Parece incluso que el Destino ha procurado siempre
hacerme amar primero aquello que él mismo
había dispuesto para que al día siguiente
yo viera que ni lo tenía ni había de tenerlo.
Libro del desasosiego. Fernando Pessoa
Estuve con Caroline gran parte de la tarde. Tenía unos días de haber llegado de París. Parecía estar complacida. El viaje a casa de sus padres le permitió arreglar muchas cosas del pasado. También había ido a poner en orden algunos documentos, y me contó que se había encontrado con algunos familiares lejanos. Sin que se lo pidiera, y para mi suerte, me trajo el II tomo de las obras completas de Baudelaire, y un ensayo de André Gide sobre Dostoievsky. Hablamos gran parte del tiempo sobre El Doble como concepto literario; cosa extraña pues ella no leía, que yo sepa, mucho literatura rusa.
hacerme amar primero aquello que él mismo
había dispuesto para que al día siguiente
yo viera que ni lo tenía ni había de tenerlo.
Libro del desasosiego. Fernando Pessoa
Estuve con Caroline gran parte de la tarde. Tenía unos días de haber llegado de París. Parecía estar complacida. El viaje a casa de sus padres le permitió arreglar muchas cosas del pasado. También había ido a poner en orden algunos documentos, y me contó que se había encontrado con algunos familiares lejanos. Sin que se lo pidiera, y para mi suerte, me trajo el II tomo de las obras completas de Baudelaire, y un ensayo de André Gide sobre Dostoievsky. Hablamos gran parte del tiempo sobre El Doble como concepto literario; cosa extraña pues ella no leía, que yo sepa, mucho literatura rusa.
De golpe, mientras yo bebía de mi copa, me preguntó:
–¿Crees en el Döppelganger?
–No, en realidad no –contesté con un poco de solemnidad, al mismo tiempo que deposité mi copa en la mesa. Me rascaba la barba y la mosca mientras la veía. Pasó un instante y le regresé la pregunta
–¿Y tú?
–Quizá, hay tantas posibilidades, ¡puf! Puede ser ¿por qué no?
–Sería muy difícil ser el doble de alguien, ya sea tu doble, o el mío. Por ejemplo, yo cambio mucho en breves lapsos de tiempo... Me es difícil mantener un ideal durante más de una semana.
–Quizá, peró, es posible... –se recargó en el respaldo de la mesa como signo de desesperación y cruzó los brazos.
–Recuerda que el ser es indeterminado, el ser se da, Caroline. No se puede repetir. La angustia del ser-ahí o del ser en el mundo es algo irrepetible, Caroline... –le asesté intentando eliminar cualquier duda que pudiese quedar. Se me quedó viendo con esa mirada de incredulidad que algunos europeos logran, y que, aunque no me guste admitirlo, destroza los argumentos mejor armados–. Bueno, y tú ¿qué harías al ver a otra Caroline?
–¿No habías dicho qué no hay dobles?
–No los hay. Pero bueno, digamos que el ser se repitiera por alguna vez, como en una especie de clon, ¿qué harías?
–No lo sé, quizá le seguiría, no sé –se dio por vencida frente a mi armadura de escepticismo.
Noté la hora, eran las seis y media. Pensé que se hacía tarde. Me puse en pie tan rápido que sin querer hice tambalear la mesa,
–Perdón, me tengo que ir... Nos vemos... espero verte pronto.
–Bien sûr.
–Gracias por los libros.
Saliendo del café tuve que acelerar el paso, pero noté que la rodilla me dolía si no usaba el bastón. Me empecé a apoyar en él. Evidentemente, me retardaba. Una cuestión muy vaga corría por mi mente. ¿Qué era lo que me había hecho perder dos horas de tiempo? ¿Dónde las había dejado? Con Caroline estuve máximo dos horas. Yo sé que con ella se me va el tiempo volando, pero esta vez era demasiado ¿por qué no llegué a la cita con María Esther? Sin darme cuenta empecé a silbar una pieza de jazz, creo que era de Theolonius Monk, o quizá de Charlie Parker. Hice una señal al colectivo, se detuvo cuatro metros más adelante. Lo alcancé cojeando un poco; subí rápidamente, casi se me cae uno de los libros. Después de pagar, guardé cada libro en un bolsillo del abrigo.
Después de unos minutos, el colectivo me dejó en Insurgentes, muy cerca de Plaza In. Llevaba puesto mi abrigo, un sombrero de paño negro, y para andar me apoyaba en mi viejo bastón. Con este atuendo, fingía ser Paul Verlaine. Me había dejado la barba tan larga y descuidada como la que él usaba; llegaba a fingir una cojera de la rodilla izquierda. En ocasiones el dolor la convertía en una cojera verdadera. Ya no tenía cabello que peinar, así que esas cejas encadenadas y mi mirada –entre lujuriosa y afeminada–, lo remembraban un poco. Después de andar durante un rato, aunque con un poco de temor, volteé a ver al cielo, parecía que llovería. Entonces, y sólo en esos momentos no llamaba mucho la atención en la calle con mi atuendo; en algunas ocasiones, al no estar el clima nada fresco, y yo usando mi abrigo, me llegaban a insultar los lumpens que me veían desde sus autos.
–¿Crees en el Döppelganger?
–No, en realidad no –contesté con un poco de solemnidad, al mismo tiempo que deposité mi copa en la mesa. Me rascaba la barba y la mosca mientras la veía. Pasó un instante y le regresé la pregunta
–¿Y tú?
–Quizá, hay tantas posibilidades, ¡puf! Puede ser ¿por qué no?
–Sería muy difícil ser el doble de alguien, ya sea tu doble, o el mío. Por ejemplo, yo cambio mucho en breves lapsos de tiempo... Me es difícil mantener un ideal durante más de una semana.
–Quizá, peró, es posible... –se recargó en el respaldo de la mesa como signo de desesperación y cruzó los brazos.
–Recuerda que el ser es indeterminado, el ser se da, Caroline. No se puede repetir. La angustia del ser-ahí o del ser en el mundo es algo irrepetible, Caroline... –le asesté intentando eliminar cualquier duda que pudiese quedar. Se me quedó viendo con esa mirada de incredulidad que algunos europeos logran, y que, aunque no me guste admitirlo, destroza los argumentos mejor armados–. Bueno, y tú ¿qué harías al ver a otra Caroline?
–¿No habías dicho qué no hay dobles?
–No los hay. Pero bueno, digamos que el ser se repitiera por alguna vez, como en una especie de clon, ¿qué harías?
–No lo sé, quizá le seguiría, no sé –se dio por vencida frente a mi armadura de escepticismo.
Noté la hora, eran las seis y media. Pensé que se hacía tarde. Me puse en pie tan rápido que sin querer hice tambalear la mesa,
–Perdón, me tengo que ir... Nos vemos... espero verte pronto.
–Bien sûr.
–Gracias por los libros.
Saliendo del café tuve que acelerar el paso, pero noté que la rodilla me dolía si no usaba el bastón. Me empecé a apoyar en él. Evidentemente, me retardaba. Una cuestión muy vaga corría por mi mente. ¿Qué era lo que me había hecho perder dos horas de tiempo? ¿Dónde las había dejado? Con Caroline estuve máximo dos horas. Yo sé que con ella se me va el tiempo volando, pero esta vez era demasiado ¿por qué no llegué a la cita con María Esther? Sin darme cuenta empecé a silbar una pieza de jazz, creo que era de Theolonius Monk, o quizá de Charlie Parker. Hice una señal al colectivo, se detuvo cuatro metros más adelante. Lo alcancé cojeando un poco; subí rápidamente, casi se me cae uno de los libros. Después de pagar, guardé cada libro en un bolsillo del abrigo.
Después de unos minutos, el colectivo me dejó en Insurgentes, muy cerca de Plaza In. Llevaba puesto mi abrigo, un sombrero de paño negro, y para andar me apoyaba en mi viejo bastón. Con este atuendo, fingía ser Paul Verlaine. Me había dejado la barba tan larga y descuidada como la que él usaba; llegaba a fingir una cojera de la rodilla izquierda. En ocasiones el dolor la convertía en una cojera verdadera. Ya no tenía cabello que peinar, así que esas cejas encadenadas y mi mirada –entre lujuriosa y afeminada–, lo remembraban un poco. Después de andar durante un rato, aunque con un poco de temor, volteé a ver al cielo, parecía que llovería. Entonces, y sólo en esos momentos no llamaba mucho la atención en la calle con mi atuendo; en algunas ocasiones, al no estar el clima nada fresco, y yo usando mi abrigo, me llegaban a insultar los lumpens que me veían desde sus autos.

Tomé otro colectivo para llegar hasta la avenida central. Para entonces estaba demasiado cansado. Lo abordé, y me senté en los asientos de la parte posterior. No recuerdo qué fue lo que pasó exactamente, creo que me quedé dormido, o me distraje con algo en el paisaje. Algo me hacía sentir que había perdido la memoria; recuerdo que una serie de imágenes se sucedieron en mí, eran un poco como fotografías borrosas pero remanentes, quizá de la infancia, de la adolescencia o del futuro. Eran fotos o imágenes donde aparecía con barros en la cara, o luciendo algún corte de cabello a rape. Ahora me avergüenzo de haber usado aquel corte, también recordé cierta ropa que ahora me disgusta particularmente: un traje militar, zapatos de goma, condecoraciones entregadas por mayores, falsas águilas devorando falsas serpientes. Recordé algunas monedas, habían sido acuñadas con los rostros de Morelos, o con un sol sobre una pirámide, otra con la imagen de Juárez. Siguieron imágenes donde militares marchaban frente a Luis Echeverría Álvarez, en el aire hedía un olor detestable a solemnidad de pueblo, un perfume de falsos alcatraces en un florero color palo de rosa, guirnaldas marchitas, flores de panteón cubiertas con tierra removida por la lluvia. Todo era una gama de imágenes que se entrelazaban extrañamente, recordé los ganchazos que me dieron por no hacer la tarea, los ganchazos por que me expulsaron de la escuela. Recuerdo que me expulsaron porque llevé una revista “inmoral”, y no me limité a llevarla, sino que me permití enseñársela a todos los internos. La verdad es que compré la revista porque me enamoré de la chica que aparecía en la portada. Tuve tres meses de arresto antes de ser expulsado por el consejo de honor y disciplina. La misma semana estuvo Luis Echeverría en mi escuela. Temí que el mismo presidente me expulsara. Esa noche no pude dormir, dos cosas me obsesionaban, el deseo de volver a comprar esa revista, y la otra, el terror a que el presidente de la República, Luis Echeverría, me expulsaría personalmente. “Has acabado con tu futuro en el ejército”, dijo papá con lágrimas en los ojos. Las imágenes que surgían también eran imágenes de televisión con Fuentes hablando bien de nuestro presidente Luis Echeverría. Recordé una foto de Luis Echeverría y mi primo el halcón negro, mientras recordaba una frase del mismo Fuente, “Luis Echeverría o el fascismo”. ¿Qué no eran lo mismo...? De golpe, regresaban esas sensaciones –a las que estaba acostumbrado– de derrota, de ridículo... Admito que me eran tan familiares, que me sentí invadir por una risita irónica.
Y repentinamente, como si por instinto, para terminar con todo esto, abrí los ojos. Noté que el camino se había ido condensando, al grado que llevábamos una muy breve distancia en un tiempo verdaderamente considerable. Intenté volver a dormir y algo que vi de reojo me hizo sentir muy extraño, era un peinado. Estaba en los primeros asientos; era un arreglo de cabello muy parecido al de... Me pareció muy común, podría decir que casi familiar... Me sentí incomodo, seguí observando, lo que me temía, era María Esther. Al principio no la reconocí, pero ahora todo estaba claro. ¿Qué hacía ahí?
Podía ver su perfil y noté que sonreía, iba acompañada, a su izquierda estaba un hombre a quien no reconocí. Me sorprendió la familiaridad con que le hablaba, diría que le tenía cariño... De verdad que esto llegó a molestarme un poco. Entre risa y risa ella se recargaba en su hombro ¿Qué estaba pasando? ¿Me habría visto? ¿Me quería dar celos? ¿Quién sería ese tipo que se prestaba a este estúpido juego?
Vi que empezaron a levantarse, pasarían a un costado de donde yo estaba al descender. Incliné rápidamente el ala del sombrero, aún no sé por qué. Cómo si importara saberlo... Bajaron del colectivo... una calle después bajé para seguirlos. Esperaba alcanzarlos, ellos caminaban rápido y mi cojera no me ayudaba. Al andar, ella lo tomaba del brazo, de momentos lo soltaba y se tomaban de la mano. Me sentía molesto. Me preguntaba si realmente me había visto, si sabía que les seguía...
Algo en su forma de conducirse me hacía pensar que estaba contenta. El muchacho vestía de saco color café, un pantalón también café, pero un poco más claro y zapatos beige. Lentamente sentí una gran ansiedad de fumar, prendí un cigarrillo de tabaco negro, al par que me daba cuenta hacia donde se dirigían. No era posible, iban a la Fuente de Clitlaltepetl, quizá a la Casa Refugio; me sentí burlado. Yo la había llevado a ese lugar. Y ahora ella le hacía de “guía de turistas bohemio” –como solía llamarme. Pensé en armar un escándalo antes de que llegaran, gritarle al tipo, y darle una surta. Preguntarle a ella que quién diablos era este imbécil; mientras le acabaría el bastón en las costillas, para después gritarle “¿Merezco todo esto, sólo por no llegar a la cita?”. Sin embargo, mientras caminaba me sentía tranquilo por momentos, pero sólo por malditos momentos. Noté que empezaba a gozar mi furia; y que me sentía bien de sentirme mal. La situación no era tan dramática, pero si iba a ser así, con burlas y todo, antes me desquitaría, de eso estaba seguro. Golpearía al tipo, ese idiota se estaba ilusionando con verme la cara. En lo que pasaba todo esto por mí, los alcancé a ver llegar a la fuente de Citlaltepetl. Tomaron asiento en una banca, y se colocaron frente a frente. A una distancia desde donde los podía ver me detuve. Él le decía cosas al oído como si disfrutara de su aroma, de su fragancia. Sentí un golpe cuando vi que ella le besó la mejilla; esto me arrancó una lágrima, tan pesada y fría que sentí su vertiginoso descender por mi barba. Me estaba engañando. Por más que me movía, no alcanzaba a ver al tipo; de asomarme más, arriesgaría a que me vieran, por lo menos ella. Y al mismo tiempo ella mostraba una sonrisa generosa, parecía que le decía algunas cosas al oído. Pensé que fueran elogios baratos. Ella volvía a parpadear entre risas cálidas. Sentí ganas de salir de las sombras y golpear al tipo, arrojarlo a la fuente. Pero ¿qué ganaría? al fin y al cabo se notaba que estaban felices, que éste, que soy verdaderamente yo, estaba de sobra, que ahí no era absolutamente nada. Reí entre dientes, me sentí como durante toda la infancia, transparente hacia los otros. De momento quise que me vieran, salí del arbusto secreto, y caminé hacia la casa. Sin embargo, no se percataron de mi trote. Para ellos yo no existía. Volteé sutilmente y noté que se besaban. Bueno, no, no era que se besaban pues ¿qué es besar? Eso no era un beso, sólo juntaron los labios.
Entré a la Casa Refugio, atravesé el corredor sin saludar a nadie, abrí una puerta de cristal y entré al baño. Sin que nadie me oyera, me puse a llorar un rato; traté de que fuera de manera forma silenciosa, sin alborotar, sólo llorando, llorando por llorar.
Después de un rato salí, y ahí estaban ellos, otra vez juntos y sonriendo.
La conferencia había comenzado, casi puntual. Me percaté de que estaban en primera fila, por supuesto, tomados de la mano. El orador designado hacía referencias a París y su presencia poética en el siglo XX. Para entonces, estaba en extremo melancólico. Tiendo a la depresión, desde hace algunos años, quizá desde que cumplí cuarenta y cinco, y el suicidio ocupa mi mente a menudo ¿por qué no decirlo?
La vida se me había vuelto amarga, como el sabor de una flor yeso cal, o una de fuego ámbar, que sabe a sal que no se acaba. Y por momentos apartaba la mirada del conferencista y la colocaba en ellos. Los veía, parecían el uno para el otro, Por supuesto que no llevaba el sombrero, vagamente recordé que ya no tenía cabello. Es curioso cómo se pueden olvidar esos detalles; sonreí un poco conmigo mismo, en verdad debería parecerme a Paul Verlaine...., Al reír un poco, sin intención descubrí mis dientes verdes. No pude mentirme, me dolían las piernas, el alma y la cabeza. Esta imagen de felicidad congraciada, es la Felicidad, sin mentir ni agregar, sin sufrir ni soñar. Es verdad, no soy nada, no me ven, no me escuchan, si en estos momentos me pusiera en pie y gritara, maldijera, y calumniara, nadie me pondría atención, en momentos como éste entiendo a los exhibicionistas soeces; esos que se desabrochan el pantalón en frente de la gente. Quizá creen –en su fuero interno– que nadie los observa.
De momento, abstraído en estas ideas, me di cuenta de que todos empezaron a aplaudir. Yo me puse de pie, me volví a poner el sombrero y lo acomodé para cubrir bien mi calvicie. Para entonces todos, ya de pie, seguían aplaudiendo. Salí silenciosamente de la sala. Ignoré al mesero que me ofrecía de beber. Al pasar frente a un espejo noté que estas horas habían sido años, pensé que jamás me hubiera imaginado a mí mismo tan viejo. Reí un poco, quizá me negué a creer lo que tenía frente a mí. Era un viejo que seguía igual que cuando tenía 20 años, quizá, mas nunca logró nada, sólo un proyecto tuvo.... Jamás lo logró.
Al fin salió la pareja, entraron a la librería. Ahora que lo recuerdo, quizá no estuve ahí. Ellos bebían copas, se besaban una, quizá dos veces; eran jóvenes de cualquier forma. Yo, al contrario de ellos, llevaba el alma cansada ¿Por qué no la dejaba descansar?
Socarronamente me acerqué a un stante cerca de ellos. Él le leía en voz alta un poema de Cavafis, ¡qué hipocresía!, era un poeta que en algún tiempo llegue a leer. Este patán hacía ademanes mientras leía: “Recuerda, cuerpo...” al par que yo, sentía no soportarlo más. Me acerqué sin poder contener la rabia, la luz le daría en pleno rostro a este imbécil al cual envidio. Avancé más y le vi el rostro frente a frente, era yo mismo. Era mucho más joven, sin lunar, con cabello, aún tenía los dientes blancos. Supe que en verdad era yo, pero lo envidiaba. Horrorizado me di cuenta, me envidiaba a mí mismo y a lo que fui.
Seguí el trayecto sin detenerme. Frente a él fingí buscar a alguien y me encaminé a la salida. En el camino me encontré con María Esther... quedamos frente a frente. No dijo nada, no se inmutó, expresaba el gesto de una flor frente a un cristal ¿Es que las miradas ven a quien las recuerda? ¿cuándo recuerdas a alguien, te puede ver recordándola? No lo sé. Quedé pálido mientras él terminaba la lectura de un verso, al cual ella sonreía. Repentinamente, sentí morir todas las esperanzas, nunca más surgirían. ¿De qué se puede sentir esperanza? Soy un anciano que no hice nunca nada. Sólo llegué a ser autor de versos malos, no logré uno solo que se salvara del olvido que merece el ripio. No fui nada, quizá llegar con la palabra al límite no sirvió de nada, quizá ser todos los hombres, no fue nada, apenas fui brizna, pelusa de un mueble que se lleva la flama naranja. Y ella, tampoco se quedó. Los muchachos se habían ido, tiempos repetidos, memorias trascendentes, fuegos fatuos posados en cirios plateados que al soplido del Fausto se apagaron. Que todo el fuego se lleve todo, que yo quede tendido en la plancha, nada recogerá el cadáver... nada quedará de mi nombre. ¿Qué tipo de recuerdos se tienen estando muerto? Me doy cuenta que es un puñetazo recordar estos libros ahora que falta ella, ahora que no soy nada pero ¿alguna vez fui algo antes de morir? Quizá en sus brazos, quizá a su lado. El fuego tiñó el asfalto, mi imagen, al pisar ocasos, será más breve que un aletazo de mosca.
Tengo un par de ideas, al par que me dirijo a casa. Pero dime algo, Memoria ¿el amor justifica la vida? Morir solo ¿causa tanto daño? ¿Por qué no fingimos que no nacimos y nos vamos matando nosotros mismos?
Todas las palabras del mundo no bastan para detener un recuerdo, ni para morir en un segundo ¿En qué estadio estoy? ¿Es verdad que basta un segundo para cambiar el mundo? ¿Debo desear que María Esther siga siendo feliz, con algo que algún día fui? He sido muchas cosas, quizá me olviden aquí.
Entré al Metro con ganas de morir como hombre, disolviéndome en ese Aqueronte de tinieblas, no obstante me senté un momento. ¿Después de esto qué quedará? ¿cuántos años más seguiré persiguiendo a este recuerdo? ¿Cuántos años más seguiré enloqueciendo por la persecución de mis prisiones? Frente al reflector unas líneas brotan hacía mí...
La palabra tomada en un sentido panteísta, y no en el sentido religioso que comporta generalmente. La Vida eterna aquí significa entonces: la serie indeterminada de existencias de Dios, sea en el estado de concentración, sea en el estado de diseminación…[1]Comprendí nuevamente que mañana vería de nuevo a Caroline, una vez más recibiría estos libros. Como en un acto natural, todos los días seguiré a esa pareja a la misma conferencia. Comprendí que el tiempo jamás regresará, que lo dejé pasar porque cambié mi vida por la palabra escrita. Y que esta amante egoísta, la palabra, me había cambiado, arrojándome como a un tronco en la playa, cerca de la locura, cerca de la lucidez, lejos de la verdadera vida.
[1] Frase de Charles Baudelaire, en alguna parte de las Oeuvres Complètes Tomo II.
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