En ciertos
momentos en la literatura, un determinado escritor parece personificar la
dignidad y la soledad de toda la profesión.
George Steiner, “Del matiz y el escrúpulo”.
Como si fuese una respuesta a estos tiempos en que se
repite hasta el cansancio el cliché de que no hay Crítica en México, aparece
por primera vez una antología de reseñas de Victor
Sawdon Pritchett (Ipswich, 1900-Londres, 1977) intitulada El viaje literario. Cincuenta ensayos (FCE. 2011). Con una edición
no tan cuidada como nos hubiera gustado, hace su debut en el mundo hispánico
este crítico, narrador y biógrafo quien formara parte de una generación de
críticos compuesta por Cyril Connolly y Edmund Wilson; la cual dio muestra de
una gran intuición y una enorme capacidad de síntesis literaria durante el
siglo XX. Caracterizado por usar como bastión para difundir sus opiniones los
medios impresos, como su columna “Books in General” en el New Statesman, v.s.
analizó con profunda coherencia la obra de autores de la segunda mitad del XIX
y de la primera mitad del XX. Su relevancia y longevidad fueron tales que, en
su momento, permitió que otra antología fuera intitulada por su hijo Oliver: The Pritchett Century, debido a que fue
un polígrafo en géneros como el cuento, la biografía o el libro de viajes.
En esta selección, hecha por el
novelista Hernán Lara Zavala, podemos encontrar a un crítico que escribe desde
el escritorio del creador y no del crítico estéril; que entiende la crítica
como un arte ancilar sin gran autonomía; que no tiene ambages en abordar
traducciones y celebrarlas desde su gusto estético sin argüir la frase hecha de
la intraducibilidad literaria. v.s.
demostró que antes que ser un crítico hay que abastecerse de algo que en nuestros
días ni siquiera se menciona: Criterio; y que para obtenerlo se necesitan
muchas horas de estudio y aquella “cualidad esencial que –según Hemingway– es
un detector de mierda, innato y a prueba de golpes”. Precisamente, la vena
desde la cual v.s. plantea sus
ensayos es aquélla de un lector de a pie
que se deslinda de la academia o la crítica profesional: “Algunos, los críticos
en particular, se complacerán en rastrear la historia de ese instante” o, sobre
el académico Brombert: “El efecto es pretencioso y quizá se deba, uno espera,
al hecho de pensar en francés y escribir en inglés; pero corresponde al actual
hábito académico de convertir la crítica literaria en tecnología”; pues v.s. se deslindaba y dejaba clara su
postura: “Que los académicos sopesen, sean exhaustivos o construyan
superestructuras: el artista se rige en su vida tanto por el orgullo en su
propio tono como por lo que ignora; la humildad es una vergüenza”.
Su talento de
narrador sale a relucir precisamente cuando uno detecta la manera en que
disfruta al contextualizar la vida de los autores y se solaza al introducir
detalles, anécdotas o situaciones que delinean hábilmente el estado anímico o
la sirte de cartas, diarios o libros de apuntes; de lo cual trata
mayoritariamente en este libro. Así lo encontramos en su “Proustificaciones”
narrando cómo era aquel joven escritor Marcel que no había mordido aún la
magdalena evocativa; o cuando retrata al pusilánime Fiódor antes de que llegue
a su vida Ana, su segunda esposa: “Dostoievsky estaba arruinado y débil, y no
tenía en su cabeza ningún perfil claro para una historia, aparte de sus
experiencias como jugador arruinado y atormentado por una joven amante
neurótica”. O nos puede regalar esta lúcida exégesis, en la cual se refiere a
Eça de Queirós, pero igual nos hace pensar en Pessoa: “A los portugueses les
gusta aparentarse diminutos sólo para sorprender después con su vigor. La
humildad y la nostalgia portuguesas son atributos nacionales, y llegan a ser
incluso destructivos”. Y en ocasiones –como cuando aborda el libro La vejez de De Beauvoir– rebasa el campo
puramente literario: “En cualquier caso, el instinto de la atracción sexual
puede no depender de la belleza en absoluto. Una voz, por ejemplo, puede ser
tan potente como un cuerpo”.
Es evidente la
sensibilidad que tiene v.s. para
escoger lo que hay que decir al abordar la arista desde donde planteará su
crítica; obvia precisión que no es tan obvia para quien logra únicamente un
soporífero trabajo académico. Su mirada no sólo es acuciosa, milimétrica, sino
que es certera; no sólo aborda detalles, entabla vasos comunicantes entre
autores: [De Assis] “Como Sterne, está obsesionado con el tiempo, y es
excéntrico, caprichoso incluso; como Stendhal, es exacto y sin embargo
apasionado; como Swift, es ocasionalmente salvaje”. Externa opiniones basadas
en el texto y en su experiencia; jamás se autocensura por pensar que la
exégesis no es propia de un crítico. No temió aventurarse a pronunciar sus
juicios por el escepticismo aniquilante que sólo ha dejado insustancialidad en
nuestros días. Nunca hay paja en su análisis, lo que trae a cuento no es para
ampararse en una postura ajena ni para mostrar una erudición de cartón; no
busca congraciarse con el Poder, es claro hasta ser –como le llaman los conservadores– “políticamente
incorrecto”:
Una o dos reflexiones se imponen tras el
deslumbramiento de Nostromo. La
primera es una meditación general sobre el terreno social en que se enraíza la
novela inglesa moderna. El gran tema inglés –está uno tentado a afirmar–, o en
cualquier caso aquel gran tema que incorpora una imagen de la sociedad, se
encuentra fuera de Inglaterra, simplemente porque
la vida inglesa ha sido un parásito de la vida en el extranjero y no quiere
admitirlo.
De hecho, Pritchett es de los pocos
que asimila la profundidad de la crítica política que erige la obra de Conrad,
y a la luz de aquélla señala:
Nostromo es la más
sorprendente moderna de las novelas de Conrad. Podría haber sido escrita en
1954 en lugar de 1904. Todos los problemas ligados a la explotación económica
de un país atrasado aparecen aquí; la política de Costaguana a lo largo de dos
o tres generaciones se explora a profundidad ante nuestros ojos sin perder de
vista el presente. Vemos tanto los ideales como las mentiras de la explotación
colonial, contra el telón de fondo de la lucha por el liberalismo, el progreso,
la reforma, la inclinación revolucionaria y el advenimiento de un poder
extranjero. Hasta el ascenso de dos de las fuerzas ahora dominantes en este
tipo de situación está claramente descrito: la ambición estadounidense de
apoderarse de todo en el mundo y, a contrapelo o en paralelo, el ascenso de las
masas.
Con lo cual no queremos decir que
Pritchett se aleje de Conrad, sino que estaba tan adherido al gran eslavo que
reconoció: “Conrad no condensó todo esto en un ensayo político o histórico, ni
en una novela de propaganda, sino en el impuro detalle de una ambiciosa y
escéptica obra imaginativa”.
Realmente causa admiración su
capacidad para abordar cada caso particular y verlo en su justa proporción; no
sé percibe que su crítica esté movida por la mala leche o por el sarcasmo, a
pesar de que si algo saben esgrimir los ingleses son estas dos tesituras.
Pritchett no sopesa los libros de los que habla a partir de sus propios
prejuicios o exigencias, sino con base en las intenciones de cada uno de los
autores. Es mesurado ideológicamente, no se regala al escarnio fácil contra el
realismo socialista, por el contrario debate con tremenda objetividad al
respecto de la situación de Chéjov, ni tampoco es un chien de garde del capitalismo de su época.
Debido a que está pensado desde
nuestro presente y que todos los autores que aborda, salvo García Márquez
(1972), han fallecido, El viaje literario
tiene cierto aire de antigüedad, sin embargo v.s.
lo dispersa con una ráfaga de lucidez y novedad que lo relaciona con libros
recientes como De eso se trata
(Anagrama 2009) de Juan Villoro, Afluentes
de Pura López Colomé (Pértiga, 2010) o George
Steiner en The New Yorker (FCE. 2009). Sus lecturas sobre Musil, Kafka,
Genet, Wilson, Pérez Galdós son de una vigencia indiscutible.
Si hemos tildado a este libro como
respuesta oportuna para los tiempos corrientes es debido a que v.s. hace pasar por su criterio
fidelísimo a la obra, al contexto y al autor. Por lo demás, lo que denuncia v.s. al deslindarse de los “críticos
formales” es esa costumbre de
llenar de tecnicismos la crítica literaria, y es lógico porque él escribía para
la gente de la calle. Creo que debido a esto la crítica y sobre todo el mercado
en los países anglosajones son tan autónomos. El lector es el que mantiene a su
escritor, no la beneficencia del Estado, ¿y por qué es así?, porque éste
siempre le ha hablado al lector ordinario, nunca se ha quedado en el
solipsismo.
Pritchett se admite un admirador de
Pushkin, Sthendal y Conrad, en cambio duda de las contradicciones de Tolstói, y
no cambia sus principios estéticos según le venga la ocasión. Jamás lo podremos
pensar como el crítico que se enmascara al vilipendiar toda la literatura
presente, que actúa como un lector nostálgico y que llora viejas glorias.
Incluso cuando uno no está de acuerdo con algunos reparos que hace a la obra de
Faulkner –uno de los mayores novelistas seminales del siglo XX– se debe poner
atención a sus argumentos, los cuales se intuyen honrados: “No obstante, la
auténtica justificación del método radica, a mi manera de ver, en que recrea el
sur como ningún otro lugar de la geografía de e.u.
ha sido plasmado a profundidad por ningún otro novelista, desde que yo
recuerde, Huckleberry Finn.”
No queda más que sugerir este tomo
a todos aquellos que guardan reservas a la jerga académica y sus términos de
comodín, a quienes no les satisface una parte de la crítica actual y que
quieren prestar oídos a quien en algún momento fue denominado el mejor crítico
literario desde Virginia Woolf: Victor Sawdon Pritchett.
V.S.
Pritchett, El viaje literario. Cincuenta
ensayos. Pról. Hernán Lara Zavala. Trad. Ramón García. FCE. México. 2011.
Col. Lengua y Estudios Literarios. Pp. 482.
(Esta reseña apareció publicada en la revista “Este País”).
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