A
las mujeres del norte
Proemio
Al escuchar el nombre de Nellie Campobello surge
una evocación involuntaria. Muchos no saben a dónde los llevará, algunos la
siguen, otros se detienen y piden alguna referencia, pero todos tienen una
reminiscencia, por vaga que ésta sea.
Hay quien la relaciona con una figura duranguense
paralela a la de Dolores del Río, otros la equiparan a personalidades como
Frida Kahlo, Nahui Ollín o Antonieta Rivas Mercado. Y por supuesto, en el campo
de las letras, cada vez más es mayor el número de críticos que reclaman un
lugar para Campobello en la lista de nuestros autores fundamentales. (Por
ejemplo, Margo Glantz señaló que “con excepción de Nellie Campobello, creo que
no hay ningún otro personaje femenino que se equipare con Elena Garro. Son dos
escritoras extraordinarias, de una gran importancia, pero que no han sido
suficientemente reconocidas como sí se reconoce a Martín Luis Guzmán”.) En
suma, el nombre de Nellie Campobello logró ser –en uno de los periodos más
ricos de la cultura en México– el sinónimo de una inspiración para los artistas
de nuestro país.
Podemos mencionar casos como los de Alicia
Markova y Anton Dolin, a quienes Campobello invitó –desde su carácter de
fundadora– al Ballet de la Ciudad de México; o también, el del septuagenario
José Clemente Orozco, a quien infundió una energía renovadora al invitarlo a
ejercitarse en el bastidor, explorando nuevas alternativas plásticas.
El mismo fenómeno se dio en la literatura
mexicana, pues inspiró tópicos e imágenes a varios autores, entre ellos,
podemos mencionar al escritor mexicano más enigmático de nuestro siglo, Juan
Rulfo. Tomando en cuenta lo anterior, puedo pensar que la figura campobelleana
tendrá que ser analizada, de la misma forma: aproximándose a partir de varias
disciplinas.
He aquí el texto de alguien que se explica el
mundo con y desde las letras y que cree justo iniciar una discusión acerca del
valor e importancia de Nellie Campobello en la cultura mexicana.
I. Misterio y encanto
En México los artistas son un reflejo de la
abigarrada idiosincrasia del pueblo y de su historia. En personalidades
disímiles como la del Nigromante, Gamboa, Alfonso Reyes, Pita Amor, Siqueiros,
Elena Garro, Jorge Cuesta o Frida Kahlo, la cultura mexicana ha dejado una
impronta ineludible; también los ha dotado de un cariz de genialidad empapada
de locura, y de una manera fascinante ha tocado sus biografías concretas. Uno
de estos casos donde el dolor, la aventura, la fascinación y el misterio están presentes es el de Nellie
Campobello, figura claramente representativa de la Revolución Mexicana. Una
mujer como miles que presenció hechos tan crueles como inverosímiles, pero que
a diferencia de la mayoría sobrevivió logrando una testificata más allá de la
anécdota, convirtiéndose en una precursora de la literatura de su siglo.
Nacida en Villa Ocampo, Durango, el 7 de
noviembre de 1900 y bautizada con el nombre de Francisca Luna, la escritora
varios años después adoptó el nombre de una de sus mascotas, ”la Nelly”, y el
apellido del padre de su media hermana, Ernest Campbell, castellanizándolo.
Desde el inicio de su vida fue una niña marcada por el caos de dos vertientes,
la familiar y la nacional, una niña que llevó el misterio de su origen paterno
a cuestas.
Según los investigadores Flor García Rufino y
Jesús Vargas Valdés, esto se debe a que Nellie fue concebida por una relación
endogámica entre Rafaela Luna y el hijo de su hermana Florencia, Felipe de
Jesús Moya Luna; quizá el reproche social que padeció esté retratado en el
apartado “Su falda” de Las Manos de Mamá (1937):
»Yo no había olvidado la noche en que una señora
alta, de nariz fina, me llevó de la mano sin decir nada. Puertas grandes que se
abren, sonidos de cerrojos, Mamá allá en un cuarto alumbrado por un foco opaco,
sentada en una banquita dándole de mamar a su hijita. [...] Me senté en el
suelo, a los pies de Mamá, viendo a una y a otra. “Está todo listo para mañana”
–dijo, en tono de mucha confianza. ¿Quién es?, decía mi curiosidad–. “No hay
esperanza –siguió diciendo–; todo está en contra tuya, ten fe en Dios; esa
gente está muy fuerte y lo que quiere es quitarte a tus hijos”. “Mis hijos son
míos –dijo su limpia voz–; nadie me los quitará”. Sus voces y sus palabras
daban a entender que Ella estaba en peligro. ¿Las leyes de los hombres trataban
de desbaratar nuestro mundo?
Y continúa en el apartado siguiente:
»Mi salvación la tenía Dios; entonces comprendí
que estaba en mi mano. Me rompí la blusa y una manga. Esperé la mañana, y con
mi hija en brazos me presenté antes mis jueces. No levanté los ojos a verlos.
Oí las voces de mis enemigos. Me acusaban. Todos discutían. Mis ojos, mi
corazón, mis manos estaban hechos nudo en el bultito que formábamos mi hija de
un año y yo. [...] Apenas me iba reponiendo del susto de todas aquellas
palabras extrañas que decían las gentes que vivían en la ciudad. Comprendí que
la ley hecha por los hombres iba a ayudarme. Rápidamente me acordé de mi padre,
de sus consejos: “No, mi alma, hay que estar dentro de la ley para defenderse.
Los tinterillos, los huizacheros, son gente muy técnica –me había dicho él.
Como nos muestran estos fragmentos, doña Rafaela
fue el epicentro de toda la obra campobelleana, figura concreta de todo lo que
admiraba Nellie. Después de haber vivido brevemente en la Capital de Chihuahua,
ya instalados en Hidalgo del Parral, ella marcó su infancia con sus
narraciones. En ese poblado se llevaban a cabo las batallas de una decadente
División del Norte frente a un cada vez más corrompido ejército carrancista.
Todo esto Nellie lo relatará creando estilo en su obra maestra Cartucho.
Relatos de la lucha en el norte de México (1931).
Sin embargo, Rafaela no sólo era admirada por su
hija sino por gran parte del sector progresista del Parral; personalidad
cercana al Tata Villa, Doña Rafaela fungía como pocos el puesto honorario de soldadera:
miembro sin nombramiento con más responsabilidades que la tropa (véanse “Los
heridos de Pancho Villa” de Cartucho o “Gente de tropa” de Las Manos
de Mamá), y ningún privilegio frente a los primeros círculos de la
División; fue un testigo involuntario de aquella época de ilusiones perdidas
que empieza en 1915 y finaliza en 1923 con la muerte del Centauro del Norte.
Inevitablemente, Nellie fue un testigo mudo de un testigo circunstancial;
logra, como en el ensayo de Borges (“Boecio, imagina un espectador de una
carrera de caballos. Este espectador es espectador del espectador y espectador
de la carrera”), una mirada que sigue el movimiento a través de los ojos del
espectador, su madre.
Una búsqueda pasiva será el leit motiv en
sus primeros pasos de infancia, mientras anda por las calles del Parral el
mundo se le entrega sin ningún velo protector, tan sola y tan alegremente
inocente no la conmueve nada de lo que frente a ella ocurre:
»El oficial, junto a ellos, va dando las señales
con la espada; cuando la elevó como para picar el cielo, salieron de los
treinta diez fogonazos que se incrustaron en su cuerpo hinchado de alcohol y
cobardía. Un salto terrible al recibir los balazos, luego cayó manándole sangre
por muchos agujeros. Sus manos se le quedaron pegadas en la boca. Allí estuvo
tirado tres días; se lo llevaron una tarde, quién sabe quién.
Como estuvo tres noches tirado, ya me había
acostumbrado a ver el garabato de su cuerpo, caído hacia su izquierda con las
manos en la cara, durmiendo allí, junto de mí. Me parecía mío aquel muerto.
Había momentos que, temerosa de que se lo hubieran llevado, me levantaba
corriendo y me trepaba en la ventana, era mi obsesión en las noches, me gustaba
verlo porque me parecía que tenía mucho miedo.
Inmediatamente salta a la vista la capacidad de
contar asuntos crueles con una gran candidez, una nube de desenfado cubre el
relato mientras es evocado. Al parecer esta capacidad es propia de los niños
(pienso en “El durmiente del valle” de Rimbaud), para quienes la vida contiene
un misterio y un encanto que se pierde con el tiempo. No obstante, sin estar
exenta de los reveses de la vida, Nellie mantuvo este cariz. Podemos mencionar
algunos incidentes, por ejemplo: a los 19 años tuvo un bebé (José Raúl Moya)
que murió dos años después. El padre del niño parece haber sido Alfredo Chávez,
quien con el tiempo se convertiría en Gobernador del estado, y a quien dedica
varios poemas de su primer libro, Francisca Yo (1929), el cual contaba
con una ilustración y prólogo del Dr. Atl y que cambiaría de título a Yo por
Francisca.
También sucede que, en septiembre de 1922 y
viviendo en la ciudad de Chihuahua, fallece doña Rafaela, lo cual,
independientemente del dolor que le causa, la obliga a hacerse cargo de su
hermana menor, Soledad, quien se convertirá en la bailarina Gloria Campobello.
Vale la pena señalar que como en las líneas
anteriores, para Nellie todo estaba en movimiento, nada era para siempre, su
vida era una constante tránsito: todo estaba en vías de ser. Pero su forma de
ver la vida no se dañó, la mirada cándida, los ojos para los cuales todo era
nuevo no se alteraron. Su figura representa al centro, al agua que siempre
busca su nivel, y que mientras se da a los otros más se acrecienta su
dimensión. A lo largo de su vida se mantiene en un ir y venir, en un cambio que
la traerá a la Ciudad de México, la llevara al extranjero (Florida, La Habana,
Nuevo México), y a distintas ciudades del interior del país, encabezando un
movimiento cultural que la convertirá en una personalidad fundamental del medio
artístico.
II. Invención de una narrativa
Evidentemente la figura de Nellie Campobello aún
no cuenta con el reconocimiento que merece; al parecer esto es debido a varias
situaciones: el conservadurismo de varios críticos frente a una defensora del
villismo, la precaria distribución de sus textos y el poco interés de un
público –como el mexicano– que en sus gustos participa tanto del centralismo
como del machismo; y que se aleja de todo aquello que no esté marcado con el
marchamo de lo “generacional”. Sin embargo, la obra de Campobello representa
una de las mejores y más representativas de la tradición en la literatura
universal, su manera de narrar hechos terribles y su olfato para encontrar –a
través de la frase adecuada– el giro narrativo, crearon escuela y encontraron
un nuevo espacio de creación.
Y no sólo eso, obra propone como pocas
literaturas una nueva perspectiva sobre obras precedentes. Mediante la
invención de una narrativa novísima Campobello dio una posibilidad a la
narración de cosas inenarrables sin fatalismo. Situación renovadora que, por
citar un ejemplo, se dio en la literatura europea después del lanzamiento de
las bombas nucleares en Hiroshima y Nagasaki cuando la generación de "Le
nouveau roman" (La nueva novela) sugirió en sus temáticas la narración de
detalles catastróficos siempre y cuando inspiraran una necesidad de renovación;
una meditación del dolor en tanto efímero y argumentando el olvido como
alternativa para preservar la vida. Ideas que ciertamente no estaban alejadas
de lo que fungía como base en las obras del siglo XIX –como en Dumas o
Flaubert. Sin embargo podrían reprocharnos que Campobello tuvo una formación
académica limitada, lo cual es cierto. Nellie no obtuvo grado de maestra, sin
embargo al recorrer sus líneas se puede encontrar elementos de una tradición
perfectamente bien asimilada; no solamente sucede esto al leer en “Los hombres
de Urbina” la mención de tres libros enviados al prisionero Santos Ruiz, entre
éstos un ejemplar de Los tres mosqueteros (vale mencionar que la obra
más célebre de Alexandre Dumas es una obra que expone la crueldad del azar, y
la posible miseria humana, elementos que en las versiones abreviadas y
cinematográficas siempre son abrogados), sino que por dar un ejemplo también hay
una traslación del mito homérico en un personaje de Cartucho:
»Dijo que a José lo habían matado en una traición
y que José para acá y José para allá, dijo muchas cosas; el caso es que José
Rodríguez había nacido en Satevó, un día se volvió general villista, valiente,
joven, sabía montar a caballo, conocía la sierra, estuvo en muchos combates, y
en todas las peleas los hombros fuertes y anchos de José Rodríguez se abrían
paso dejando enemigos caídos. No era peleonero ni hablador. Un día su jefe de
Estado Mayor lo traicionó, lo hizo para quitarle el dinero que traía en la
silla de su caballo. José Rodríguez se puso muy triste –yo creo que muy
enojado–, por eso se dio un balazo en el cuello; nada más que cuando se lo iba
a disparar le arrebataron la pistola.
¿No hay en estas líneas una actualización de la
ira de Aquiles frente a Agamenón? ¿Es posible encontrar una tradición que no
tenga que pasar forzosamente por la escuela? ¿O es qué Homero y Dumas necesitan
exegetas para ser comprendidos? Quizá no; y a partir de estas líneas la obra de
Campobello se pueda relacionar con conceptos tan universales como los de un
poeta y ensayista estadounidense, como T. S. Eliot:
»El sentido histórico implica una percepción no
sólo de lo pasado del pasado, sino de su transcurrir; el sentido histórico
obliga a un hombre a escribir no solamente con su propia generación en el
cuerpo, sino con el sentimiento total de que, la literatura de Europa desde
Homero, con aquella totalidad de la literatura de su propio país, tiene una existencia
y un orden simultáneo.
Nellie narra el microcosmos del Parral, y crea
una serie de personajes con el barro que le proporcionan las luchas
encarnizadas, sin embargo utiliza los elementos reales para fabricar sus
ficciones. Felipe Ángeles, “Cartucho”, “el Kirilí”, “Mamá”, Pablo y Martín
López son seres reales que a veces tienen alguna modificación en sus nombres,
pero que de todos podríamos encontrar información mediante otras fuentes;
aunque en Nellie todos ellos son elementos de artificio, personajes que le
permiten mostrar lo que su alma necesita decir. Y mediante su ingenio alcanza
los registros que una obra de arte debe poseer: conmoción, asombro, duda,
ternura, lástima y frustración. Ya que, parafraseando a Faulkner, la técnica no
sirve de nada si no está en función de ambiciones más altas. Y en la obra de
Campobello permanece la ambición de mostrarnos el rostro más cruel de la
crueldad, lo más despiadado de nuestras sombras, con la intención de
reflejarnos esa bestialidad que el hombre puede alcanzar sin importar las
supuestas eras de desarrollo o modernidad alcanzadas. Sus personajes están en
una dicotomía entre la absoluta indolencia y la sensibilidad a flor de piel.
Podemos traer a cuento un ejemplo:
»Gudelio, enemigo personal de Catarino, lo hizo
su prisionero, lo montó en una mula y lo paseó en las calles del Parral. Traía
las orejas cortadas y, prendidas de un pedacito, le colgaban; Gudelio era
especialista en cortar orejas a las gentes. Por muchas heridas en las costillas
le chorreaba sangre. En medio de cuatro militares, a caballo, lo llevaban.
[...] Entonces dijo Uribe que no quería gastar ni una bala para hacerlo morir.
Le quitaron los zapatos y lo metieron por en medio de la vía, con orden de que
corrieran los soldados junto con él y que lo dejaran hasta que cayera muerto.
[...] Catarino Acosta duró tirado ocho días. Ya estaba comido por los cuervos
cuando pudieron levantar sus restos.
La prosa de Campobello se confunde con la
descripción de la tragedia griega, como si la crueldad de Medea se repitiera en
el Parral, o en cada uno de los soldados torturados estuviera Prometeo
redivivo, dando muestras de que los hombres no hemos aprendido nada.
III. Los herederos
Al ver una obra tan amplia, una geografía poblada
por hombres que recorren las calles en un estado entre la vida y la muerte, o
al presenciar las risas en medio de las desgracia, podemos pensar en la
literatura que cuenta el México profundo, y preguntarnos quién pudo abrevar en
estas aguas. En tal caso, tendríamos que hacer referencia a “El silencio de
Nellie Campobello”, prólogo a Cartucho de Jorge Aguilar Mora, donde
denomina a esta obra como la señal de un camino, o montículo, que sirvió como
derrotero a dos gigantes de la literatura latinoamericana, Juan Rulfo y Gabriel
García Márquez:
»Cien años
de soledad no hubiera sido posible sin Pedro
Páramo y Pedro Páramo no hubiera
sido posible sin Cartucho..., señala
Aguilar Mora. Ésta anticipa lúcidamente muchos rasgos que definirían el estilo
de Rulfo: ese trato constante de las palabras con el silencio; ese parentesco
en acción del silencio con la sobriedad irónica, tierna, de frases elípticas,
breves, brevísimas, a veces casi imposiblemente breves; [...] esas metáforas
súbitas y reveladoras de una acendrada unidad y fragilidad del mundo en donde
lo humano y la naturaleza dejan de oponerse; esa convicción profunda, terrenal
de que el lenguaje, su lenguaje, corresponde a una experiencia propia e
intransferible.
De tal suerte que podemos pensar que no hay genio
o talento independiente, sino un continuo desarrollo en la madurez de una
sociedad, un actuar, un lenguaje y una literatura. Y lo que permite desarrollar
un tipo específico de literatura es claramente la revisión de la tradición y la
tradición de la revisión, pues retomando a T. S. Eliot:
»El orden existente está completo antes de la
llegada de la obra nueva; para que el orden persista después de que la novedad
sobrevenga el todo del orden existente debe alterarse, aunque sea levemente. De
esta manera se van reajustando las relaciones, las proporciones, los valores de
cada obra de arte respecto del todo: he aquí la conformidad entre lo viejo y lo
nuevo. Quienquiera que esté de acuerdo con esta idea de orden en la forma de la
literatura europea o inglesa no encontrará descabellado que el pasado deba
verse alterado por el presente tanto como el presente deba dejarse guiar por el
pasado.
Por lo tanto, el sistema no está acabado, desde
cierta perspectiva la literatura sigue en proceso, y la crítica comprometida a
encontrar relaciones como la de Cien años de soledad con Pedro Páramo;
o como la que mantienen la obra de Campobello con la de Rulfo, pues aunque
“este acercamiento de las dos obras no pretende que la primera reciba su
legitimidad de la fama reconocida de la segunda” sí permite vislumbrar a través
de dos clásicos talentos individuales, como en un espejo doble, irisaciones o
prismas en común que el tiempo irá acentuando.