"Máquina de escribir" de Héctor Iván González, Coordinador de “La Escritura poliédrica. Ensayos sobre Daniel Sada”, Becario del Fonca en el Género de Novela. Esta es su publicación de crítica, creación y reseñas.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Miller








–¿Qué está leyendo? –dijo el profesor. –Sexus, –contesté de manera afable. –¡Ah!, ese libro hay que leerlo con una sola mano... No contesté a tal afirmación. Este fue el diálogo que en algún momento tuve con un profesor en la Facultad de Filosofía y Letras. El comentario me pareció tan desafortunado como irresponsable. Y al mismo tiempo comprendí cuál era la opinión que varios académicos tenían de la obra de Henry Miller; lo cual logró que retumbara en mi cabeza esta sentencia: “Ese libro NO hay que leerlo con una sola mano”. Parecería que el leer a Miller no nos llevará a algo más lejos que a masturbarnos, a perdernos en una actividad del todo estéril; al mismo tiempo que se podría interpretar que leer a Miller es una chaqueta mental, una fantasía sin sustento. Lamento profundamente que en muchos de los casos no sea otro el concepto en que se tenga a libros como Nexus, Plexus, Sexus, Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio. Y no voy más allá, porque obras como Max y los fagocitos, La sonrisa al pie de la escala, El coloso de Marusi y El tiempo de los asesinos quedan en un campo antípoda para muchos maestros y lectores prejuiciosos. Borges confesó que quizá jamás extraería la esencia de varios poemas, y esto me hace pensar que pasa algo similar con la obra de Miller: hay quienes jamás lograrán entrar, y hay quienes sin ningún mérito, de pronto, son invitados a ese orden. Porque Miller, su vida y su obra son un Orden, una lógica ajena a las lógicas convencionales. Y parece que bajo ciertas circunstancias azarosas cada frase abre algo dentro de nosotros, o simplemente libera alguna esencia individual que por varios años –quizá toda una vida– ha permanecido oculta, agazapada. No es en vano que tres grandes autores en la Francia de mediados del siglo XX, defendieran a Miller, ante críticos y ante prohibiciones, Gide, Sartre y Camus, autores filosóficamente y políticamente comprometidos con la libertad sin doble discurso; la cual no tiene nada que ver con la “libertad” que tanto presumen (pero que en realidad desconocen) los americanos. Parece que cada vez que se menciona el término hay que hacer evidente la diferencia.
La lectura, y lo que conlleva, de Miller en ciertos momentos pareciera colmar algunas carencias, éstas no están ligadas forzosamente con crisis o malas rachas, todo lo contrario, es la necesidad de libertad, y se explica cuando no sabemos que la necesitamos, cuando creemos que la poseemos y disfrutamos. Justo cuando más “libres” nos sentimos es necesario cuestionarse qué tanto –en verdad– somos libres. Y de pronto, en un momento dado, nos percatamos que cierto tipo de esclavitud jamás ha sido abolida, la esclavitud velada, el “eres tan libre cómo yo te digo que eres” del poder; y notamos aquella autoridad que termina por controlar hasta la forma de nuestra rebeldía. La libertad de Miller, la que profesa, la que practicaba nos embarra el rostro del macadán de nuestras prisiones.
Pero al liberador le sucedió algo parecido, como si con cada victoria arribara una nueva contienda. Dice Miller en El tiempo de los asesinos: “En esa época, en que me sentía como nunca fecundo, jubiloso y exaltado, tropecé con una obra de Rimbaud, pero tuve que dejarla de lado, ya que mi propia obra me resultaba más importante”. Lo interesante aquí es cuestionarse algo: ¿La edificación de una obra poética, narrativa o filosófica no es también un grillete? Si el autor busca su libertad ¿por qué está atado a la futura permanencia de su obra? A lo largo de El tiempo de los asesinos Miller va expresando su profunda admiración por el autor de Les Illuminations, compara sus experiencias de vida, desde la infancia hasta aquellos momentos donde experimentaron la urgente necesidad de la huída. El liberador debe ser liberado: Miller se pregunta sobre Rimbaud en Adén “¿Cómo un hombre genial, un hombre lleno de energía, de grandes recursos, fue a encerrarse, a asarse y retorcerse en ese semejante mísero agujero? Un hombre a quien no hubieran bastado mil vidas para explorar las maravillas de la tierra; un hombre que rompió con amigos y parientes, a edad temprana, para vivir su vida a fondo y en toda su plenitud; y a quien encontramos, sin embargo, abandonado en este agujero infernal.” Es decir, ¿debemos suponer que porque Rimbaud era un genio debió haber actuado de tal o cual forma predestinada? Pareciera que Miller se ha perdido en una casa de espejos, por un lado busca la libertad, la salida, y ésta parece estar frente a él, sólo que cada vez que avanza se da un frentazo, porque ese umbral no está vacío ni es la salida; el marco tiene un cristal que se convierte en algo seco y sonoro cada vez que choca con él. A lo largo de su ensayo, no debemos negarlo, intuye y –como bien sabía– nos muestra la salida hacia “any where but out of the world”, pero no la alcanza, nos da la señal, “...sigan a ese de allá, sí, al muchacho de ardientes cabellos”. No obstante, termina intentando alcanzar su libertad, en Plexus nos narra su huída, su acto de independencia. “Por poca lealtad o integridad que hubiera en mí, tenía el deber de decirle que estaba harto (Nexus) El cuarto día me levante temprano, como si fuera al trabajo. Esperé casi hasta que estuve a punto de irme para comunicar mi idea a Mona. Le encantó tanto, que me rogó dimitiera al instante y me regresara para comer”. Y más adelante nos relata “Unas palabras más y me marché. Me quedé unos momentos parado a fuera, delante del gran ventanal, para observar a los candidatos agitándose y arremolinándose. Se había acabado, como una operación quirúrgica. Me parecía imposible haber pasado casi cinco años al servicio de esa corporación despiadada. Entendí cómo debía sentirse un soldado al liberarse ¡Libre! ¡Libre! ¡Libre! En lugar de meterme inmediatamente en el subterráneo fui paseando por Broadway[1]”.
A continuación, Henry va con un primo para recuperar su vieja bicicleta, termina feliz sobre su asiento, pero sin darse cuenta de que no podrá quedarse instalado eternamente sobre los neumáticos, y aunque no le guste la tierra –con todas sus miserias– lo espera al bajar, lo espera caer.

Escribe Henry Miller que al encontrarse con la biografía de Rimbaud, escrita por Enid Starkie, se siente deslumbrado por –como lo llamaba Mallarmé– “el cometa que ha surcado los cielos”. Él sabe que ese es su camino, si no, por lo menos sabe que esa es la señal de un camino; y tarde o temprano lo sigue, pero no alcanza a liberarse, como Rimbaud, de los otros grilletes, la obra y las personas. No creo, como Erica Jong señala que Miller “Sólo era un hombre que no había pasado por un psicoanálisis, que estaba lleno de contradicciones y que era imperfecto, pero que era capaz de expresar los conflictos de la vida y los comportamientos sexuales con una sinceridad sin precedentes”[2]; pues me parece que esta autora de “best-sellers” comete un error al pensar que Miller hubiese sido otra persona al ser tratado con una terapia; evidentemente, esto es propio de la sociedad burguesa estadounidense, al pensar que la solución a sus males está en el psicoanálisis. Por otro lado, es triste pensar que para muchos habitantes de E. U., (país que, como describió Baudelaire, “es una cárcel para el artista”) Henry Miller no pase de ser un escritor que escribe de “comportamientos sexuales” y no de posiciones ante la vida. Me vienen a la cabeza dos cosas sobre el comentario de Erica Jong, primero, la dinámica que desarrolla Henry en Sexus con uno de sus compañeros, la cual radica en la creencia de que por medio de una charla directa se curarán de sus males mutuamente: pues si él (Henry) era curado por su amigo y viceversa, el proceso se invertiría, sacando un doble beneficio, curar y ser curado; remitiéndonos a la parábola de los ciegos. Sólo un enfermo puede curar a otro del mismo mal. El capítulo no deja de ser interesante, pero Miller no usa psicoanálisis, usa el sentido común y su sensibilidad personal, -que resuene la tautología. Henry siempre pudo, a través de su sensibilidad, comprender muchas cosas, expresando visiones muy interesantes, como lo que menciona de E. U: “Poseemos el conocimiento sin la sabiduría, la comodidad sin la seguridad, la creencia sin la fe...” y también, “Y los tontos hablan de reparaciones, inquisiciones, retribución de alineamientos y coaliciones, de comercio libre, estabilización económica y rehabilitación. Nadie cree, en el fondo de su corazón, que la situación mundial tenga arreglo. Todo el mundo espera el gran acontecimiento, lo único que nos preocupa día y noche: la próxima guerra”. Lo segundo, referente a la frase de Jong, es pensar que es propio de esa sociedad creer que un hombre no debe tener contradicciones, como si éste fuera una empresa trasnacional, que sigue un plan de trabajo definido y calendarizado, lo cual trae consigo un resultado funesto. Como Miller temía, las mentes están perdiendo su esencia, se están uniformando, están perdiendo las contradicciones, sin llegar a ser más armoniosas, pero sí más enajenadas, están logrando que la vida se vuelva light. El genio nos ha dejado de rondar.
Miller tenía muchas contradicciones, unas más complejas que otras, algunas más difíciles de resolver y otras más interesantes. Una contradicción que me parece importante, en el caso de Miller, es su necesidad de estar atado emocionalmente a alguien. Pudo ser el ser más desprendido con los objetos, pero con respecto a las relaciones afectuosas parecería que le eran indispensables, y que partiera de ellas para, no lograr, sino empezar algún proyecto. Ahí están los Diarios de la gran Anaïs Nin con su crónica de los días previos a la escritura de Trópico de capricornio en París. En efecto, Miller tenía múltiples confusiones, gozaba de ellas, para él el enamoramiento era una velada pero ruidosa forma de perder la libertad. Miller era el cautivo, el liberador, pero de la misma manera el disfraz de celador le quedaba muy bien. Para generaciones enteras, no sé que tanto en México, pero en Europa no hay duda que fue un gran liberador mental, sin embargo para sí mismo pocas veces dejó de ostentar la autoridad de un carcelero. Su cuerpo recibió el suplicio, el chorro de agua helada era vertido en el embudo de sucio aluminio que detenían sus manos, y descansaba en su boca. Miller es el poeta y la metáfora; por más que escapó de todo lo que era, de todo lo que en algún momento le adjudicó su madre, Louise Nieting Miller, y aquel padre tacaño cuyo nombre no recuerdo, cuando logró salir, aunque fuera por un par de horas, cada vez que alcanzaba la libertad nos invitó a acompañarle, porque la única libertad de Miller fue momentánea. Una libertad que permanece en sus obras, en sus libros, y que no nos damos cuenta que fue momentánea, pues la creación de estos también fue su claustro. Miller no fue libre pero hizo lo que quiso, logró lo que miles de hombres no han logrado, construyó un mar de amigos mentales, de personas que se pueden encontrar frente a un tomo, que para algunos, está prohibido. Por extraño que parezca, rompiendo toda lógica, me pregunto ¿cuál sería el resultado de incluir algún libro de Miller en el programa de estudios del bachillerato? ¿Sucedería algún cambio? ¿habría más o menos lectores? Quizá pasaría lo que los religiosos con cartones en las orejas buscan, se vacunaría a generaciones enteras contra la literatura de Miller. O quizá se aumenten los lectores de una literatura que contiene líneas donde merodean verdades, y por ende, contiene belleza, sólo que no sabemos si estos dos valores aún son apreciables, o tendremos que esperar a que se forme una nueva generación de hombres que desprecie la hipocresía, la simulación y la mentira, pues no sé si aún somos dignos del legado de Henry Miller y sus contradicciones de ser humano.

2. El tiempo de los asesinos (Miller sobre Rimbaud)
Pareciera que cada lector, muy dentro de sí mismo, albergara un panteón de escritores; que en realidad cada urna ahí alojada fuese un reflejo de su interior. Y es una sorpresa agradable descubrir que figuras propias son alojadas en el panteón de autores que también admiramos. Estos cultos llegan a tener frutos interesantes; pasa algo similar con El tiempo de los asesinos de Henry Miller. En este ensayo aborda la vida y la obra de Arthur Rimbaud, intentando hacer un análisis en comparación a sí mismo. Rimbaud, para Miller, en un inicio era tan sólo un nombre que su amigo Thelma refería durante las numerosas conversaciones. Así mismo señala que le causaba indiferencia el hecho de que un muchacho de 16 años escribiera poesía. Aunado a que para entonces su obra personal era lo que más le importaba, y el hecho de que el mismo muchacho abandonara la escritura a los veinte años, podría parecerle una horrenda presunción. Al paso de los años, ya instalado en Francia, viviendo con Anaïs Nin, Miller leyó Les illuminations, que le impresionaron profundamente, y más adelante descubrió la biografía escrita por Enid Starkie. Parece que se dio un caso muy peculiar de identificación. Empezó a hacer una comparación entre sus vidas respectivas; Miller recuerda que a él, de pequeño, le ponían una ropa que le daba vergüenza el simple hecho de salir a la calle, ésta había sido confeccionada por su padre, y descubrió que Rimbaud era torturado al obligársele a usar unos pantalones, que su madre confeccionó para él y para George, su hermano mayor, con una tela color azul cielo, que su madre había comprado porque era muy barata.

La necesidad de independizarse, de liberarse de sus respectivas madres, imágenes terribles, para Rimbaud era “la boca de sombra”, para Miller el fantasma que jamás pudo conquistar. Y sucede algo más, Miller nunca fue un gran lector de poesía, él mismo admitía que no era muy fuerte para el género, porque no le gustaban las rimas, siempre creyó que el poeta era algo más que un cuenta versos. Y Rimbaud, aunque tenía un control absoluto en la métrica, no le gustaba del todo, llegó a decirle a Théodore de Banville –poeta perteneciente a la escuela parnasianista– “Monsieur, ¿no es hora ya de qué dejemos en paz el verso alejandrino?”, por lo cual de Banville se ofendió, y reclamó que un joven fuera tan irreverente. De entrada, El tiempo de los asesinos. Es una muestra del Henry Miller que busca liberarse, y que al lograrlo nos muestra el camino. Rimbaud vio la Poesía como un medio para cambiar la vida, consideraba que la decadencia había llegado a este mundo con la institución del cristianismo, cuando escribió en los muros de una iglesia: “Muera Dios” era la muestra de un hombre que creía que en el paganismo se encuentra el antes de la culpa, el antes del sufrimiento. Y Miller no se quedaba atrás, pues siempre dio ejemplos de que el bien y la libertad son algo que jamás han sido un verdadero valor de las religiones. Miller es un ser que escapa de sus fantasmas, o de sus ángeles, y Rimbaud quiere que se despeje el cielo del dios y su corte de santos para poder ver directamente al sol. Si Rimbaud ataca a la Francia decimonónica, que va gestando la sociedad moderna, Miller exhibe a los E. U. y su culto a la falsa libertad, a su hipocresía y a esa actitud mojigata. Siempre es fascinante el cómo una postura, retratada y escrita en un momento histórico, desarrolla nuevas implicaciones y significados en otro momento ¿Quién podría pensar que las líneas anteriores fueran escritas en 1955, y que justo ahora podamos testificar que, en efecto, la sociedad estadounidense no descansaría hasta formular un enemigo que combatir, lo que ha denominado el terrorismo? Como en el momento que Rimbaud, aún en el Liceo, barruntaba que la guerra franco-prusiana no sería más que una terrible catástrofe, y que Francia la perdería sin ninguna duda.
Rimbaud buscó –por muchos medios– alcanzar el punto donde el futuro fuera visto desde el presente, él, a través de su “racional desarreglo de los sentidos”, y Miller lo hacía de una forma parecida a lo que la escuela suprarrealista llamó “Dictado” o “État seconde”, donde el autor está en un estado abstracción y lucidez simultánea; éste provoca la audición de una voz interior, o exterior, y ve pasar en su mente, como en un viejo teatro, una serie de imágenes y olores matizados.
Durante su enumeración de afinidades, no puede dejar de mencionar la necesidad de libertad, sus eternas huidas, ¿a dónde? Y con estas huidas, con estos viajes estériles en sí mismos, estos viajes, que –como ambos descubrieron– eran iguales al viaje interior, nunca llevan prácticamente a ningún lugar. Pero, aunque con estos desvíos no obtenían ni alcanzaban recompensa, había que hacerlos lo mejor posible. Miller recuerda de su vida los momentos de hambre, de largas e incómodas caminatas, mientras que describe los viajes de Rimbaud. Aquí hay un juego de planos, la literatura de Miller está llena de narraciones sobre penurias, carencias y privaciones económicas, todas estas en nombre de un solo objetivo, la Literatura. Es curioso cómo la narración de estas penurias siempre apasionan a ciertos lectores, pareciera que las disfrutan, que acrecentaran su deleite durante la lectura y durante la merienda. Lo que describe Miller sobre las carencias del Rimbaud muchacho y del Rimbaud hombre no lo muestran como a un voyeur que por primera vez ocupa ese lugar, pues siempre le ha tocado –a él– ser el actor. Pero ¿por qué nos gusta testificar estas carencias? Como cuando Gide describe la desesperación por dinero en las cartas de Dostoievsky, o Hemingway narra la pobreza de Ezra Pound, en el París que era un festival ambulante, y no se nos puede olvidar cuando Baudelaire describe la "prisión" que son los E. U., con su hordas de yankees para el Poe agónico en las banquetas de Baltimore, o –ya en nuestra geografía– el relato de José Emilio Pacheco y las contrariedades por las que pasó Juan José Arreola, justo en el momento, de la redacción de su Bestiario. Quizá sea porque nos despierta esa tensión que surge al sabernos vivos, al recordar que la libertad tiene un precio, y que nuestras sociedades burguesas, hacen pagar a nuestros artistas. Y así mismo, creo, que es darnos cuenta de la fuerza que da la verdad, pareciera que el saber que Rimbaud soportaba los trayectos sin alimento, camino a la frontera belga, lo dotara de una halo peculiar. El hombre vence en ese momento a la esencia que carga, a esa naturaleza que no nos deja, por un momento el hombre detiene la inercia, el ritmo de la vida, el relámpago surge, y el hambre, el frío o el calor nos envuelven, pero por un momento, y en nombre de lo artificial, en nombre del Arte, sucumbe. Si Rimbaud logró ver más allá qué importa, pues ya había perdido el temor por lo que se presentaba en el aquí y en el ahora, quizá sea el mayor punto de acuerdo entre ambos, lograr dominar la naturaleza, influir en el medio. Si Miller descubrió un paraíso en París, y después lo reencontró en Grecia, es equivalente a los trayectos de Rimbaud. Al tener noticia de esto, parece que nostros también somos libres y el miedo se abandona, pero no es así, siempre nos asedia, siempre buscamos evadirlo, ni siquiera admitirlo, los disfrazamos, pero permanece, ahí y algunas veces se manifiesta en un pavoroso salto al vacío, que es muy parecido al terror que sintió el primer hombre al ser libre.
[1] Henry Miller, Plexus, The Rosy Crucifixión, NY., Grove Press, INC., 1981. [2] Erica Jong El diablo anda suelto. Madrid. ALFAGUARA, 2002.

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