio de las ideas que sostenían la infalibidad del César: “No soy indefectible”. Esto hizo que considerara, ante su situación como Augusto, la selección de un César que pudiera realizar tareas similares en importancia y que diera esa figura preponderante sin compararse al semidiós que él representaría. El lugar lo ocupó un coterráneo suyo, Maximiano, que parecía ser su incondicional. Cabe señalar que ambos provenían del mismo país, Iliria, que compartían un origen humilde y su puesto actual se debía a méritos y no a herencias; a éstas las soportaba tan poco Diocleciano que prohibió que el César pudiese ser relevado por su hijo.
Si Maximiano era el hombre indicado se lo demostró con acciones, a tal grado que poco después, éste fue encumbrado al papel de Augusto logrando un gobierno bicéfalo. Después de esto, y por consecuencia con los implementos legales, se tuvieron que elegir a dos nuevos Césares que apoyaran respectivamente a sendos Augustos. Los dos hombres elegidos eran de la misma tierra que los Augustos: Galerio, hombre rudo y de una gran valentía, quien estaría con Diocleciano, y Constancio Cloro (El Pálido) quien apoyaría a Maximiano.
De tal suerte que se conformó una Tetrarquía, o poder de los cuatro, que se repartió el Imperio para su cuidado. Diocleciano se reservó el Oriente, con Nicomedia como capital; Maximiano quedó a cargo de Italia y África, cuya capital era Milán; Grecia e Iliria fueron responsabilidad de Galerio y Sirmium su residencia; quizá el campo más riesgoso fue para Constancio Cloro, pues le tocó España, Galias y Britania –cuya capital era Tréveris– pues estas últimas tuvieron que ser recuperadas de un impostor establecido ahí de manera ilegal. A estos dos nuevos Césares se les obligó a separarse de sus esposas y casarse con familiares de los Augustos para estrechar los vínculos.

Cabe señalar que, a pesar de su búsqueda de la unidad moral y religiosa, Diocleciano había sido tolerante con los cristianos, y no fue por su compromiso con el paganismo ni por sus convicciones centralistas, sino por la actitud de estos a irreverenciar la imagen del dominus, su afán proselitista y un motín que terminó en el incendio de su palacio que empezara una persecución contra estos, la cual se considera “la más sangrienta de todas”.[4]
En el caso de Constancio Cloro, después de haber subordinado a los españoles y puesto orden en Britania, logró una vida estable; contrajo segundas nupcias con una supuesta hija del rey bretón Cole. Desde la perspectiva de Chesterton esto significó que: El Imperio romano se fue haciendo necesariamente menos romano a medida que se fue haciendo más imperio; hasta que, no mucho después de que Roma le diera conquistadores a Roma. De Britania, tal como se jactaban los britanos, era la gran emperatriz Helena, quien fue la madre Constantino.[5]
Este joven Constantino, debido a las restricciones de Diocleciano para los hijos de los Césares, jamás sería emperador, por lo cual careció de una formación de príncipe. Al parecer, su madre lo influyó al grado de sentir simpatía por aquella religión que tan mala reputación ostentaba en la época; se dice que ella, Sta. Helena, llegó a ocupar un lugar importante dentro de los apologistas. Se cuenta que emprendió un viaje a Jerusalén con la intención de encontrar la antigua cruz de Jesús, historia que sería narrada por Cynewulf.[6]
La última etapa de la Tetrarquía es vertiginosa como enredada. Diocleciano convence a Maximiano de que se retiren –debido a su edad– de la vida pública; éste en un inicio accede, de tal manera que serían sustituidos –en el 305– respectivamente por dos Césares, Maximino Daya y Severo. Este retiro provocó que Constancio Cloro y Galerio fueran proclamados Augustos inmediatamente. Al año siguiente pasó algo que llevó al traste el proyecto de Diocleciano y que nos permite nombrar al benefactor de Constantino: muere Constancio Cloro en Britania y debido a la “transformación gradual de la antigua ciudad-estado” emprendida por Caracalla (212 d.c.) los soldados, haciendo uso de su nueva potestad, proclaman César a Constantino, quien inició la retirada de las huestes de aquel país. Al parecer, esta honrosa retirada por parte del Imperio permitió que las islas empezaran un desarrollo sin pagar los precios de una liberación violenta, y permitiendo que los aspectos positivos de la cultura romana permanecieran. Dando la oportunidad de consolidar una cultura cuando la mayor parte de los países seguían siendo del Imperio.
3. No todos los caminos llevan a Roma

A su regreso, Constantino se encontró con la noticia de que había un César más, Majencio, quien había sido proclamado emperador mediante un proceso similar al suyo; de tal suerte que ya no eran los dos Augustos y los dos Césares concebidos por Diocleciano, sino que ahora eran dos Augustos y cuatro Césares. Majencio no aprovechó su cercanía con Constantino, pues era hermano de la esposa de éste, Fausta.
A pesar de haberle asegurado a Diocleciano su retiro, el viejo Maximiano regresó para coronarse Emperador, de tal suerte que las luchas por el poder reiniciaron. Galerio envió a Severo para que atacara a Maximiano, sin embargo sus tropas lo traicionaron y fue muerto por orden de Majencio. El mismo Galerio buscaría un sustituto llamado Licinio. El viejo Maximiano buscó el poder en las Galias al atacar a Constantino, quien le venció e hizo matar en 310. Un año después murió el más viejo de los emperadores, Galerio.
Licinio hizo alianza con Constantino para enfrentarse a Maximino Daya y a su cuñado, Majencio. Fue Constantino el que venciera a Majencio, quien se ahogó en el Tíber, durante la célebre batalla de Puente Milvio. Y un año después, en Adrianópolis, Licinio liquidó a Maximino Daya, logrando el poder en las provincias orientales que éste gobernaba. La alianza de Constantino y Licinio duró 10 años, y concretó, empleando medidas similares a las de Diocleciano, una estabilidad importante.
Sería el edicto de Tolerancia (Milán 313) un símbolo de unidad y acuerdos entre Constantino y Licinio, pues éste permitía la libertad de culto a todas las religiones, y de algún modo daba un guiño a los practicantes del cristianismo, con quienes, sottovoce, simpatizaba el emperador occidental. Como ya hemos dicho, el cristianismo por parte de Constantino provenía de su madre y su reafirmación se debió a la victoria en una de sus batallas, la cual fue adjudicada a un milagro.
Como señala Hegel en su Vida de Jesús o José Luis Romero en su obra, La Edad media, la figura de Jesús ocupó un espacio que habían dejado libre los dioses que paulatinamente se habían retirado. De la misma manera que lo valores se habían derruido, el evangelio restableció principios para los hombres, quienes no tenían que sentir fervor por los milagros y se limitaban a concebir el mundo de una manera menos metalizada. Sin embargo, a la larga, la relación con los cristianos mejoraría hasta lograr dos cosas: la concesión de las basílicas para sus ceremonias, y la concreción del dogma. Éste se llevó a cabo para terminar con algunas disputas al interior del cristianismo y con la herejía Arriana. Fue mediante el primer sínodo ecuménico (Nicea 325) “que se estipuló la forma definitiva de la fe cristiana y al mismo tiempo se decretó que fuera ley obligatoria del Imperio. Se estableció el dogma, es decir, el credo obligatorio. Se incluyeron la divinidad de Cristo, su nacimiento de una virgen [quien no tiene más importancia que ésa] y la Santísima Trinidad: Dios Padre, Dios Hijo (Cristo) y Espíritu Santo (o Logos), son las tres etapas o formas de una sustancia divina única”.[7]
Sin embargo, el cristianismo no pudo hacer más por el desahuciado Imperio Romano. Como se sabe, esta lenta decadencia aumentaba debido a los ataques bárbaros. El peligro que presentaba la frontera de Oriente tanto como la línea del Danubio y una necesidad de deslindarse de la imagen corrupta, pero también republicana, de Roma, así como la idea de dar un aire nuevo al Imperio convenció a Constantino de construir una nueva urbe. La posibilidad de proteger las instituciones, las arcas y de que satisficiera los deseos inherentes a los Emperadores: las ansias de crear una urbe que llevase su nombre y carácter, fueron los motivos para mudar todo a la antigua ciudad de Bizancio. Su localización geografía ofrecía una serie de ventajas sumamente atractivas: ubicada en el estrecho del Bósforo, controlaba la navegación por Europa oriental, los Balcanes, el norte de África y el mar Egeo. Su situación la volvía infranqueable; ellos no lo sabían, pero los turcos tendrían que esperar diez siglos para poder entrar en ella.
Por otra parte, hay que admitir que la fundación de Constantinopla implicó un derroche de todo tipo: fue adornada con magníficos edificios, embellecida con lujo oriental y obligó al arrebato de una gran cantidad de objetos de todo el Imperio, especialmente de Grecia. El gusto de Constantino por lo griego, a diferencia del de Adriano, era costeado por un dinero que se dejaba de repartir entre los romanos; y los terribles impuestos, como los de Diocleciano, causaban profunda incomodidad en su pueblo. No obstante, fue ahí donde se retomó el uso del griego simultáneamente que el del latín. Constantinopla fue un lugar que representó las maneras más depuradas de hacer política y de convivencia.

4. Conclusión. Un universo fragmentado y una cultura cristiana

Mientras Constantinopla rendía frutos Roma sufría múltiples saqueos. De algún modo, después de eliminar a Licinio y quedar como único Emperador para los Imperios de Occidente y Oriente, Constantino es el único responsable de la seguridad nacional. Empiezan algunas pugnas. El Emperador continúa con su apoyo a los cristianos, y aunque aún no la admite como religión oficial, sí le da privilegios a los miembros de la Iglesia. Bueno, se dice que parte de las disputas que precipitaron el enfrentamiento con Licinio estaban constituidas por los ataques que éste tuvo para con los cristianos. A tal punto llegó el apoyo a la Iglesia que Constantino compartía su peculio con los obispos, les dio privilegios que otrora pertenecieron a los pontífices paganos, de la misma manera que incentivaba la conversión con exhortaciones y privilegios.
Bien merece la pena recordar que el papado romano logró nuevos privilegios por medio de documentos falsos. La “Donación de Constantino” fue la más importante de estas falsificaciones. Según este documento, Constantino, como muestra de gratitud por su bautismo y por haber sido curado de lepra, concedió al Papa Silvestre I el dominio sobre Roma, las provincias de Italia y una prominencia sobre los demás obispados, cristianos o no cristianos. Constantino no supo nada de esto, pues cuando fue hecha por la secretaría papal él ya tenía algunos siglos de muerto. El objetivo de esto era facilitar las negociaciones con el jefe de los francos, sin embargo en 1440 Lorenzo Valla demostró la falsedad del documento.
Llegar a una conclusión rotunda sobre la obra de Constantino es una tarea inalcanzable, lo que se puede sacar en claro, y destacar, es su proclividad al tipo de vida regido por un orden. También podemos decir que su compromiso con una tolerancia y una disposición a las nuevas ideas lo vuelven un hombre de nuestro tiempo, aun cuando varios hombres de nuestro tiempo parezcan más del suyo que del nuestro. Quiero pensar que los fundamentos del cristianismo, con la novedad que tenían en aquella época, debieron ser importantísimos, pues de algún modo colocaba al hombre, que no a la tierra, en medio del universo. Utilizando parte de los mejores elementos del mundo clásico pudo concretar un credo que impregnaba a la población principios y convicciones. En realidad, ese cristianismo primitivo, que ayudó a salvar Constantino, debe quedar como uno de los elementos más rescatables de la historia del cristianismo, aunque sólo haya durado un instante.
Después de la muerte de Constantino y los Césares (sus tres hijos) que lo sucedieron, todo pasa muy rápido: “[...] en el siglo IV las dos corrientes de lengua y cultura que habían confluido para producir la civilización clásica grecorromana se apartaron una vez más. El hecho decisivo fue aquí la división del Imperio Romano: “Llegó un momento en que se vio que era imposible administrar y defender el Imperio como una unidad, y en el año 364 de nuestra era se le dividió en dos mitades: un Imperio occidental bajo Valentiano, con su capital en Milán, y un Imperio oriental bajo su hermano Valente con su capital en Constantinopla”.[8]
Pues “con la fundación de Constantinopla, el Imperio Romano empieza a dividirse por dentro hasta que en el año 395 ya no puede hablarse de un Imperio, sino de dos, el de Constantinopla y el de Roma. Permanecerá Constantinopla, llegará a considerar a Italia como parte de su imperio y habrá de perdurar en el Imperio Bizantino. Después de múltiples saqueos, Roma se erige brevemente en reino independiente y pasa a ser, desde 555, una provincia más del Imperio Bizantino”.[9]
Finalmente, después de graves disensiones en los siglos VIII y IX, las iglesias cristianas quedaron escindidas en 1054. Ese año el Papa excomulgó como herejes al patriarca de Constantinopla y a toda la Iglesia ortodoxa oriental, lo cual llegó a ser una situación virtual de guerra. De tal suerte que Constantinopla fue saqueada en 1204 en la Cuarta Cruzada por los ejércitos cristianos franceses y venecianos. La historia conserva este enfrentamiento en la división que hay en Europa, de una lado está la cultura ortodoxa en Rusia y los Balcanes, del otro, la línea romana en el occidente de este continente.
Es difícil no pensar en que después del Imperio romano llegó la Edad Media, sin embargo, es importante destacar que es un tanto erróneo no pensar que este período tiene carácter propio y no sólo es un largo y oscuro túnel entre dos épocas de luz. Más bien lo que creo es que este período dividido en dos etapas, Alta y Baja Edad Media, es el momento en que las múltiples culturas cristianas conformaron su personalidad con una serie de raíces que los identificaban.
Para finalizar me gustaría recordar unas líneas de G. K. Chesterton que contradicen muchas de las razones de la mayoría: “En mi opinión, a propósito de la Edad Media podría decirse con justicia que el mundo mejoró en muchos sentidos, pero no en el único necesario: el único que permitía hacerlo uno. No se volvió más universal, sino mucho menos, pues se limitó a recoger y limpiar los pedazos de un universo fragmentado. Es cierto que el hombre medieval era más tosco y menos eficaz en muchos sentidos, pero su concepción de la vida era mucho más amplia y más humana. Así, el renacer de la cultura no supuso una ampliación del conocimiento: las escuelas públicas dejaron de ser populares; más caballeros se pusieron a estudiar griego, pero menos campesinos estudiaron latín. Así, la Reforma intensificó la religión por medio de las sectas, pero ya no fue posible reconciliar a los hombres mediante la religión”.[10]


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