"Máquina de escribir" de Héctor Iván González, Coordinador de “La Escritura poliédrica. Ensayos sobre Daniel Sada”, Becario del Fonca en el Género de Novela. Esta es su publicación de crítica, creación y reseñas.

domingo, 10 de mayo de 2009

Encuentros y desencuentros I



Quiero aprovechar estas líneas para pedir una disculpa por haber dejado la “Máquina escribir” por tanto tiempo. No hay pretexto, simplemente he andado demasiado atribulado por el asunto de la influenza. En realidad, he tenido unos días iguales a los que más me gustan: estar en casa leer y escribir. Sin embargo, en el momento que encendía el televisor con un afán morboso que creo que a todos nos pega a cierta hora del día, al recordarme que no podía salir, ese simple hecho, el saberme imposibilitado a pasear, me llenaba de desasosiego. Así estuve bastantes días preparando algunas cosas de las cuales más adelante les daré noticia, pero la puntilla llegó cuando, ya no era opcional quedarse en casa, sino que habían cerrado los cafés. Entonces sí, ya para qué salir.
Sin embargo, pasaron dos cosas que me gustaría contarles desde ahora. La primera fue unos días antes de la pandemia, una tarde de sábado en Coyoacán, estaba viendo libros en el Sotano cuando encontré algo muy particular. Se trataba de un libro de lujo diseñado en negro y rojo intitulado Mario Vargas Llosa. La libertad y la vida. Su formato me atrajo de una manera espeluznante, como hace mucho no me atría ningún libro.
De inmediato empecé a hojearlo y descubrí una serie de fotos de la infancia del joven novelista que ya todos sabemos en qué devino; fotos en su casa de Lima, en España, en locaciones donde filmaron escenas de las tantas y tantas adaptaciones que se ha hecho de sus novelas. Después encontré una serie de páginas con láminas de sus libros y anotaciones a estos; siempre con esa caligrafía comprimida y exacta como de profesor universitario. Siempre con ese ex–libris que se dio a conocer cuando aparecieron sus Obras Completas en Círculo de Lectores de Galaxia Gutember: un puñado de ramas abiertas en abanico apenas sujetadas con una riafa delgada en la parte de abajo. Cuando la vi pensé en el penacho de Perse, salvo que este sería de una luz negra y el de Perse es el amancer. Los títulos, ya se sabe, correspondían a obras de los autores que conforman su panteón personal: Flaubert, Faulkner, Onetti, Cervantes, Tolstoi y, para mi sorpresa, Góngora. Vargas Llosa siempre ha sido un gran lector de poesía, alguna vez dijo que cuando lo fue a visitar nuestro José Carlos Becerra a Londres, competían para saber quién se sabía de memoria más poemas de Darío. Dice Vargas Llosa que Becerra le ganó (según recuerdo). También hay imágenes de su campaña política, arengas a comunidades indígenas, en romerías, en la calle, niños en pelotas viendo a aquel señor que les viene a prometer muchas cosas.
Aunque tengo que aclarar que no lo hojeaba en orden, sino lleno de emoción, lo cual me hizo abrirlo y cerrarlo unas cinco veces para volver a empezar (no me interesaba verlo completo), me encontré con las típicas fotos con los otros miembros de la novela latinoamericana: Cortázar, Cabrera Infante, Fuentes, el editor Carlos Barral y su ahora odiado García Márquez. La verdad es que esas fotos, durante muchos años, fueron para mí una suerte de panteón con todo y cielo. Al verlos juntos sentía esa extraña sensación de la que habla Fadanelli (¿o es Xavier Velasco?) de quererme apropiar de todo aquel ambiente, de formar parte de él. Era extraño, todos con atuendos de los sesenta y, ¡peor!, de los setentas: camisas con bolitas, cazadoras de lino, pantalones acampanados o con pata de elefante, sacos de terciopana o la gigantesca mascota de los sacos de García Márquez; todo era una unidad incorruptible.

Poco tuve que esperar para ver dos fotos que me conmovieron inesperadamente, la primera, grandiosa, fue aquella foto donde está Vargas Llosa en la verdadera Catedral: un cafecito cerca de la perrera a donde fue a recoger a su “perrito” y que terminó siendo el origen del primer capítulo de su Conversación en La Catedral. Todos recordarán que va Santiago a recoger al batuque pues se lo arrancaron a su mujer de las manos. Bueno, esa foto, mostrándome una cantina de aproximadamente unos quince metros cuadrados con unos cuatro de alto, teñida en tonos ocres y luciendo varios tablones para compartir con extraños, me pareció el recuerdo más claro de aquella lectura.




Después vi dos pirámides de madera enorme, empotradas en el muro de la barra, donde se apilaban las cervezas “Cristal”. Había gente sentada en los tablones y ahí mismo, vestido con el atuendo menos adecuado para aquel oasis de tantos canillitas, albañiles, cargadores o simplemente desempleados, estaba Mario posando para la cámara. Fue un alud de recuerdos, sentí el ritmo de su prosa, sus descripciones, un agujero de humedad en el rincón de La Catedral y ahí, juntos, hablando del pasado, Santiago “Zavalita” y el antiguo chofer, Carlos. Esa foto me pegó realmente, lo único que alcancé fue reconocer que, como pocas veces, sentí la extraña necesidad de tomar una cerveza. Pues ya se sabe “El trago inspira, Zavalita.”
La otra foto, se las cuento la próxima.

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