Pero el Buen Dios quiso preservarlo de uno de los aspectos
más desagradables que puede ofrecer la personalidad de un hombre: nunca fue un
intelectual,
nunca se preocupó de la
política de las letras.
Y, en estos tiempos de
“rodeos”, parece prudente un recuerdo. Descendiendo del reciente difunto
inmortal a este humilde necrólogo a pedido, reiteraremos que no fue hombre de
academias, de discursos patrióticos, de asociaciones literarias.
“Faulkner”.
Onetti[1]
Es muy probable que Octavio Paz haya tenido razón al decir
que cuando un autor muere su obra experimenta una suerte de paso progresivo por
el infierno, el purgatorio y el cielo. Obviamente, esta analogía deja claro que
algunas obras no superarán el submundo; otras, habiendo llegado al purgatorio,
no saldrían de éste; y que las que ganasen al cielo, lo harían posteriormente
de un proceso dilatado, cansino y hasta tortuoso, donde un ínfimo grupo de
entendidos las conservara como una reliquia en tiempos de infieles. Sin
embargo, entre el reducidísimo puñado de autores cuya obra hubiere alcanzado el
cielo en corto plazo (que en términos seculares comprendemos como una
“consagración”), hay muy pocos que lo hayan logrado con la contundencia de
William Faulkner (1897-1962). Asimismo podemos decir que, a medio siglo de la
desaparición de este autor, no se ha dado una verdadera Catábasis literaria (o descenso al Hades) debido a la presencia que
se ha mantenido mediante las obras que lo han tomado como figura tutelar: Onetti,
Rulfo, Vargas Llosa, Morrison, Marías etc.
En gran parte, la literatura de Faulkner está
arraigada en el Sur de E.U., el cual no sólo es un lugar o una región, sino que
es un estado de ánimo, una forma de concebir el mundo, una cultura contrastante
del resto del país. La sociedad del Misisipi en que las grandes haciendas
algodoneras, agricultoras y creadoras del emblemático “whiskey” se
desarrollaron. La comunidad conservadora que encarara a Lilcoln para mantener
sus privilegios y la esclavitud. Pero que a su vez, involuntariamente, suscitó
un fenómeno cultural riquísimo entre los blancos y los negros recién traídos de
las Antillas. Sus historias están conformadas por personajes colectivos, voces
que narran sucesos aparentemente aleatorios. Sus pobladores narran una historia
concreta, pero al próximo capítulo ellos mismos serán los protagonistas del
siguiente rumor o del nuevo escándalo. Este espacio literario está aderezado
con una polifonía de voces expresivas, puntos de vista, credos, acentos e incluso
atavismos que nos ponen repentinamente frente a la situación que apenas se
vislumbraba. A Faulkner le gustaba escuchar las historias que se contaba la
gente del pueblo. Las tabernas eran espacios donde el poblado se conocía a sí
mismo mientras repasaba su historia o su pasado. De algún modo, Bill fue un
testigo que no pretendía sino capturar la espontaneidad de aquel mundo idílico
de su infancia, el cual sufrió cambios radicales que afectaron directamente a
su familia y a él mismo. De tal suerte
Faulkner fue el descendiente que viviera las ruinas de un mundo que se
colapsó durante la mítica Guerra de Secesión (1861-1865). Particularmente
podemos decir que era un autor post-apocalíptico que, si bien no vivió los
cambios, decadencia y debacles de la sociedad conservadora terrateniente del Sur,
sí fue consciente de los procesos que llegaban a su desenlace a principios del
siglo XX; los cuales eran parte del alud de dinámicas que habían desencadenado
la Guerra Civil y la introducción de nuevas relaciones económicas, políticas y
sociales que enterrarían aquel mundo anticuado.
Ese mundo que languidecía de a poco fue antaño
la era donde floreciera la economía y el prestigio de los ancestros de
Faulkner, y cuya madera sirviera para erigir su obra literaria. De una u otra forma,
sus novelas siempre aluden a tiempos paralelos al presente. En su obra más
exigente y quizá más arriesgada, El ruido
y la furia (1929), las cosas ya han sido consumadas. El pasado se muestra
como algo inmodificable, y el presente sólo es una imagen desleída de lo que
fue aquella familia Compson, tan célebre y tan prometedora, que hubo de caer en
decadencia económica, espiritual y, lo peor de todo, moral; y que en su
estrepitosa caída había tenido que irse deshaciendo paulatinamente de su edén,
cientos de hectáreas que la pobreza le iba obligando a vender, y que por ende
terminara cercada por un campo de golf de donde brotaba un grito cotidiano que
enloquece a Benjy, el hijo idiota. Este grito de los jugadores será el hilo
conductor que aúne por un instante el pasado con el presente mediante una
exclamación cuya importancia estriba en que da sentido a que la historia nos
presente a un Benjy niño y a un Benjy hombre, sin ningún tipo de aclaración de
por medio. Pues al oír proveniente del campo de golf el grito de “¡Caddie!”,
Benjy evocará el calor de su hermana Caddy, quien más lo quería y que
abandonara la casa manchando el buen nombre de la familia para regresar tiempo
después embarazada de una niña, Quentin. Siendo lo trágico de esto que Benjy ya
no recuerda por qué se pone tan mal pues ya ha olvidado quién era Caddy y por
qué siente lo que experimenta.
Asimismo tenemos el ejemplo de la trilogía de
los Snopes, la saga que retrata el proceso en que después de la guerra el Sur
empieza a ser socorrido por los protestantes del norte. Estos personajes,
encarnados por la familia Snopes, muestran la diferencia ideológica entre el
norte y el Sur, los hombres que trabajan y hacen negocios fraudulentos sin
ninguna contemplación por los demás, mientras que los sureños, acostumbrados a
trabajar para vivir tranquilamente, se ven una y otra vez defraudados en los
negocios. A partir de esta perspectiva, El
villorrio (1940), La ciudad
(1957) y La mansión (1960)
representarán el proceso de modernización de una comunidad que empieza a
cambiar de una economía rural a una mixta con algunos visos del capitalismo del
siglo XX. Los Snopes, algunos con más talento que otros, algunos menos
inescrupulosos y otros más astutos, serán el pistón que revolucione el proceso
de urbanización y capitalismo basado en las asociaciones de interés y en los
monopolios. En estas obras está presente el ambiente del condado que Faulkner
habría de fundar en el imaginario de varias generaciones: la mítica
Yoknapatawpha, que ya se mencionaba desde Sartoris
(1929) y algunos relatos, y que sería esa comunidad hormigueante donde el Sur
de E.U. se vería reflejada.
A pesar de que haya algunas discusiones sobre la
existencia real de este lugar, podemos decir que Faulkner utilizó Yoknapatawpha
–palabra de origen indígena que designa uno de los ríos que flanquean el
condado[2]–
para contener a Jefferson, la cual se corresponde con la ciudad real de Oxford,
que a su vez está en el condado de Lafayette, al norte del estado de Misisipi.
El villorrio sería el “Frenchman’s Bend” (Recodo del francés), la ciudad,
Jefferson, y la mansión, la mansión de los Snopes. La trilogía, pensada como un
auténtico mural donde las cosas estén pasando en una simultaneidad de tiempos,
tenía muy pocos antecedentes en la década en que fue publicada.
Por otro lado, esta literatura tiene dos méritos
–que en su momento Edmund Wilson reconocía a Michelet–: el “fundir materiales
dispares e indicar las relaciones entre las diversas formas de la actividad
humana. El segundo consistía en captar de nuevo, por así decir, la forma y
matiz peculiares de la historia tal y como se presentaba a los hombres que la
vivieron: regresar al pasado como si fuera presente y contemplar el mundo sin
un conocimiento previo definido del aún no creado porvenir”.[3]
Debido a esto las obras de Faulkner no se limitan a ser un simple trabajo de
memoria, sino un objeto vívido, inestable, inflamable que representó muy bien
los retos de la literatura modernista en E.U.
Asimismo, una renovación de la técnica narrativa
–de Faulkner como de los novelistas coetáneos suyos– dimensionaba las
historias, logrando que cada nuevo proyecto plantease un verdadero desafío a la
creatividad del escritor y un reto a la imaginación del lector. Lo cual tenía
origen en la certeza de que estos escritores concebían el fenómeno literario
como una “creación dirigida” –como argumentó Sartre en su Qu´est-ce que la littérature? (1948)–. Esta idea estribaba en la
noción de que el narrador debía concebir una trama revuelta, caótica, siempre
por hacerse, con escenas paralelas donde la concatenación escénica ahondara la
persuasión, y que tendría que ser materializada en la conciencia del lector. Es
por esto que los capítulos no siguen un orden cronológico, sus voces narrativas
son contradictorias y las historias están inconclusas, pero no en el sentido de
un final abierto, sino en que están guiados por la consigna que reza así: “No
hay que darle al lector todo resuelto”. En estas historias había tal desprecio
por los finales abiertos que en ocasiones se llegaba a revelar toda la verdad
al final de éstas, como si se diera la oportunidad a que el lector generara sus
propias hipótesis para terminar por arrojarle el desenlace como se le arroja un
filete a un sabueso que ha hecho un buen trabajo. Baste con mencionar dos
finales totalmente inesperados en obras como Mientras agonizo (1930) y Las
palmeras salvajes (1939) o el cuento “Retrato de Elmer”. Pues en ambas
novelas, toda la trama parece señalar hacia un punto culminante que dará
libertad, tranquilidad y serenidad al alma de los protagonistas, pero que al
surgir la contradictoria escena final el lector no puede sino sentirse que una
vez más ha jugado una partida de póquer con alguien que desde el inicio sabía
perfectamente el valor de su mano.
También hay que decir que su escritura –a la
cual Vargas Llosa ha tildado acertadamente de “laberíntica”– implica un reto al
lector, quien parece ser sumergido en una ciénaga donde las escenas ocurren a
través de una nube de neblina o una cortina de juncos desde donde las siluetas
apenas se esbozan, donde nada queda claro si no interviene un poco la intuición
del lector. Me vienen a la memoria algunos capítulos de ¡Absalom, Absalom! (1936) donde la casa de Sutpen esconde un
secreto que compromete a los vivos pero sobre todo a los muertos en un pasado,
una vez más, irreversible, que se materializa en la transgresión de los ideales
racistas. Porque si de otro asunto se ocupó –en libros como Luz de agosto (1932), Desciende, Moisés (1942) o en los cuentos– fue de hacer la
diatriba del comercio de esclavos y de expresar enfáticamente la capacidad de
franqueza y de lealtad de los negros.
Por otro lado, no sería vano afirmar que leer a
Faulkner en su lengua original es una de las empresas más arduas que cualquier
hispanoparlante pueda emprender, pues su estilo respondía a la íntima necesidad
de representar los fogonazos de esa imaginación tan vivaz, simultáneamente que
se solazaba en lo caliginoso de un idioma que se cierra ante los desconocidos. Como
dijo Onetti:
Era, literariamente, uno de los más grandes
artistas del siglo. Alguien que no dominaba el inglés y, mucho menos, el
español, profetiza que antes de medio siglo todo el mundo culto, bien educado,
bien alimentado, estará de acuerdo con una simple perogrullada: la riqueza, el
dominio del inglés de Faulkner equivalen a lo que buscó Shakespeare.
Alumno de Joyce y uno de sus primeros lectores
(se tiene noticia de que leyó dos veces seguidas Ulises (1922) y repetía poemas del irlandés de memoria[4]),
Faulkner se planteaba una revolución estética que involucrara la forma, el
fondo, la problematización del ejercicio de la escritura y la apuesta
arriesgadísima de crear una novela diferente cada vez y que en sí misma fuese
una poética del género. Incluso vale la pena mencionar otro logro de lo que
podríamos llamar lo “faulkneriano”, que consistía en la asimilación de la
mitología bíblica tan socorrida en la región. Ya que, una vez más trayendo a
cuento a E. Wilson, uno de los primeros que celebrara su obra: “Los mitos que
nos asombraban no son sino proyecciones de una imaginación humana semejante a
la nuestra; y si buscamos la clave dentro de nosotros mismos y aprendemos el
modo de interpretarlos adecuadamente, esos mitos nos suministrarán el relato,
hasta ahora inaccesible, de las aventuras de hombres iguales a nosotros”[5].
Por eso su literatura se lee muy bien a través del tamiz que puede ser la
Biblia o las tragedias griegas. No fue casual que tuviese una pasión por la
literatura de Herman Melville (1819-1891), pues en ambos había la curiosidad
por esa literatura que pareciera preceder la existencia del hombre y que de
momentos amenaza con sobrevivirla.
Debido a esta incorporación y a una ambición,
que quién sabe hasta donde lo hubiera llevado de no haber tenido que estar tan
ocupado ganándose la vida, William Faulkner llegó hasta donde sólo clásicos
como Shakespeare, Cervantes, Sterne,
Melville o Joyce lo han logrado. (Incluso me atrevería a decir que
personalmente me atraen más las novelas del americano que las del irlandés.)
Por lo cual nos podemos aventurar a decir que la pica que clavó en Flandes con
su Literatura va a permanecer en su lugar sin que los autores que en estos días
traen al mercado editorial de cabeza la avizoren por un muy buen rato.
(Este texto apareció en la revista “Este País”).
[1]
“Faulkner” (julio 1962) en Réquiem por
Faulkner, Montevideo, Arca editorial, 1975.
[2]
El otro es el Tallahatchie
[3]
Edmund Wilson, Hacia la estación de
Finlandia. Ensayo sobre la forma de escribir y hacer la historia, trad. R.
Tomero, M.F. Zalén y J. P. Gortázar, España, RBA, 38
[4]
Michael Millgate, William Faulkner,
trad. Mirko Lauer y Julio Ortega, Barcelona, Barral Editores, 1972, p. 38.
[5]
Wilson, op. cit., p. 24.
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