Sólo al filo de la muerte, en otro carnaval, el hombre habría de develar el enigma del viejo titiritero aquella noche de copas y confidencias en la única taberna del lugar. Sólo después de haber perseguido al “Chacal” por las laberínticas calles de Río de Janeiro, sólo después de haber prometido a Petrushka que volvería antes del alba, cuando la dejó en un hotel de la rua das Laranjeiras, supo que aquel vaticinio se cumpliría. Y pensar que todo había sucedido tan rápido.
Apenas tres días antes había estado en Sevilla buscando algún rastro de Petrushka: aquella eslava secuestrada por la mafia rusa que era obligada a servir como acompañante de magnates japoneses, o que era prostituida con petroleros saudíes que querían penetrar algo distingo a los vientres morenos que les ofrecían las esposas de su harem. Y, que sin darse cuenta, en el momento en que se sentaba a la mesa frente a un tinto de la casa y a unas tapas de jamoncillo, había contactado al único hombre que lo podría orientar en aquella red de proxenetas y explotadores de niños. Porque, la verdad era que no tenía nada hasta que aquel titiritero, que se prostituía en las callejas oscuras de Sevilla, con aquel aspecto lamentable, se cruzó en su camino. E igualmente, sin darse cuenta, al acceder a invitarle un trago, empezó el camino a un territorio que lo conduciría a ese último instante en el que la bala hirviente alojada en la clavícula le develaba el enigma.
–¡Me cago en cristo, que este vino es la hostia! –repetía el titiritero a cada sorbo hasta que él se atrevió a preguntarle.
–¿Trae mucha gente las fiestas del Santo Fernando?
–Pues vienen unos cuantos, desde la muerte de Franco, la religión está perdiendo devotos. ¡Qué sola se está quedando España! La gente ya no tiene fe. ¡Coño! Que este vino es la puta hostia.
–¿Usted es oriundo de Sevilla?
–¿De “la maravilla”? No, yo soy madrileño. Vivo aquí desde que me prohibieron trabajar en el Barrio de Lavapiés. Ahí fue que nací y me crié.
–¿Y de titiritero…? –preguntó señalando los muñecos de madera que estaban sobre la mesa.
–Tengo toda la vida. Mi padre hacía la faena desde antes que yo naciera; siempre dijeron que quería más a sus títeres que a sus hijos…
–Curioso –dijo mientras el titiritero acomodaba la rosquilla inflable en la que estaba sentado, la cual lo hacía parecer una gallina arrellanada en su nido–, ¿por qué usa eso?
–Pero ¿qué queréis? Que los campesinos que vienen a la ciudad me arremeten como si fuera una vaca… ¡Son unos animales!
Él soltó una carcajada mientras que el viejo pederasta pedía otro tinto.
–¿Por qué, te interesa echar un polvo? De antemano te digo que estoy limpio como un niño de meses –le inquirió trocando su mirada en la de una “manola”.
–No es de mi gusto –contestó sin disolver la risa y señalándole al mesero que le llenara la copa–. ¿Hay muchos en el giro?
–Bastantes, diría yo. Además están los jóvenes, unos troncos que le roban a uno los clientes. Antes bajaban de los montes hordas de paisanos, chicos, maduros, señores de familia, hombrones con bigotes de ganadero; aunque todos gritaban como gatitos cuando sentían la polla. Había para todos, ahora son más selectivos.
Los dos soltaron una carcajada. En ese momento, empezó a reconocer perfectamente la vieja argucia de las “manolas”, esa creencia que radicaba en que los machos cedían haciéndolos reír.
–¿Y qué pasa con las mujeres, también son independientes? –preguntó mientras llenaban su copa. El tabernero –un gordo con delantal y sin afeitar– lo miró de soslayo barruntando las intenciones del fuereño. Instintivamente, torció la boca.
–No, ellas, todas, tienen chulo; desde la hembrita que no tiene ni el cuerpo ni la edad, que se pasea por las calles y que nadie se las huele de que se dedica a eso, hasta la loba más vieja, todas tienen a quien rendir cuentas. Uno está solo porque ya está viejo.
–¿Hay extranjeras?
–¿De qué tipo? –el titiritero dejó ver su interés en una comisión posible–. Están de moda las negras. Sabéis que Levante nos surte de ébano, hay hasta para los perros.
–No, me refiero a algo diferente, ¿qué tal las blancas, finlandesas, noruegas… –hizo una pausa, titubeó y agregó–… rusas?
–Ah. Habláis de hembras finas…
–¿Así les llaman aquí?
–¡Y cómo no, que el chulo que coge una se vuelve rico de la noche a la mañana!
–¿Entonces son caras?
–No, macho, son inalcanzables. Pide lo que quieras, en el rastro te consiguen cognac, relojes rolex, berettas, coca que ni dios ha probado, niñas, kohalas, hasta un tanque, pero una rusa… Mejor pide el coño de Sofía.
–¿Y tú puedes conseguir algo así? –dijo mientras le acercó, como si fuera una servilleta, un billete de doscientos euros. Los ojos de aquel viejo pederasta brillaron en seguida, sin embargo, al pasar algo por su mente, se demudó, aunque guardó el billete.
–No, es muy peligroso. Las mujeres así no son para comemierdas como vos.
–Aún no sabes si este comemierda te puede mandar a una isla griega donde los jovencitos se dan en los árboles, como viñas…
–No, no, en eso, ni por el más macho de los machos, me meto. Os diré algo, cuando uno llega a un lugar preguntando lo que ya de por sí sabe y se le responde lo que esperaba, normalmente, las cosas terminan mal. Aunque las cosas mejoren y parezca que se resolverán, las cosas siempre terminan mal. No hay duda de que todos, tarde o temprano terminaremos por felparla.
En ese momento, el titiritero se retiró de la mesa, tomó sus cosas y, al estrecharle la mano, le dejó una tarjeta. Después salió del lugar con su atado de peleles. De inmediato leyó la tarjeta: “Diversiones Rocambolescas”. Gerente General Pietrov Kuriav, “El Chacal”. Tel. 0333009.
Sacó el teléfono móvil y marcó el número, de inmediato se escuchó una voz con un fuerte acento ruso:
–Sí, habla el Chacal, ¿en qué os puedo servir?
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