"Máquina de escribir" de Héctor Iván González, Coordinador de “La Escritura poliédrica. Ensayos sobre Daniel Sada”, Becario del Fonca en el Género de Novela. Esta es su publicación de crítica, creación y reseñas.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Sobre “Cartas ajenas” de Geney Beltrán Félix, ed. B.

Me había propuesto escribir estas líneas hacía un par de semanas cuando leí Cartas ajenas, sin embargo, la intrusión de mi madre en mi biblioteca, me impidió regresar a algunos fragmentos, revisar ciertas líneas y releer como se necesita para poder escribir algo coherente. Ahora que lo tengo en mi escritorio –después de que me lo han devuelto habiéndolo leído de cabo a rabo– y que he podido pensar un buen rato, lo primero que se me podría ocurrir es la pregunta acerca de ¿qué sentido puede tener escribir una novela sobre cartas, precisamente en este tiempo de correos electrónicos y redes sociales, estas herramientas que hacen de la comunicación un asunto acelerado y trepidante? También me puse a reflexionar sobre qué tipo de personalidad es la de Marioralio, un personaje de nombre inusitado, pero que puede resultarnos un tanto familiar. Y, antes de responder a mi primera pregunta, veo en el diario “El País” que la editorial francesa Grasset está a punto de sacar al mercado las Lettres à Hélène [Ryttman](“Cartas a Helena”), del filósofo francés Louis Althusser. Como se sabe, uno de los maestros del materialismo histórico, quien, presa de un arranque que lo encegueció, mató a su compañera Hélène Ryttman para poco tiempo después entregarse a la policía. La noticia fue muy sonada por aquel entonces e incluso dio carne a los fariseos que nunca tuvieron argumentos contra sus ideas para vilipendiar contra la enorme personalidad de Althusser. Por otro lado, me encuentro que, no hace mucho, nuestro FCE publicó la Correspondencia (1951-1970) de Paul Celan con Gisèle Celan-Lestrange. Ambas correspondencias, compuestas de los secretos, complicidades, confesiones, muestras de afecto, proyectos a realizar entre estas parejas, fueron el preámbulo a sendas tragedias, aquella de Althusser y el suicidio de Paul Antsche, llamado Celan. Lo cual me orilla a replantearme la pregunta, pero de una forma más amplia: ¿Por qué en el siglo de los correos electrónicos y las redes sociales siguen interesando las correspondencias ajenas? Ahora sale la palabra correspondencia con su peso semántico que marca una ‘relación’ o una ‘comunicación realmente existente’. Este es el punto de partida, a mi modo de ver, para leer Cartas ajenas, obra que tiene lugar a partir de una transgresión a una correspondencia ajena.

Su protagonista es uno más de los cientos de miles de burócratas que sobrevive gracias al Estado; ese tipo de personas que siempre es vilipendiada por los tecnócratas, o por aquellos que se sienten empresarios en potencia, los que arengan con la competitividad y la optimización de recursos que, según ellos, tendrían que destinarse a la eficiencia, y no a la manutención de la escoria burocrática. En un inicio había concebido a Marioralio como el Agrimensor de Kafka o como un heterónimo de Pessoa, sin embargo estos tenían la certeza de que el Leviatán no tendría prisa en deshacerse de ellos. Todo lo contrario de Marioralio pues, en pocas palabras, él es un ser enquistado en los circuitos del neoliberalismo, un ser destinado a desaparecer.

Sin embargo, en medio de la monotonía de las oficina de correos, Marioralio intenta un acto de transgresión que va a cambiar su vida, ¿para bien o para mal?, es una cuestión que no nos toca abordar; el hecho es que su curiosidad lo hace entrar en un mundo de enredos, lo hace partícipe de un campo donde lo resbaloso de la realidad lo va impregnando con sentimientos desagradables y, lo peor de todo, con la constatación fehaciente de que los personajes con los que se va encontrando en esa dinámica están igual o más vacíos que él, igual o más solos que él y que son igual o más miserables que él mismo. Cuando veía los rasgos del personaje, me venía a la mente el Meursault de Camus, aquel tipo que le daba igual casarse o no, tener un ascenso o no, asesinar o no. Sin embargo, en Marioralio encontré más soledad y más mezquindad en torno suyo que en las páginas de L’étranger (1942), porque a diferencia del argelino, el personaje mexicano (?) no tenía señales de que afuera de su solitaria intimidad hubiera signos de ternura, de fraternidad o de amor. La voz narrativa de Cartas ajenas impregna las páginas de una sensación asoladora, concibe un mundo sin esperanza y mete al lector jaloneándolo del cuello de la camisa a este espacio donde nada florece.

Más allá de esto, de su personaje tan aislado y su acto de transgresión, está la trama. Una trama que por momentos se codea más con el cine de Hitchcock que con la exangüe corpulencia de las novelas contemporáneas. Atisbos de “La ventana indiscreta”, de “Vértigo” o incluso de “Trama macabra” surgen a medida de que avanzan las páginas. Lo cual me permite pensar que el tiempo en que se escribió la obra fue antecedido por otro tanto de reflexión, premeditación, alevosía y ventaja, de la misma manera que las historias que valen la pena ser contadas son planeadas. No dudaría que detrás de esta novela existieran previamente algún tipo de mapas, entrevistas con gente del gremio, esquemas, fichas de los personajes, notas y anotaciones a manera de bocetos de los diálogos, que terminarían redundando en un ritmo narrativo que inflige al lector el sentimiento de experimentar lo ominoso.

Sobre el estilo, me permitiré un analogía con el estilo del pugilato. Después de haber leído Habla de lo que sabes (Jus 2009), libro de relatos del mismo autor, puedo decir que la pluma de este libro ha ganado piernas: es más ágil y más certera. De momentos, se percibía que en los relatos anteriores, el estilo se quedaba en las cuerdas, jugaba un tanto con su suerte y se dejaba alcanzar por lo ralentizado del bending (flexionar). En cambio en esta novela el narrador da pasos certeros, cuida las metáforas al punto que se percibe una experiencia con la escritura que sólo la da el propio trabajo frente al espejo en el gimnasio o al teclado y la pantalla. Es difícil escapar de este libro, incluso su ritmo exige un atención particular, no es una lectura para realizar mientras uno come o escucha música, porque su modulación es aquella de quien nos dice un secreto al oído. Así de exigente es la obra de la que hablamos.

Cabe hacer una breve digresión, no para escapar, sino para profundizar en el asunto del estilo. Pues por una extraña razón, se ha abundado en el error de pensar que no hay mejor halago para definir un estilo narrativo que llamarlo ‘prosa poética’, como si en el entendido de que, al ser superior el verso a la prosa, o más difícil de escribir (como dicta el Diccionario de lugares comunes de Flaubert), ésta última –mediante un esfuerzo denodado– alcanzara a rozar la cúspide del Monte Parnaso.

Efectivamente, en gran medida, y de esto ha tratado Reyes en su Deslinde, lo poético siempre es algo que no llega a ser poema, que se queda en una especie de aproximación, impregnamiento que hace referencia o que sugiere, pero que por nada del mundo es el poema. Pero que –seamos claros– el estilo narrativo no necesita reflejar en su composición los logros de la poesía, y que, al contrario, al traerlos a cuento desdora el arte narrativo más que bruñirlo. Sin embargo, en esta obra no debemos cometer tal gazapo, la prosa que teje la obra no es poética (¡gracias a Dios!), es simplemente exacta. Con una exactitud que se permite arrojos como el de trastocar toda lógica precedente y, por algunos capítulos, cambiar el ritmo: algo así como si después de estar escuchando un vals de Strauss empezaran a entrar los acordes de una melodía de redova o un corrido, para regresar después a la cadencia austríaca.

Cartas ajenas es atractiva y arriesgada, incluso, puede ser demasiado arriesgada para ciertos lectores, aquéllos que buscan algo que Daniel Sada llama, la “escritura mema”, porque Geney se va por el nocaut y juega en el último tramo de la novela con sus propias reglas –escribo ‘juega’ en tanto que trampea, engaña y busca concesiones– cuyo resultado es la deliberada descomposición de la realidad. Es decir, a medida que su personaje va tocando el fondo de la experiencia, y a la vez de un estado mental, el lector puede presentir una suerte de desquiciamiento, una corrosión del lenguaje que se amalgama con la oxidación de la trama. Hay en las últimas páginas una descomposición o desvirtuación que se percibe en algunos momentos. Pensaría un poco en logros del Sabato más osado, de un Onetti rodeado de jeringas de mezcalina o de un Dostoievsky desdoblándose y percibiendo el divorcio entre su versión de la realidad y la realidad misma, tal y como debieron sentir Althusser al aflojar la corbata que le arrancó el aliento a Hélène o el restallar del cuerpo de Celan al sentir la brevísima resistencia de las aguas del Sena. Y se me ocurre que la intromisión de Marioralio en las correspondencias ajenas es debido al mismo móvil que mueve al lector contemporáneo a adquirir y leer los epistolarios de sus autores, la cual radica en una profunda soledad y a la terrible acedia que contiene la vida, lo cual se respira en las páginas de esta primera novela de Geney Beltrán Félix. Por lo que solamente diría, como en los depósitos radiactivos: Cartas ajenas es material inflamable: manéjese cuidadosamente.

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