"Máquina de escribir" de Héctor Iván González, Coordinador de “La Escritura poliédrica. Ensayos sobre Daniel Sada”, Becario del Fonca en el Género de Novela. Esta es su publicación de crítica, creación y reseñas.

martes, 19 de enero de 2010

Una historia dentro de otra (Cuento)

Había estado lloviendo toda la noche. La calle relucía con una luz cenicienta que empapaba. Los dos amigos, G. y C, andaban en silencio bajo la borrasca, se tambaleaban al andar por las calles resbalosas o, repentinamente, saltaban repentinamente para evitar los charcos que los franqueaban. Eran como dos almas en pena que avanzaban por vías anegadas, jardineras y aceras enlodadas. Habían estado tomando desde que salieron de clase; la primera ronda fue en “El cenote azul” de Copilco, más tarde fueron a casa de S., quien les disparó un par de cagüamas a cada quien, y terminaron en el billar frente a los velatorios Galloso, en Félix Cuevas. Ahí, unos tipos armados le arrebataron la guitarra Gibson a C., y le dijeron que si la quería recuperar tenía que entregarles veinte mil pesos. Desesperados empezaron a buscar ayuda, sin embargo, no tuvieron éxito. Las cosas se pusieron cada vez peor, por ejemplo cuando, al hablar desde una caseta telefónica a casa de S. para que los ayudara, éste les dijo que no estaba en sus posibilidades ayudarles y, por otro lado, les confirmó que el concierto se adelantaba para el día siguiente. Esto hacía que el recuperar la guitarra fuera más que urgente. C. era el guitarrista principal y si faltaba el grupo tendría que cancelar. Por otro lado, estaban totalmente solos, los padres de ambos vivían fuera de la ciudad y, como era la segunda vez en la semana que C. se metía en problemas, pedirles ayuda era imposible. Ya le habían amenazado con cancelar sus estudios si continuaba con esa proclividad a la vagancia. Saber del secuestro de la guitarra sería la gota que derramara el vaso. Sus calificaciones eran bajas y el número de créditos mínimos; lo habían corrido de la casa donde rentaba debido a una fiesta que acabó en trifulca; además, ya debía el dinero que le pagarían por el concierto. Y ahora, lo de la guitarra. Sin embargo, tenía a su amigo, G., quien se solidarizaba para acompañarlo, después de que el aletargamiento de las cervezas los había invadido, y quien, sin chistar, caminaba a su lado bajo la lluvia sin saber a dónde, iban con tal de que C. pudiera reunir la lana del secuestro. Sólo había una posibilidad, buscar a Tania y pedirle ese último favor. Aquella noche habían bebido lo suficiente para sentirse distintos, para experimentar esa fuerza que persuade de que uno es inmortal y ni el frío ni la lluvia puede impedirle que uno llegue a su destino. Es verdad que a C., con lo que había pasado, se le había disminuido la embriaguez, por otro lado, G. aún sentía un dulce calor en la saliva, era como si la lengua estuviera excitada y pudiera hablar, pensar por sí misma. Así que, envueltos en sus sudaderas con capucha, cruzaban calles solitarias con olor a heno cortado, a humedad o a basura apisonada.

–¿Falta mucho? –preguntó G.

–No tanto, tenemos que llegar al centro de Coyoacán para que me ubique, nunca he venido de noche –dijo C.

En ese instante hubo un relámpago que parecía atizar la lluvia, revivirla y reinstalarla con más brío en el aquél mar negro que era el cielo. Pasaron rápidamente por la calle de Tres cruces y algo llamó la atención de C. Sus ojos brillaban como dos tizones en la penumbra.

–Esa es la casa donde murió Luis Cernuda –dijo apuntando el famoso portón verde.

–¿Cuál? –preguntó G–. Luego me la enseñas, primero hay que llegar.

Continuaron el camino después de cruzar las miradas. C. hizo un gesto de decepción al ver que a G. no puso interés en su comentario; casi siempre era así. La personalidad de G. se manifestaba como algo impetuoso, impulsivo, en cambio la de C., era más pausada, cansina, hasta se podría decir, sigilosa. Llegaron a Francisco Sosa y C. hizo un ademán para señalarle un lugar. “Casi llegamos”. Continuaron un poco más y se cobijaron bajo un balcón para guarecerse de la lluvia. C. tocó el timbre. De inmediato se escuchó una voz del interfón.

–¿Quién? –la voz era un hombre que no pretendía ser amable.

–Hola, busco a Tania, soy un amigo –la frase fue amable.

–¡Empuja! –se escuchó un timbre y la puerta cedió a la mano de C.

Ambos, temblando de frío, entraron en un pasillo oscuro y estrecho. Había un olor a orines de gato, era tan penetrante que ni siquiera al subir dos pisos se diluía.

–¡Puta! ¿dónde trabaja tu amiga? –dijo G. agitando su mano a modo de abanico–. Apesta cañón.

–¡Cállate! No te vayan a oír. Esta gente no se anda con bromas –C. seguía remontando escalones, ya empezaba a faltarle el aire. Finalmente llegaron frente a una puerta, se interrumpió la luz que salía de la mirilla y la puerta se abrió. Detrás de ésta apareció un hombre, gordo, calvo y lo suficientemente malencarado para saber que se encargaba de la seguridad del negocio.

–Tania ya viene. Espérenla aquí –dijo con una voz rasposa y que salía con cierto malestar. Los llevó a un pequeño cuarto, abrió la puerta y les indicó que entraran. Sin que él entrara, la puerta se cerró de inmediato. Del otro lado de la puerta, comenzaba a escucharse música. Era en el fondo del departamento, quizá en uno de los cuartos, era difícil saberlo con toda certeza. Los habían llevado tan rápido que no pudieron echar un vistazo, la mirada de aquel hombre hubiera detectado cualquier atisbo. Al recapitular, C. se acordó que antes de llegar a la puerta había un sonido tenue, pero era demasiado vago para saber qué era. Y ahora, los sonidos se reincorporaban en aquel espacio. G., debido a que iba cubierto por la silueta de C., sí pudo ver algo, pero casi nada: algunos hombres de traje sentados con vaso o copas en la mano, algunas chicas en negligé o simplemente desnudas.

–Oye, este lugar está muy chingón –dijo G., quien ya tenía los ojos brillantes ya parecía bastante excitado.

–Sí. No sabes lo que cuesta entrar, hay que venir con más de quince mil pesos.

–¡No mames! ¿Neto? ¿Entonces quién viene aquí?

–Pues, empresarios, narcos, algunos políticos… La bebida esta bien cara… Tania me contó que una vez tiraron una botella de Champagne sin servir una sola gota, que un cliente se puso loco y la tiró: que tenía para eso y más.

–¿Sí crees que te preste la lana? –retomó G. cruzando las manos y llevándose una mano al mentón.

–Pues, yo espero que sí, apenas si tenemos tiempo para regresar al billar –dijo, mientras se daba la vuelta y se ponía las manos en la parte posterior de la cabeza–, ¡cómo pudo pasar esto! ¡Espero que cumplan y me la entreguen!

–Sí, estuvo cañón. Yo pensé que le ibas a hablar a una patrulla. Ahí sí le saqué –G. se acercaba a la puerta, impaciente por recibir alguna noticia.

–¡Cómo le iba a hablar! Con la mota que traemos, más vale no acercarnos. Además borracho, no me hubieran pelado –caminaba en el cuarto de un lado a otro–. ¡Mi Gibson, carajo! La verdad, lo del concierto no me importa tanto.

–A mí sí, ya me gasté el adelanto. Si cancelamos nos metemos en un pedo…

–En ese momento, entró Tania, vestía una bata satinada color perla, llevaba el cabello en una cola de caballo y el rimel de los ojos un poco chorreado. Parecía que acababa de estar con un cliente.

–¿Qué pasó? ¿Qué haces aquí? –dijo Tania, sería, le brillaban los ojos, parecía que le alegraba ver una vez más a C.

–Tania, discúlpame por venir. Surgió un problema –C. hizo un gesto que parecía ser un ensayo de la unión de las manos en un ruego, no obstante, evitó unirlas. Tania vio a G. y se mostró sorprendida.

–¿Quién es? –dijo Tania, retomando su lejanía.

–Él es G., es del grupo. Perdóname por venir aquí, sé que no debí hacerlo. Secuestraron mi Gibson y me piden veinte mil pesos para devolvérmela. No puedo ir con nadie más.

–¿Y tus papás? –le espetó Tania, como por instinto.

–No están en México. ¡Eres mi última esperanza! –le contestó. De nuevo surgió involuntariamente el ademán de súplica–. Pensé que me podías prestar el dinero. Además… –Mientras C. se deshacía en explicaciones, G. veía detenidamente a Tania; la encontraba bellísima con ese aspecto de fragilidad, lejos de la figura que se imaginó, estaba frente a una chica indefensa. Le veía la blanquísima piel, la boca, de pulpa roja como la granada; a pesar de que el rimel estaba corrido y un poco maltrecho, parecía que enmarcaba sus ojos verdes, aumentando el contraste. Pensó que tenía que volver porque ella era hermosa y sentía que debía de penetrar en su vida. Estaba persuadido, tenía ese tipo de seguridad que crece más y más con la visión de la belleza. – … es por eso que no puedo dejarles mi guitarra. Tania, es la última vez que pasa algo así –ella iba hablandando el gesto de dureza y lo interrumpió.

–Espérame aquí. No se muevan

Salió del cuarto y los dos amigos se quedaron en silencio, envueltos cada quien en su quimera. Por distintas razones, parecían alterados, trémulos, se frotaban las manos o las guardaban en las bolsas del pantalón. Unos instantes después, G. se acercó a la puerta y la abrió lentamente, la ranura le dejó ver una mesa de juego con pocas personas y la sala desierta.

–¿Qué haces? ¡Ciérrale! ¡Te va a ver alguien!

–Aguántame –dijo G., mientras observaba con cuidado, tratando de grabar en su memoria lo que ahí presenciara. De súbito, se sorprendió al ver un rostro familiar; era como si esa cara, que cubrían los otros asistentes y que sólo aparecía intermitentemente, le insinuara algo y, antes de que lo reconociera, se la arrancaran de las manos–. Vi a alguien, pero no lo ubico bien.

La música era más fuerte en los momentos que la puerta estaba abierta. También entraba el humo de los cigarros y un tufillo a marihuana empezaba a rondar el cuarto. Se escuchó del fondo del salón:

–¡El señor rector se lleva el pozo, damas y caballeros!

G. se hizo para atrás, en un brinco y dijo:

–¡Claro! Ya lo reconocí, es el rector.

En ese momento, el gordo empujó la puerta y entró al cuarto violentamente. Les arrojó una mirada furiosa. Aquel hombre estaba rojo y vociferaba miles de frases. Los de la mesa voltearon hacia el cuarto, ya no había voces y la música seguía sonando. Lo único que se escuchó con claridad fue cuando el gordo dijo:

–No saben en la que se metieron.

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